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De Los Caletri a Los Arizmendi "El Mochaorejas", las familias mas sanguinarias del Secuestro en México

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Si se intenta una definición del secuestro en México necesariamente pasará por el apellido Caletri y, sin remedio, mencionará al estado de Morelos. En realidad, la vena del plagio mexicano nace en ese estado con una familia de rancheros que aportarían varios aspectos modelo de esa industria criminal. Les decían Las Víboras de Tlayca, el pueblo de donde surgieron para luego fundar una auténtica “institución” en las cárceles del DF, esa otra gran cepa de secuestradores…

Hermano Coraje

Pasaban las seis de la tarde y el año de 1995 terminaba en el Reclusorio Oriente. Nicolás Andrés Caletri miró a los suyos y asintió con la cabeza. Conocía bien el momento, el del revólver hormigueando en su mano derecha. Los demás apretaron las armas pasadas que habían ingresado de contrabando en las últimas semanas.

Caletri avanzó con Héctor Cruz Nieto y otros cinco. Amagaron a los custodios del dormitorio.

Los ataron de pies y manos con alambres y vendas para salir de la crujía. Sometieron con un cachazo en la cabeza al guardia que encontraron y forzaron la puerta que da a la exclusa del módulo. Encañonaron a cada guardia que encontraron y llegaron al área de visita íntima, donde tomaron como rehenes a dos custodios, convertidos en escudos en la carrera hacia la caseta 12, frente al área de servicios generales.

Ahí dominaron a otros dos vigilantes. Se apoderaron de dos escaleras extensibles para salir al patio de maniobras. Golpearon a dos supervisores y a dos policías. Los encerraron en la caseta de servicios generales. Ingresaron al cinturón de seguridad. Tirotearon las torres seis y siete. Los policías se acurrucaron sobre los talones y asomaron las escopetas y las R15. Pero los amotinados eran cascadas de balas. Sin soltar el gatillo, los reos colocaron las escaleras plegables en la muralla perimetral. Los alcanzó el resto incluido en el plan, entre ellos José Luis Canchola Sánchez El Canchola, Benito Vivas Ocampo El Viborón y Modesto Vivas Urzúa La Víbora. Arriba de la barda miraron la calle por primera vez en años. Se descolgaron con un gancho hecho con varilla y pedazos de tela anudada.

Caletri se desprendió a metros del suelo. Cayó sobre los talones y los sintió de talco. Ya sabía que el cuerpo es también un obstáculo. Ignoró el dolor. Corrió. Estaba libre de nuevo y otra vez tenía banda. Corrió con las puntas de los pies, como los velocistas. Iniciaba su carrera de secuestrador.

Caletri nació en Guerrero el 3 de enero de 1956. En 1988 se casó con E., con quien tuvo un hijo a quien llamó A. Tiene siete hermanos: Amada, Juan José, Rosa María, María Idalia, María Eugenia, Octavia, Vicente –fallecido– y Matilde. Apenas terminó la primaria, donde aprendió a escribir en la letra manuscrita que mantiene hasta hoy. Bebía poco, prefería la marihuana.

Trabajó de 1973 a 1976 en Servicios Especiales de la Armada de México. Ahí aprendió a boxear y solicitó su baja voluntaria al poco tiempo de la muerte de Josefina, su madre. Con el dinero ahorrado y con el que recibió por su cese, compró máquinas de coser y abrió un pequeño taller de costura. En 1981 emprendió un pequeño negocio de confección de ropa de mujer. Surtía comercios del oriente del Estado de México.

En alguna ocasión conoció a unos comerciantes de Yucatán inconformes con el precio de los intermediarios. Acordaron la venta directa y el trato funcionó bien hasta el día en que le pagaron con cheques sin fondos. Caletri buscó a los yucatecos, pero desaparecieron.
El taller de costura quedó cerca de la quiebra. Caletri luchaba por levantarlo cuando conoció a tres amigos de su costurera. Uno de ellos, Manuel Hernández, le propuso asaltar la casa del dueño de una rosticería de pollos en Los Reyes La Paz. Caletri aceptó. Esa primera vez permaneció en el auto. Los demás entraron en la casa y salieron con varios objetos, dinero y alhajas. Hicieron tres robos por el estilo, pero las ganancias eran tan raquíticas y el riesgo tan alto que pensaron asaltar bancos. Faltaba el método y Manuel comentó que podrían pedir trabajo a un auténtico profesional. Se citaron con él afuera de la fábrica de Pedro Domecq, que también se ubicaba en Los Reyes La Paz. Cuando Nicolás llegó, Manuel estaba con dos hombres. Uno era Leonardo Montiel el León, el otro, enorme y fornido, era Alfredo Ríos Galeana, recién fugado de la cárcel de Pachuca, Hidalgo. Después conoció a José Bernabé Cortés Méndez el Marino, ex integrante de la Armada de México, y Álvaro Darío de León Valdés El Duby.

Caletri y Ríos Galeana platicaron durante 10 minutos. Quedaron de verse al día siguiente en el puente de Los Reyes. Cuando Caletri llegó, ya estaban todos. Era lunes, alrededor de las ocho de la mañana. Ríos Galeana los llevó a un banco del centro de Ixtapaluca que asaltaron en cuestión de minutos. Caletri contó millones por primera vez en su vida. Sacaron 150 millones de pesos viejos sin ningún problema y a él, como a cada uno de los demás, le correspondieron 15 millones de pesos, porque, y esta fue otra lección de Ríos Galeana, la plata se repartía en tantos iguales.

Siguieron a un banco en Chiconcuac, Estado de México, al parecer un Bancomer vigilado desde días antes. Nuevamente se robaron 150 millones de pesos. Usaron escopetas, rifles de asalto R-15 y pistolas. Esta vez, Caletri recibió 20 millones de pesos entregados en alguno de los parques de cemento y tierra de Ciudad Neza. Exploraron el Distrito Federal y asaltaron un banco en la glorieta de Huipulco, en Tlalpan.

El método de Ríos Galeana, descrito por su alumno Caletri, resultaba sencillo y folclórico, tal como era el maestro. Seleccionaban la sucursal en función de la cantidad de bolsas con dinero que las camionetas de seguridad entregaban. La noche anterior al asalto, cualquiera de la banda robaba un coche grande donde cupieran todos. Antes de entrar, vigilaban el sitio para saber si ese día el camión entregaba bastante dinero. Si era así, avisaban a los demás. Llegaban en el auto robado y lo estacionaban cerca de la entrada del banco.

Entraban con calma y en silencio. Afuera quedaba el chofer en el carro robado esperando la huida. Otros dos hombres armados, llamados “muro” –como se hace en el lenguaje policiaco–, eran responsables de cubrir la huida con fuego si la policía llegaba. Los de adentro amagaban a los clientes y al personal. Un miembro de la banda elegido previamente se dirigía al gerente del banco, lo encañonaba y le exigía abrir la bóveda. En los asuntos que le tocaron, Caletri tomaba las bolsas de dinero, lo que le imponía la triple desventaja: correr con peso, no portar un usil de asalto (por tener sólo una mano disponible) y ser el blanco favorito en un eventual choque con la policía. El grupo salía del banco y subía al vehículo robado que ya estaba en marcha.

El conductor manejaba cinco cuadras hasta donde los ladrones habían dejado estacionados sus vehículos legales. Abandonaban el auto robado y en calma abordaban los otros, dos participantes en cada coche. Todos, en caravana, seguían una ruta establecida hasta la casa de seguridad, donde sólo entraba el auto que transportaba el dinero. La plata se contaba a la vista de todos. En los asaltos bancarios en que participó Alfredo Ríos Galeana, fue siempre él quien amagó al gerente en el camino a la bóveda. Y gritaba: “¡Ya llegó su padre, Alfredo Ríos Galeana, y quiero mi lana!”.

La suerte terminó para Caletri en 1982. Fue detenido por la Dirección Federal de Seguridad frente a su familia en la colonia Maravillas de Ciudad Neza. La cárcel fue el inicio de su propia carrera y el final de su relación con Ríos Galeana. Entró al Reclusorio Sur del Distrito Federal donde pasó los siguientes cinco años de su vida. En 1987 fue trasladado a Santa Martha Acatitla, donde estuvo cuatro años más. En la Peni, Caletri tenía una cafetería, un restaurante, y se convirtió en prestamista. Ahorró dinero y conoció gente.

Esta vez, el 16 de enero de 1992, la señal serían tres estallidos en el cielo. Adrián Gutiérrez Torner debía llevar unas sábanas convertidas en cuerdas. Minutos antes de las siete de la mañana, El Marino y Eduardo Carranco Guzmán, ex convicto y compadre de Caletri, se situaron en la calle y lanzaron los cohetes. Apenas estalló el último, lanzaron una lluvia de fuego al interior de la cárcel. José Luis Ramírez González, custodio apostado en el garitón cinco, vio a varios convictos que corrían hacia la caseta de vigilancia del dormitorio cinco. Escuchó que se rompía un cristal y algo húmedo y caliente escurrió por su cabeza. Sangraba.

Escuchó varios disparos hacia su torre, no desde el interior de la prisión, sino desde afuera. Alcanzó su arma y observó que tres internos avanzaban rápidamente por el cinturón de seguridad. Disparó. La tempestad que venía de la calle recrudeció y se combinó con disparos hechos desde adentro por los amotinados. Las armas habían sido guardadas y custodiadas con anterioridad por El Gringo Brady en el dormitorio siete de la penitenciaría. Ramírez González debió guarecerse nuevamente. Sintió que las escaleras metálicas de su torre se cimbraban. Con la mirada baja, sólo vio un pequeño cañón que le apuntaba y escuchó que alguien decía: “A este ya se lo llevó su pinche madre”. Silencio y luego el escándalo de la alarma general.

El Brady presintió la calle bajo sus botines negros. Corrió hacia el garitón, pero perdió el equilibrio y cayó al piso en la zona de seguridad. Quiso levantarse y fingir que nada había pasado. Pero uno de sus tobillos se había convertido en un trapo. Gutiérrez Torner llegó a la quinta atalaya sin suficientes sábanas. Encontró al Rambo, a Leonardo Montiel y al Duby. Hicieron una torre humana para bajar. Gutiérrez Torner sintió miedo y saltó. Cayó en la maleza y quedó en silencio con las muelas apretadas, queriendo aullar. Ahí lo encontraron, con las rodillas partidas. Todos los demás lo lograron. Alcanzaron los autos dispuestos para continuar el escape y fueron a una casa de seguridad. Cuando recapturaron al Duby explicó sus motivos para huir: “Sí, acepto que me brinqué la barda para irme por la presión que hay en este penal, porque hay muchos locos ahí, drogadictos  y de todo eso. No aguanto yo estar con gente así”.

El Duby tenía su historia propia. En abril de 1989, la policía encontró un cementerio clandestino en Matamoros, Tamaulipas, con 15 cuerpos mutilados por los “ahijados de Satán”, jóvenes sicarios del cártel del Golfo. Las ejecuciones ocurrían en ritos sacrificiales dedicados al diablo. El 6 de mayo de 1989 fue detenida Sara Aldrete Villarreal, una rubia enorme a la que señalaron como “La Madrina” o la sacerdotisa del grupo. El mismo día y por la misma causa fue aprehendido El Duby.  La mayoría de los ejecutados fueron policías que trabajaban como “madrinas” o informantes para el cártel del Golfo, entre ellos se encontraban Joaquín Manzo Rodríguez y Roberto Rodríguez, ambos eran agentes antinarcóticos de la Policía Judicial Federal. En la fosa también aparecieron Rubén Vela Garza y Sergio Rodríguez, asesinados cuando intentaron robar tres toneladas de marihuana haciéndose pasar por judiciales. El Duby y los demás fueron llamados Los Narcosatánicos.

Tras la fuga, el grupo se ocultó 20 días en una casa de seguridad. Los hombres del Marino les llevaron comida y ropa. El grupo se mudó a Atizapán y regresó al oriente de la ciudad, a Chiconautla. Ahí planearon los nuevos asaltos. El Marino organizó al grupo. En abril planearon el robo de la sucursal Banamex de División del Norte y Churubusco, frente a la alberca olímpica.

Ricardo Arredondo El Richie y El Monterrey robaron un auto Celebrity en la colonia Narvarte, mientras que el Marino atracó una camioneta de Telmex que abordaron la madrugada del día siguiente para dirigirse al Distrito Federal; sería su primer golpe después de huir de prisión. Era 10 de abril de 1992.

A las 9:50 de la mañana, la camioneta de Telmex se detuvo frente a la sucursal. Caletri amagó al policía Alfredo Montoya Arreola, apostado adelante en una patrulla de la policía bancaria. Uno de los hombres armados le dijo al guardia de la entrada de la sucursal, Ángel Solís Moncada: “Si haces un movimiento te rompo la madre”. Ángel desistió de cualquier intento de sacar su pistola. Uno de los asaltantes golpeó en la cabeza al vigilante Ambrosio Flores Hernández y otros amagaron a los demás vigilantes. Vicente, hermano de Caletri, y el Duby y entraron al banco. Otros dos sometieron a un indicador. Uno más se dirigió a una cajera: “¡Danos las llaves o te cogemos aquí mismo!” Alcanzaron la bóveda. “¡Lléname este costal, y si queda algo los mato con todo el dinero que tengan!” Bocabajo, empleados y clientes escucharon el coro. “¡Uno, dos, tres, cuatro… vámonos!” Huyeron con más de 394 millones de pesos.

El 13 de mayo de 1992, en la esquina de Félix Cuevas y Amores, colonia Del Valle, a unos policías les pareció sospechoso un Ford Fairmont azul. Al registrarlo, los engomados no coincidían entre sí. Iluminaron con las linternas y encontraron armas de fuego y pastillas psicotrópicas. También a Héctor Cruz Nieto.

La situación era delicada en la ciudad de México. El Duby tenía familia en Matamoros y la banda decidió tomar vacaciones en Tamaulipas. A la semana se aburrieron y regresaron. Se desviaron a Matehuala, San Luis Potosí, donde El Duby también tenía unos amigos. Conocía a Guillermo Jiménez Látigo desde la secundaria. El primero se hizo bandido y el segundo agente de la incorregible Policía Federal de Caminos, ya también desaparecida. Jiménez Látigo estaba destacado en Matehuala, donde recibió la llamada del Duby. Quedaron de encontrarse. Guillermo buscó a su compadre Fernando Martínez Facundo en su rancho Los Cedrales, en Vanegas, San Luis Potosí.

El policía llegó con seis hombres, incluidos los hermanos Vicente y Andrés Caletri. Preguntó si podía alojarlos en el rancho. Martínez Facundo aceptó sin importar las armas que llevaban en la cintura. El Marino se interesó en el rifle automático AK47 de Martínez Facundo y pagó sin chistar cuatro millones de viejos pesos por el cuerno de chivo. El anfitrión también le vendió al Duby una pistola calibre .45 marca Colt. Los hombres estaban de buen humor. Como no hay vacaciones sin fotos, uno de ellos sacó una cámara fotográfica y toda la banda posó con las armas.

A la mañana siguiente, dividieron la banda en dos y asaltaron de manera simultánea dos bancos de Matehuala. Al León le tocó un tiro en la rodilla y no pudo escapar. La banda se reagrupó. Metieron las armas largas en petacas deportivas y éstas en la cajuela de la camioneta azul con franjas en los costados del Duby. Herido El León, el grupo regresó con el presentimiento de la sangre.

El Duby manejó parte de la madrugada del 31 de agosto de 1992. En Hidalgo, después de Ciudad Sahagún, una patrulla de la Policía Federal de Caminos los detuvo. El oficial le pidió los documentos al Duby, y éste le explicó que no traía licencia, pues el chofer era Caletri, quien descendió para hablar con el oficial. Le mostró una licencia de manejo –a nombre de José Alan Calero Rojas– y la tarjeta de circulación al policía Gerónimo García Castaño. Hablaron tres minutos a dos metros y medio de la patrulla colocada detrás de los ladrones y ocupada por el oficial Gustavo Sánchez Baylón.

–¿Qué llevan atrás? –preguntó Gerónimo.

–Nada –respondió Caletri sin convencerlo.

–Abre la cajuela –pidió el policía.

Las torretas de la patrulla daban pinceladas azules y rojas a la fresca madrugada del campo abierto de Hidalgo. Los faros también estaban prendidos y, a pesar de los vidrios polarizados, el policía Sánchez Baylón notó las maletas. Lo comentó y Gerónimo pidió a Caletri que las bajara. Dentro de la camioneta sólo se veían sombras. El asaltante dudó.

–¡Ábranlas! –ordenó Gerónimo.

Caletri trató de argumentar algo, pero esa madrugada no estaba para convencer a nadie. A dos metros de distancia, la luz y el plomo viajan a la misma velocidad. En la primera ráfaga de relámpagos, Gerónimo cayó al suelo, delante de la patrulla. Sánchez Baylón salió, desenfundó y respondió. Minuto y medio de fuego. Se quiso guarecer detrás de su vehículo y sintió un marrazo en la cadera derecha. Rengueó y se ocultó. Cambió el cargador y disparó de nuevo, pero el arma se trabó. Abrió el mecanismo e hizo un último disparo. Se dejó caer a la cuneta de la pista y rodó hacia la hierba. Permaneció inmóvil. Trataba de contener el jadeo, el grito de dolor. Pasaron cuatro minutos. Los ladrones arrancaron la camioneta y se fueron sin quitar el dedo del gatillo. Sánchez Baylón volvió a la carretera y buscó a su compañero. Aún estaba vivo. Trató de arrancar la patrulla. No pudo. Pidió ayuda por radio y llegó una ambulancia. Gerónimo murió en el hospital de un tiro calibre .45 que salió del arma en cuya venta participó Jiménez Látigo, su compañero.

Caletri había sentido cómo el fuego le entraba por la parte baja de la espalda y se le anidaba en los intestinos. Perdió el conocimiento. Kilómetros adelante, la banda abandonó la camioneta. Los federales revisaron entre las vestiduras llenas de sangre y encontraron la cámara fotográfica y dentro el rollo de película. En el laboratorio aparecieron los viejos conocidos. En una imagen, Leonardo Montiel Ruiz posaba con una subametralladora Ingram y a la altura de la cintura del lado izquierdo una pistola tipo escuadra. Andrés Caletri López cargaba un fusil M-1 con mira telescópica y en la mano izquierda una granada de mano. El Marino presumía una carabina AK47 en la mano derecha y a la altura de la cintura tenía clavada una pistola escuadra. El Duby mostraba a la cámara una granada en la mano derecha y en la cintura del mismo lado una escuadra.

Alguien más apareció en las imágenes. Martínez Facundo. Algún policía no dudó: “Es el compadre de Jiménez Látigo”.

El 1 de septiembre, una de las hermanas de Caletri, María Idalia, recibió una llamada del Hospital Rubén Leñero para que visitara al enfermo Nicolás Rojas Hernández. Después recibió varias llamadas anónimas con la aclaración de que se trataba de su hermano. La amenazaron –en esto coincidirían las declaraciones de los hermanos Caletri–: si no se hacía cargo del herido, matarían a sus tres hijos. También debía conseguir una clínica particular para el traslado del ladrón. María Idalia encontró un pequeño hospital en Nueva Aragón, Ciudad Neza.
Ocho días después, la Policía Judicial Federal recibió una llamada anónima, en sus oficinas de Cuernavaca. El pitazo adelantaba que la banda responsable de la muerte del federal Gerónimo García Castaño se reuniría en Los Reyes La Paz, sobre la carretera México-Texcoco, en el restaurante El Texcocano. Dos automóviles se estacionaron frente al comedor a las siete de la noche. La policía reconoció de inmediato al Marino y al Duby. El Marino corrió, disparó y sacó de una mochila de cintura una granada de mano. Se la llevó a la boca para sacarle la espoleta. El Marino, relacionado con al menos 67 homicidios, más de 50 asaltos bancarios y dos fugas, murió en el intento de estallar la piña.

También fue detenido José Luis Zamora Cornejo, formado, como El Duby, en la escuela de Ríos Galeana. Zamora Cornejo sería capturado nuevamente en mayo de 2000 mientras tenía secuestrado a Carlos Arizmendi Suárez, hijo y sobrino de los secuestradores Aureliano y Daniel Arizmendi El Mochaorejas.

Pretendían cobrar dos millones de dólares y luego vendieron el secuestro. Antes, en 1999, ya con los Arizmendi presos, el mismo Carlos Arizmendi fue secuestrado junto con sus hermanos, por cuyo rescate la familia de secuestradores debió pagar un millón 200 mil pesos. Zamora Cornejo identificó a Daniel Vanegas Martínez –hermano de la amante de Arizmendi y preso en una cárcel de máxima seguridad– como el informante de la situación económica de la familia del Mochaorejas. Zamora Cornejo no dijo mucho más. A los dos días de su último apresamiento fue encontrado muerto en un separo de la coordinación antisecuestros de la PGR. Una de las mangas de su camisa estaba atada al cuello y la otra a una de las rejillas del dormitorio.

Al día siguiente de la balacera en Texcoco, Caletri se dio de alta ante la insistencia del médico de la clínica privada de dar parte al ministerio público. María Idalia rentó un cuarto en la colonia Nueva Aragón, a cinco cuadras de su casa. Lo visitaba dos o tres veces a la semana, y contrató a alguien de confianza para que alimentara al herido y fuera a la farmacia cuando algo se necesitara. Ensopado por la fiebre, Caletri podía conciliar el sueño sólo durante algunas horas. Únicamente dormía en paz si tenía dos alacranes debajo de la cabeza. Dormía con un revólver .38 y una escuadra .45 debajo de la almohada.

La policía siguió a María Idalia. La detuvieron junto a su hermano Vicente y ambos llevaron a los oficiales al cuarto.

“¡Hija de la chingada, me traicionaste!”, aulló Caletri, ignorante de la muerte del Marino y la detención del Duby.

Se revolvió y sacó una pistola debajo de la almohada y disparó sin importar que entre él y los policías estuvieran sus hermanos. No hirió a nadie. Él mismo estaba demasiado herido.

En el Hospital General Balbuena se redactó meses después el parte médico de su estado:

Paciente que en septiembre de 1992 sufrió herida por proyectil de arma de fuego a nivel lumbar sin orificio de salida. Fue atendido en el hospital donde se efectuó laparotomía exploradora. Ingresó al Reclusorio Oriente con diagnóstico de ileostomía derecha, fístula mucosa del lado izquierdo y desnutrición de segundo grado. Su evolución ha sido buena. Se encuentra orientado globalmente, cursando su séptimo mes de pos operado con buen estado general, con peso dentro de lo normal, condiciones generales para reintervención quirúrgica, con ileostomía derecha canalizando gases y heces.

Caletri andaba por la vida con una bolsa de plástico en el costado derecho por donde defecaba sin control. Convaleciente, permaneció hasta el cuarto o quinto mes de reclusión en el área de celdas de nuevo ingreso. En ese tiempo entró a prisión un policía judicial del Distrito Federal llamado Camerino López, a quien pronto rodearon varios internos con la idea de matarlo, pues lo acusaban de haberlos detenido. Sin conocerlos, Caletri se refirió a los hombres como sus amigos. A partir de ese momento, los policías se escudaron en el ladrón.

“Esto lo hice con otros policías y comandantes de quienes no recuerdo sus nombres, pero entre ellos había un comandante acusado de dar protección [al narcotraficante] Rafael Caro Quintero”, declararía Caletri. Mejoró su salud y fue trasladado al módulo de máxima seguridad del Reclusorio Oriente. Se encontró con José Luis Canchola Sánchez El Canchola, otro asaltabancos. Y, más importante, conoció a Modesto Vivas Urzúa la Víbora y su familiar Benito Vivas El Viborón, recluidos por secuestro.

Las Víboras de Tlayca

Si Ríos Galeana le enseñó a Caletri el método para el asalto, El Viborón le dio cátedra de secuestro.

Las Víboras y sus principales socios, los hermanos José, Francisco y Liborio Colín Domínguez, se conocieron de niños en la milpa de Tlayca, municipio de Jonacatepec, Morelos. Era un pueblo de 500 personas cuyos niños dejaron de soñar con ser campesinos o migrar a Estados Unidos. Su fantasía era el secuestro. En esa zona del oriente de Morelos ocurrió su primer secuestro, el de Hugo Colín, hijo de José Colín Domínguez, homónimo del secuestrador de su hijo y próspero cebollero de la zona. Era 1983. Arizmendi, Caletri y Canchola eran sólo aprendices de ladrones. El agricultor exigió hablar con su hijo para asegurarse de que pagaría por un hombre vivo. El mensaje fue claro. Llegó una mano del muchacho.

–Ya me lo mataste, no te pago –dijo airado don José en la siguiente llamada.

Entonces le mandaron el brazo.

–Me lo hiciste pedazos, ya no es el mismo. No te pago.

Un mes después, el cuerpo de Hugo fue hallado en una barranca. Destrozado.

El nombre del secuestrador y asesino retumbó en las cañadas de la sierra morelense: Modesto Vivas Urzúa y su apodo, para los habitantes de los alrededores, debía corresponder con su esencia: la Víbora, quien habría aprendido el oficio de su mismo padre, el dueño del huevo de la serpiente. El rumor dijo algo más de él. Tenía un diablo grabado en el corazón y otro en la espalda; una víbora los unía de lado a lado.

El 22 de octubre de 1993 se giró una orden de aprehensión contra El Viborón, Miguel Ángel Vivas Urzúa y Luciano Urzúa Vivas por el asesinato de Raúl Aguirre Rosas y los secuestros de Efraín Sotelo Eloísa y Gabriel Gutiérrez Albarrán. Las Víboras no andaban solos. Al menos desde entonces trabajaban con Israel Ávila Hernández el Ronco. Se les perseguía además por encubrimiento y asociación delictuosa.

En 1994, Las Víboras fueron detenidos y presos en el Reclusorio Oriente de la ciudad de México. Llegaron la Víbora, Gaudencio Cuenca Palacios la Gata, Eugenio Cuenca Palacios el Pelón, el Viborón, el Ronco, Maximiliano Vivas Ocampo el Max, Julio Vivas Urzúa el July, Carlos Mandujano Gómez y Sirenio Alvear Pérez, estos dos últimos acusados también por delitos contra la salud. La policía los relacionó con 15 plagios a empresarios y comerciantes de Morelos, Querétaro, Puebla, Tabasco, Hidalgo y el Estado de México, con ganancias totales de cinco millones 210 mil nuevos pesos. También con el asesinato de dos comandantes y un policía de la Judicial de Morelos y la muerte de un corredor de caballos que se resistió al levantón.

Los secuestros y los secuestradores, como si fueran parte de una red infinita, nunca terminan de tejerse. La malla unió las vidas de Las Víboras y los Arizmendi. La relación se dio por medio del Ronco.

El secuestro de Karlio Alonso Hernández, hecho a mediados de 1996 por la banda del Mochaorejas, coincidió en tiempo y lugar, Ciudad Neza, con el plagio de otro joven, Alberto Quiles, hijo del entonces Diputado priísta Eduardo Quiles. El comandante Alberto Pliego asesoró al político. De la calle llegó la noticia de que Alberto estaba plagiado en la discoteca Skates, propiedad de Arizmendi. Armaron un operativo. La policía hizo detenciones y rescataron a un joven ensangrentado al que le faltaba una oreja. Pero no era Alberto, sino Karlio. Este rescate es la primera referencia documental de la relación que tuvieron el policía Pliego y el secuestrador Arizmendi. El plagio de Quiles continuó.

“No le avises a la policía, hijo de tu pinche madre, porque si no mato a tu hijo”, exigió una voz gruesa al Diputado y éste pagó 700 mil pesos.

La policía judicial del Estado de México supo que los secuestradores estaban en una casa de Los Reyes La Paz. Tras un tiroteo, detuvieron al Ronco y otros dos. Admitieron el plagio de Quiles y de 20 personas más. La captura se dio gracias a que antes fue apresado El Viborón, a quien hicieron escuchar un casete de las negociaciones de Quiles con el secuestrador, cuya voz reconoció como la de su compadre Israel Ávila Hernández. Se descartó la participación de Arizmendi en ese asunto.

Pero se obvió el testimonio de Araceli Morán Ramírez –relacionada con Arizmendi–, quien declaró bajo protección especial a testigos: “Daniel Arizmendi me comentó de un encargo que le había pedido el Diputado Quiles y que, a pesar de haberle cumplido, no le había pagado. Por eso secuestró a su hijo”.

El Diputado Quiles negó cualquier relación con Arizmendi.

En marzo de 1996 la Víbora fue al penal federal de Puente Grande, en Jalisco. El Viborón, Héctor Cruz y Alfredo García Santiago chocaron en 1997 con la policía de Puebla y murieron. En abril de ese año, Maximiliano Vivas Ocampo y siete integrantes de la banda fueron detenidos.Julio Vivas Urzúa El July sigue libre, según el listado de los más buscados de la PGR.

El municipio de Tlayca vería florecer entre los suyos a otras dos bandas. La capitaneada por Francisco Colín Domínguez El Chale, y sus descendientes Los Jeremías, dirigidos por Asael Alejandre Roldán. Este último se “suicidó” el 18 de abril de 2008 en las instalaciones de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada de la PGR, en una zona con circuito cerrado de televisión y vigilancia las 24 horas del día.

La herencia de Las Víboras es un árbol genealógico de al menos 107 secuestradores, uno de ellos, fundamental en el crecimiento de la Hidra, fue Nicolás Andrés Caletri.

Andrés Caletri se recuperó en el Reclusorio Oriente del balazo en la parte baja de la espalda. Estaba en proceso por asociación delictuosa, daño en propiedad ajena, defraudación fiscal, evasión de presos, homicidio calificado, lesiones leves, portación de arma prohibida, posesión de armas para uso exclusivo del Ejército y robo simple. Muchos años. Resurgió la idea de la fuga. El Canchola y Héctor Cruz Nieto tenían las armas de fuego. Se fugaron el 30 de diciembre de 1995 y se ocultaron en una casa de Aragón durante 25 días. El Canchola y Héctor Cruz Nieto bebían demasiado y andaban por cualquier parte en un auto robado.

El resto del grupo se imaginó de regreso a la prisión y se separaron. Las declaraciones de Caletri y Canchola son coincidentes en esto: nunca más volvieron a trabajar juntos. La policía insiste en que sí y en que Canchola quedó subordinado a Caletri. En los expedientes de uno y otro, la única concurrencia es la fuga de 1995.

Veinticinco días antes de la fuga del Reclusorio Oriente, las autoridades carcelarias ya sabían de los planes de evasión. Pero el rumor soplaba hacia Eduardo Carranco Guzmán, Néstor Williams Galindo y Efraín Montes de Oca, cuñado de Caletri y también aprendiz de Ríos Galeana; entonces se ordenó que éstos fueran trasladados.

Pero los demás se fugaron.

El contacto en el exterior señalado por el Canchola fue Alejandra Cortez Lagos La Pécoras, novia de Cruz Nieto. La mujer introducía droga para el grupo al interior de la cárcel y, el mismo día de la fuga, los encontró en el Vips del aeropuerto a las 11 de la noche. En la versión del Canchola se reunieron seis: El Viborón, Caletri, Cruz Nieto, El Armando, la Víbora y él mismo. Alejandra los acomodó en la casa de una amiga, en la Avenida Central de Ecatepec.

“Comenzamos a tener problemas y nos fuimos la Víbora, Armando y yo al Hotel Ecatepec y después a otros hoteles de la ciudad. Nos detuvieron y regresamos al Reclusorio Oriente 42 días después de que nos habíamos escapado”, declararía el Canchola.

Tras separarse del Canchola y La Víbora, Caletri, Cruz Nieto y El Viborón siguieron al suroriente del Estado de México. Se ocultaron un mes en la casa de un amigo de Caletri, en Amecameca. El receso terminó y, como el Viborón conocía cada metro de Morelos, escogieron asaltar la sucursal de Bancomer en el centro de Cuautla. Cruz Nieto sumó dos miembros a la banda, Héctor Peralta Vázquez el Papis y Erick Sánchez Chávez El Erick. Se llevaron un millón 100 mil pesos.

El Viborón planteó que el secuestro era más rentable y más seguro que los asaltos bancarios. Fue convincente y Caletri se hizo secuestrador a mediados de 1996. Raptaron al propietario de unos establos en la carretera que va a Cuautla. No hubo persecución ni cuernos de chivo a media calle. Entraron al rancho y se metieron por el hombre a la habitación que tenía convertida en oficina, como si atracaran la bóveda de un banco.

Lo llevaron a un pueblito cercano a Chalco y lo interrogaron. Se equivocaron de hombre. Tenían al yerno del dueño de los establos. Pero siguieron adelante. El Viborón, el experto, negoció y en cómo hacerlo le dio una lección a Caletri, quien resolvió la segunda parte más arriesgada para un secuestrador, recoger el dinero. La primera es detener a la víctima y llevarla a la casa de seguridad. Caletri recogió el dinero en Los Limones, una comunidad cercana a Tlayca, Morelos, la tierra de Las Víboras.

Dos meses después plagiaron al propietario de una bodega de fertilizantes y alimento para ganado. Participaron el Viborón, Héctor Cruz Nieto, Caletri y Liborio Colín Domínguez el Alacrán, también oriundo de Tlayca. Siguieron los pasos del trabajo anterior. Armados, llegaron a la bodega a las orillas de Cuautla. Arrastraron al hombre hasta unas cuevas cercanas a Tlayca. Lo cuidaron Caletri y El Alacrán.

Caletri vivió la siguiente separación de su banda a finales de 1996. El Viborón propuso a Caletri y el Alacrán el plagio del agricultor de cebollas a cuyo hijo habían levantado y asesinado los mismos Víboras 12 años atrás. Liborio se rascó la cabeza. “Ese señor tiene familiares en el Ejército y la policía”, sentenció y se negó a participar. Caletri siguió el ejemplo. Al día siguiente, Cuautla se llenó de los rumores del secuestro del cebollero. Caletri y El Alacrán subieron a las cuevas donde vivían, a dos kilómetros y medio del caserío. Desde la altura veían todas las entradas del pueblo. A los tres días, como si fuera un hormiguero pisado, observaron Tlayca infestado por policías corriendo por todos lados. José Colín Domínguez, el secuestrador, subió a la caverna y todos se alejaron caminando hasta un pueblito cercano. Caletri no cesaba de maldecir mientras huía. Dejó un millón de pesos ocultos entre el maíz guardado en la troje de Liborio. Y, según sus palabras, no supo del Viborón y de Héctor Cruz Nieto hasta 1997, cuando leyó en la prensa que habían muerto en un tiroteo con la policía.

Caletri continuó con un secuestro que en realidad no inició él. Fue el plagio de un vendedor de ropa en Tepito, a finales de 1996. Lo levantaron  el Erick, Juan León Maya el Brandon, Moisés El Moy y Víctor Hugo Anduaga Campos El Negro. Lo cuidaron Caletri y El Alacrán; un hermano de éste, Francisco, les llevaba la comida. Moisés pidió a Caletri que llevara las negociaciones. En las enseñanzas del Viborón, el negociador no podía ser un fantasma sin nombre. Caletri se identificó como Mantequilla y Napoleón. Se le atribuyeron otras claves: Capricornio, el Mexicano, Pirata, Zedillo –en alusión al presidente de México–, Centauro del Norte y Fidel Castro.

Las negociaciones que dirigía Caletri no duraban más de un mes. El secuestrador consideraba que si la familia no reunía el dinero en ese tiempo ya no podría juntar más. Cuando transcurrían los 30 días, se comunicaba con los familiares, preguntaba cuánto tenían y daba indicaciones para el pago.

Caletri aceptó haber participado en seis secuestros más, pero en adelante sólo lo hizo como negociador y cobrador. Quienes hacían los levantones le proporcionaban los números telefónicos de los familiares de las víctimas y demás datos necesarios para plantear el rescate. En ocasiones, Caletri señalaba al siguiente secuestrado, otras se enteraba del plagio hasta que alguien le pedía contactar a la familia del secuestrado o, en los últimos casos, simplemente ir por el dinero. Aunque el negociador es identificado como el líder de la banda, principalmente por tener certeza del monto a pagar, en varios de los asuntos en los que trabajó, Caletri desconoció toda la parte anterior del plagio tradicional: selección de la víctima; investigación de sus bienes y los de su familia, las rutinas de uno y otros; asignación de funciones entre los miembros de la banda; disposición de la casa de seguridad; robo de autos para la operación de detención; levantamiento de la víctima; plan de traslado; ubicación del secuestrado en la casa de seguridad; interrogatorio; cuidado, y, con frecuencia, soborno a la policía.

Caletri, según las versiones policiacas, es retratado como el dueño de un conjunto de bandas de secuestradores. Pero a la vista de los expedientes era más bien un comodín que sólo participaba en dos de las partes más comprometedoras del secuestro, la negociación, por el registro de voz, y el cobro, pues ya no existe la ventaja de la sorpresa y la presencia de un secuestrador es obligada. Otro segmento de alto riesgo es la compra de protección con las autoridades. Por eso las bandas que más perduran no son simples células, sino estructuras donde sólo algunos saben con certeza quiénes son todos los cómplices.

Si Arizmendi dio una lección sobre el uso de la violencia como el principal valor de su empresa y la constitución de ésta a partir de la familia, la carrera de Caletri es muestra de cómo las prisiones mexicanas son el mejor medio para el establecimiento de una red criminal flexible, en la que algunos de sus integrantes se relacionan con cierta independencia y se convierten en verdaderos seleccionados nacionales del crimen. Dos hombres son ejemplo de esto. El Papis y el Jarocho, compadres entre sí. Trabajaron bajo las órdenes del Marino, brazo derecho de Ríos Galeana; Caletri; El Negro Anduaga, y El Coronel. El Papis operaba los secuestros y asaltos en el terreno físico sin asomo de miedo, entendiendo perfectamente el estado de ánimo del resto del grupo y motivándolo.

El Jarocho es el doctor Jekyll y míster Hyde y la pócima que convierte a uno en el otro es un arma de fuego. De carácter introvertido a pesar de su origen veracruzano, se transforma con cualquier tipo de arma de fuego en la mano, como si el pedazo de metal se hiciera parte de su cuerpo, útil no sólo para disparar, sino como objeto contundente. Y es excelente al volante. La combinación le resultaba intimidante a los policías en los enfrentamientos.

El Papis y El Jarocho estuvieron nuevamente juntos en la Penitenciaría del Distrito Federal. Y las historias que salen de ahí difieren de la idea construida de Caletri, de quien se dice que hasta hizo fajina, sin habilidad de planear, disparar ni manejar. Pero cada gramo suyo estaba hecho de coraje.

El cuarto secuestro en el que trabajó Caletri fue el de un hombre joven con negocios en tianguis. Fue levantado por Moisés, el Negro, el Erick, Juan León Maya y el Papis. Nuevamente Caletri y el Alacrán lo mantuvieron oculto en las cuevas de Tlayca. A mediados de 1997, la banda secuestró al dueño de una fábrica de carrocerías de microbuses. Lo secuestraron Moisés, Erick, Víctor Hugo Anduaga Campos, El Oaxaqueño, El Papis y Juan León Maya. Fue cuidado por el Chaparro. Siguió el socio de la empresa Tameme, en los últimos meses de 1997. Caletri ignoró dónde lo tuvieron cautivo. “Sólo participé junto con Víctor, el Papis y Erick en el cobro del rescate en las vías del tren de Ciudad Sahagún, pues las negociaciones las hizo Víctor Hugo Anduaga”.

En su séptimo asunto, Caletri recuperó el papel de negociador y habló con la esposa del secuestrado, quien suplicaba por la vida de su marido por no tener dinero.

“Le voy a cortar la cabeza y me lo voy a comer en pozole”, dijo Caletri.

La forma de cobrar siempre fue la misma, tomada del manual del Viborón. Según palabras del propio secuestrador, pactado el rescate, Caletri daba indicaciones para su entrega. No le gustaba cobrar de día. Pedía a la persona responsable de transportar el dinero que llenara el tanque de gasolina del auto y que llevara un celular –cuyo número debía proporcionar a Caletri y a nadie más–, así como todos los detalles del vehículo. Indicaba una ruta determinada, donde había algún miembro del grupo vigilando que no llevaran policía ni compañía. Verificado esto, Caletri recibía el visto bueno de su compañero y entonces señalaba la verdadera ruta a seguir, generalmente un camino de terracería que seguían hasta la señal acordada: una bandera de México, un garrafón de agua vacío o una camisa roja. Ahí debían dejar el dinero. Caletri salía de un escondite cercano, tomaba el dinero y caminaba campo traviesa hasta siete horas para evitar cualquier sorpresa. Siempre llevaba la .38 súper que le compró a un camionero en la Central de Abasto del Distrito Federal. Si el dinero estaba completo y sin marcas, liberaba al secuestrado.

A finales de 1997 les tocó al propietario de unas minas en el Distrito Federal, Eusebio Carranza, un hombre diabético, y a su hijo de cinco años. Juan León Maya el Brandon buscó a Caletri para avisarle que ya tenían a la persona. También lo levantaron Pedro Oliva García el Chaparro, un indígena oaxaqueño integrado en sus inicios delincuenciales con Ríos Galeana, y dos paisanos suyos, uno de ellos apodado el Gelatina, porque siempre temblaba, como si tuviera un incesante tic nervioso. Caletri negoció con la hija mayor del empresario. Como prueba de vida, la mujer le pidió el nombre de un caballo que tenía su padre. El hombre dio el detalle de que el animal podía abrir la cerca de su caballeriza con el hocico.

“Después de este secuestro –declaró Caletri– perdí comunicación con Víctor Hugo Anduaga Campos, Juan León Maya, el Papis, el Erick y el Gelatina. Se sentían con mucha seguridad para hacer sus secuestros solos. Esto fue a finales de 1997. Yo me enteré por el programa de televisión Duro y Directo que detuvieron a Víctor Hugo el Negro Anduaga”.

* * *
Andrés Caletri pensó en el retiro y se ocultó en la ciudad de Puebla con un millón de pesos. Nadaba y jugaba basquetbol en el club deportivo Britania. No tuvo domicilio fijo. Vivió durante cortas temporadas en hoteles pequeños del estado y alguno de Huamantla, Tlaxcala. Conoció a una mujer, Yolanda la Güera. Se enamoraron. El plagiario compró una camioneta usada Cherokee 1997 color gris en poco más de 200 mil pesos y un Mustang rojo 1995 en 190 mil pesos. A principios de 1998 recibió una llamada del Chaparro, quien le propuso el noveno secuestro y último delito en el que Caletri admitió su participación. La víctima fue el dueño de una pollería, como lo fuera el primer hombre a quien Caletri aceptó haber robado en su vida. Después de ese trabajo, Caletri presintió a la policía y dejó los autos con la Güera, a quien también le encargó 500 mil pesos, y siguió camino a Oaxaca.

“La Güera y yo nos habíamos fotografiado juntos. Ella le dio el rollo a su sobrino Cristian para que lo revelara”, declararía Caletri, desmemoriado de las revelaciones hechas por el rollo fotográfico encontrado tras el tiroteo en Hidalgo, cuando un policía murió y él resultó herido.

“El sobrino de la Güera le entregó las fotos incompletas diciendo que todavía no se las habían entregado. No era cierto. Supo que yo hacía cosas fuera de la ley y le proporcionó las imágenes a un Policía Judicial del Distrito Federal al que apodaban el Oso. Le dio también la dirección de la casa donde ella vivía. El Oso llegó con otros 10 policías, quienes la detuvieron cuando conducía el Mustang rojo. La secuestraron y se la llevaron a una casa, donde la mantuvieron durante varios días y la golpearon varias veces. Cuando los policías se dieron cuenta de que en verdad ella no sabía dónde podían localizarme, le exigieron un millón de pesos. Ella les entregó los 500 mil pesos en efectivo que yo le había dejado y vendió los dos vehículos para completar. Ella estaba embarazada y a consecuencia de los golpes abortó al hijo que íbamos a tener”.

Al secuestrador sólo le quedaban los 300 mil pesos que le tocaron del último trabajo. Vagó un mes por Puerto Escondido, Oaxaca, y se refugió después en un pueblo del Océano Pacífico llamado El Charquito, donde Caletri, según sus palabras, dejó de ser secuestrador para convertirse en pescador. Tal vez. Nunca fue ni pretendió ser un hombre sofisticado.

Se encontró tan pobre como estaba cuando 17 años antes lo defraudaron los yucatecos. Se estableció en Pinotepa Nacional, Oaxaca, cerca de donde nació, y compró un terreno de 25 metros de ancho por 23 de largo, a la orilla de la Laguna de Corralero. Construyó una casa minúscula y rentó terrenos en los alrededores para sembrar jitomate y papaya. De alguna manera se profesionalizó. Consiguió asistencia de un ingeniero agrónomo para uso de plaguicidas y trató con un comprador en la Central de Abasto.

Caletri tenía tres años sin ver a su esposa e hijo, a quienes siempre envió dinero. Les hablaba desde casetas públicas de los pueblos de Rancho Viejo, La Estancia o Mancuernas. Siempre le pedía a su mujer que a su hijo le diera pequeñas y progresivas dosis de verdad para que entendiera su ausencia. La policía ya tenía intervenido el teléfono de la caseta a donde se comunicaba Caletri para hablar con su esposa.

–¿Cuándo nos vamos a ver? –preguntó A. a su padre.

–Me voy a poner de acuerdo con tu mamá –respondió Caletri y pidió hablar con E.

Comentaron sobre la exhumación de los restos de Vicente (hermano de Caletri) de un panteón del Estado de México para enterrarlo en un cementerio de Pinotepa Nacional, donde estaba enterrada su madre, y a donde Caletri no pudo ir porque la policía no se despegaba un minuto.

En otra conversación, en diciembre de 1999, E. comentó del robo de un Volkswagen por parte de los “perros”, en referencia a los policías.

–Pero eso no importa –dijo ella–, me encontraron un tumor en la matriz. Me deben operar y me la van a quitar. Estoy muy triste, porque quiero tener otro bebé. Me siento muy sola.

–No es posible. No puedo ir por todos los problemas. Tú sabes bien cómo está la situación –explicó Caletri.

–Me pueden hacer una inseminación artificial en un banco de semen…

–Yo debo ser el papá.

–Entonces déjame verte.

–No. La situación está muy difícil, tú lo sabes. No puedes venir. Pero haz lo que tú consideres. Para que estés tranquila cómprate otro carro y una casa allá –quiso confortar Caletri, en referencia a un sitio en Querétaro, donde el padre de E. tenía un terreno.

“Empecé a ganar un poco de dinero y había decidido ya no delinquir”, declararía Caletri. Tarde para él. Vivió en Corralero menos de un año.
El 21 de febrero de 2000, bajo el sol de mediodía que incendia cada átomo de polvo, Caletri salió de su parcela. Manejó el Renault 18 modelo 1980 color negro, su último auto, y se detuvo frente a la caseta telefónica de Rancho Viejo. Sacó de su cartera negra un papelito amarillo donde tenía anotado el teléfono de la caseta de Chalco, Estado de México, a la que se comunicaba con su hijo. Pidió por A., como hacía cada mes. La mujer que contestó le pidió hablar nuevamente en 10 minutos para ir por el niño. Caletri esperó. El calor derretía el horizonte. Miró su reloj y pidió de nuevo la llamada. Padre e hijo se saludaron, iniciaron la rutina sobre las clases de natación, ayudar a su madre, portarse bien. De la tierra chamuscada apareció una estampida de policías.

Soltó el auricular.

Dijo llamarse Fernando Ramírez García, les mostró una credencial de elector y una licencia de conducir, pero al poco tiempo admitió su verdadero nombre. Esculcaron su auto y encontraron sus últimos ocho mil 100 pesos y, al lado, la vieja Colt .38 súper, tipo escuadra y cromada, como el alacrán que lo arrullaba en las noches de fiebre y pedazos de estómago saliéndole por el cuero.

“Coopero con la autoridad y por ello he manifestado todos los hechos que son de mi conocimiento y en los que he participado con el objeto de que no se inmiscuya a mi esposa ni a mi hijo. Me han dicho que si colaboro la situación de mi esposa se resolverá conforme a derecho.”

En el único momento en que se mostró altivo durante el interrogatorio, Caletri diría:

“Personalmente jamás utilicé protección de la policía. No confío en la policía […] Que yo sepa, nunca he tenido un apodo. Nunca he permitido que me digan de ninguna manera distinta a mi nombre”.

Pero Caletri, como con todos los habitantes de su mundo ocurre, también fue rebautizado. Se le llamó el Hermano Coraje. *

Fuentes documentales:

Averiguación previa PGR/UEDO/006/00.

Averiguación previa por la evasión: IZP/70-9/1020/02-06.

Causa penal 37/82 en el Juzgado 29 de lo Penal por los delitos de homicidio, asociación delictuosa, robo condenado a 19 años, cinco meses.

Toca penal 16/94 instruida por el Tribunal Unitario del Primer Circuito.

Causa penal 26/94 por portación de arma de fuego reservada para uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza aérea instruida por Fernando Hernández Piña, juez 2 de Distrito en Materia Penal del Distrito Federal.

Causa penal 124/92 por homicidio, portación de arma de fuego reservada para uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza área, asociación delictuosa, cometido contra funcionarios públicos, lesiones y portación de arma de fuego resuelta contra Andrés Caletri y Álvaro Darío de León Valdez; sentencia de 14 años de prisión por la juez 3 de Distrito en Materia Penal del Distrito Federal, Olga Sánchez Contreras.

Causas penales 12/92, 88/92 y 92/92 por los delitos de evasión de presos, robo y asociación delictuosa instruidas por el juez 16 de lo Penal del Distrito Federal, Roberto Martín López.

Causa penal 165/92 por robo instruida por el juez 16 de lo Penal del Distrito Federal, Roberto Martín López.

Causa penal 28/2000 resuelta por Octavio Bolaños Valadez, juez 3 de Distrito en Materia de Procesos Penales Federales en el Estado de México. Sentencia dictada el 17 de octubre de 2008.

Causa penal 124/92 Juzgado 3 de Distrito.

Cuando en el futuro se revise la abundante historia delictiva mexicana, uno de los capítulos más gruesos será sobre el secuestro; el estado de Morelos aparecerá como primera cita y uno de los personajes principales será Daniel Arizmendi, “El Mochaorejas”, hombre de una crueldad que supera, a veces, la imaginación. Arizmendi es un producto casi completamente morelense: ahí nació, allí fue policía judicial y allí aprendió a robar autos; allí ocultó a su familia y los centenarios de oro que arrancaba a las familias de sus secuestrados, luego de mutilarlos. La parte de Arizmendi que no es morelense, es mexiquense: creció en Neza, se inició allí como secuestrador y es la Policía Judicial local la que lo protegió.

Gran parte de esta historia está escrita en primera persona. El periodista tuvo que recurrir a más de 60 fuentes para reconstruir un relato que tiene mucho de cinismo y revela el alma oscura de uno de los personajes más nefastos de la historia reciente de México.
Cuando lea usted este relato, piense que en estos momentos cientos o miles de familias están viviendo la misma tragedia, mientras que cientos o miles de secuestradores caminan por las calles de México en total impunidad.

El secuestro es el delito que más ha crecido en la actual administración federal… 
Secuestro: Todos los caminos llevan a Morelos,

He sido un hombre de oficios. El primero lo aprendí al lado de mi padre y fui tejedor de chambritas y bufandas en su taller, un cuartucho miserable y perdido en el llano de polvo y smog al que llaman Ciudad Nezahualcóyotl, el coyote hambriento, el rey poeta. El último procedimiento de mi oficio definitivo lo conocí en la memoria de la mano ensangrentada de un tío, herida por el vidrio de una botella rota de cerveza: corrió al patio e incendió un pedazo de estopa, despidió la flama de un soplido y la apretó contra el manantial rojo. Dejó de escurrir sangre antes que terminara de gritar. Por eso, cuando yo llevé por primera vez una tijera hecha para destazar pollos a la oreja de algún hombre, con mi hermano Aurelio arrodillado en su pecho, hice fuego un pedazo de trapo y lo puse junto a su cabeza. Ese fue mi bautismo. Ese día dejé de ser un Daniel cualquiera, un Arizmendi como los demás. Ese día nació el Mochaorejas.

Yo nací en Miacatlán, Morelos, el 22 de julio de 1958. Mis padres fueron María López y Catarino Arizmendi. Migraron a la ciudad de México en 1967. Así llegamos mis hermanos Juan Ubaldo, Aurelio, Diego y yo. La calle tenía por nombre un número, Seis, en la colonia San Juan Pantitlán, en Iztapalapa. Me hicieron una prueba para entrar a la escuela. Reprobé y, a los nueve años, repetí el segundo año de primaria en la escuela Juan de la Luz Enríquez.

Catarino fue alcohólico, celoso hasta la enfermedad y golpeador de la madre de Daniel. El maltrato físico no terminaba en María, sino que continuaba a los cuatro hijos, Daniel el segundo de éstos. Y no sólo el hombre golpeaba al muchacho de orejas enormes, la madre también lo hacía. El matrimonio terminó cuando Daniel tenía alrededor de ocho años. Los muchachos se quedaron con ella, pero María también huyó de ellos y regresaron con Catarino. Daniel decía que cuando su madre muriera no lloraría ante su cadáver.

Siempre fui tranquilo. Jugué trompo, canicas y balero. También me gustaba estudiar y repetí el quinto año de primaria. Luego fuimos a vivir a la calle de Mario 101, en Ciudad Nezahualcóyotl. Entré a dos secundarias. Una estaba en Los Reyes La Paz, la otra en Neza. No terminé en ninguna, ni siquiera el primer grado, y a los 16 años trabajé en el taller de mi padre. Tenía seis máquinas tejedoras de lana. Hacía bufandas, gorras y chambritas para bebé. Ganaba 240 pesos, poquito más que el salario mínimo de entonces. Trabajaba de las seis o siete de la mañana a las dos o tres de la tarde. Después jugaba futbol con mis amigos. Trabajé en el taller hasta los 20 años de edad. Me hice novio de María de Lourdes Arias. Ella estudiaba en la Escuela Nacional Preparatoria de Zaragoza de la Universidad Nacional Autónoma de México. Nos casamos, porque quedó embarazada de mi hijo Daniel.

Se casaron el 27 de agosto de 1977 y tuvieron dos hijos: Daniel y S. Tras la boda, fueron a vivir a la casa del padre de Daniel.

Su esposa lo conoció de vista desde los 10 años de edad. María de Lourdes lo veía solitario y tímido en la calle, sin amistades. Con las orejas enormes. Sintió lástima y deseos de protegerlo. La vida conyugal se caracterizó desde el inicio por la fragilidad emocional, nulas manifestaciones de afecto de parte de Daniel hacia su esposa e hijos, ausentismo frecuente al hogar. Daniel era alcohólico e irresponsable, incapaz de conseguir y mantener un empleo. Cuando bebía, se tornaba sumamente violento. Como su padre, fue celoso hasta el delirio, y golpeó a su mujer varias ocasiones por sospechas de infidelidad. Algo más le pudría el hígado a Daniel. María de Lourdes había estudiado y tenía trabajo estable como enfermera en el Seguro Social. El hombre se sentía diminuto al lado de su mujer. Pero los celos eran más. Daniel se aparecía intempestivamente en los hospitales con la dolorosa fantasía de sorprenderla mientras lo engañaba. O, en la estrategia contraria, se ocultaba durante horas para verla entrar o salir. Ya no quiso tragar más de esos fósforos que se le encendían en el esófago y prohibió trabajar a su mujer. Ninguno de sus hijos recuerda una muestra de afecto del padre. Prácticamente no hablaba con ellos. Cuando estaba en casa se dedicaba a cuidar su automóvil, lavarlo y efectuarle reparaciones menores. Sus hijos preguntaban a María de Lourdes si su padre los quería o no. Arizmendi nunca impuso normas o límites a su hijos, no se interesaba por sus actividades escolares ni por cualquier aspecto de su desarrollo. Al parecer la indiferencia afectiva sólo se rompía para golpearlos cuando hacían algo que le afectaba. Su hijo recuerda una ocasión en que lo golpeó brutalmente con un cinturón después de que lo descubrió jugando con su pistola.

A los 20 años me aburrí del taller de mi padre y conseguí trabajo en la fábrica de ligas León. Ganaba 80 pesos semanales. Manejaba una máquina que no me dejaba descansar. Inmediatamente después de salir del aparato, debía poner talco a las ligas o se pegaban y todo quedaba estropeado. Y como ni podía ir al baño, renuncié. Entré como empleado a la Secretaría de Marina. Contaba cartuchos de diferentes calibres, cortaba hilos de las mochilas que ahí se fabricaban, lavaba carros de los empleados y hasta la hice de barrendero. Tampoco me gustó ese trabajo. Era demasiado rígido. Ganaba 90 pesos, poco más que el salario mínimo de obrero de ese entonces. Pero mi esposa necesitaba el seguro médico para dar a luz y aguanté dos o tres meses más. Después trabajé como chofer particular de un contratista de obra. Trabajé con él de los 20 años a los 24. Mi esposa ya trabajaba y ambos ahorramos.

Con ahorros y tandas, la pareja reunió 800 pesos. Compraron una camioneta Combi usada que convirtieron en transporte público en la ruta del metro Aeropuerto a Texcoco y Chapingo. Daniel fue el chofer durante el año que tuvieron el vehículo. La vendió, porque la pareja planeó comprar un terreno y fincar su casa. Sin embargo, Arizmendi cambió de decisión y compró una motocicleta.

El transporte público no me aportaba mucho dinero. Sólo dejaba para la gasolina, refacciones, medio comer y pues, la verdad, las cosas tampoco salieron bien, porque yo era un poco flojo.

Entré a la Policía Judicial de Morelos a los 26 años de edad por recomendación del suegro de mi hermano Aurelio. Lauro Ortega era procurador de Justicia del estado. Estuve sólo dos meses; salí por el cese de toda la policía. En los separos del ministerio público conocí a un detenido, el Móvil, un gordito de piel blanca. Me explicó cómo robaba autos Volkswagen utilizando desarmador y pinzas de presión. Cuando salí de la Policía Judicial, me puse a practicar por mi cuenta. Aprendí bien a abrir y prender los carros. Los robaba en centros comerciales, como Plaza Aragón. Luego les quitaba el motor para venderlos. Me robé entre 100 y 150 vochos, Combis y Caribes. Me ayudaba mi hermano Aurelio, que era agente de investigación de robo de autos de la Policía Judicial de Morelos.

Tenía otro hermano, Juan Farfán Echevarría. No era mi hermano, pero así le decía, porque llegó con nosotros desde niño, después de la muerte de sus padres, mis padrinos. Juan me presentó gente de Tuxtepec, Oaxaca, como Ángel Armas Ruiz y Juan Almazán. Esto fue en 1984. Me pedían Caribes, Volkswagen sedán, Combis. Se los llevaba hasta Oaxaca en 200 pesos cada vehículo.

Juan Farfán Echeverría fue a Tuxtepec a trabajar en una empresa constructora. Un chofer del dueño de esa empresa preguntó a los hermanos Arizmendi si podían conseguir un auto “chocolate”, un coche americano sin legalizar. Aurelio contestó que sí y preguntó para qué lo quería. El hombre dijo que para remarcarlos y le explicó la idea de cambiar los números de serie de un auto. Aurelio había pertenecido a una pandilla de Neza llamada Los Carniceros. Luego se había empleado en una pequeña fábrica de cocinas de acero inoxidable. Tuvo la idea de remarcar las series golpeando la lámina por la parte de atrás para levantar los números, luego lijarlos y finalmente pintarlos. Así lo hicieron en adelante. Robaban personalmente los autos en centros comerciales del Valle de México, como Plaza Aragón y Plaza Satélite. Vendían algunos en tianguis del oriente de la ciudad de México y otros en Oaxaca. En seis meses, los hermanos reunieron una banda de 15 personas. Cada quien tenía una actividad específica: unos robaban, otros remarcaban y los demás revendían. Daniel y Aurelio administraban y dirigían. Según Aurelio procesaban 20 vehículos al mes. Las ganancias eran de 90 mil pesos a la semana, ya libres del pago a los demás integrantes de la organización y del pago de las placas de circulación que se le ponían a los carros. Al principio, Aurelio Arizmendi conseguía las láminas y, a partir de 1993, las compraron a Daniel Vanegas Martínez, a quien Daniel conoció a través de Joaquín Parra Zúñiga.

II. Viaje al origen
de una banda
Fui detenido por la Policía Judicial del Estado de México durante la segunda o tercera posada de diciembre de 1990. También agarraron a mi hermano Aurelio, Ángel Armas Ruiz, Joaquín Parra Zúñiga y el Bigotes. Nos encerraron en la cárcel de Barrientos, Tlalnepantla. El proceso duró cinco meses. Hablamos con un licenciado de nombre Juan Manuel, agente del ministerio público adscrito al Juzgado Quinto en Materia Penal de Barrientos. Mi familia empeñó una casa y consiguió dinero prestado para pagarle 70 millones de pesos de entonces.

Por propuesta de Daniel, el grupo acordó que Aurelio se declarara culpable confeso. Los demás salieron en tres meses por falta de pruebas. Aurelio estuvo encerrado dos años y, recordaría en su declaración, que el soborno ascendió a 95 millones de pesos de entonces y a la entrega de la casa en donde remarcaban los autos. Fue excarcelado por buen comportamiento el 28 de agosto de 1992.

Arizmendi sufría, desde entonces, dos fobias: el encierro y la pobreza. Salía de la casa habitualmente y cuando estaba en ella por algún tiempo se inquietaba y se ponía irritable. Siempre ha sido sumamente hábil y audaz para mentir. Da carácter de realidad irrefutable a sus mentiras. En una ocasión, mientras estaba preso en Barrientos, su esposa llegó a visitarlo. Le impidieron la entrada con el argumento de que Daniel estaba con una de sus amantes, una menor de edad a quien embarazó. María de Lourdes se sobrepuso a su miedo y lo confrontó. Daniel puso cara de agravio y negó la traición amorosa. Cuando salió de la cárcel, Arizmendi llevó a su mujer a la casa de su amante para decirle, frente a ésta, que nada tenían en común. El matrimonio debió huir ante la inminencia de que la familia de la muchacha –ojos aguados y evidente barriga de maternidad– los golpearía.

Daniel adora la alta velocidad. Le producía sensación de libertad y poder. Arregló algunos automóviles, incluido un Shadow rojo convertible, para que fueran más veloces. Siempre quiso tener motocicletas, lo que su esposa trató de impedir por todos sus medios, consciente de que a una de sus rivales, Dulce Paz Vanegas, le gustaba ir en moto apergollada de su marido. Daniel, afirmaron los psiquiatras de la policía, se vincula sentimentalmente con los objetos, a diferencia de las personas, con quienes los vínculos son utilitarios, “de negocios”. “Nunca ha mostrado amor hacia persona alguna, excepto hacia él mismo y sus armas de fuego, alguna casa que él mismo diseñó y su Shadow rojo.” Desde su juventud fue poco comunicativo, desconfiado, con franca tendencia a aislarse. En las reuniones no se relacionaba con las demás personas hasta no comprobar en forma rotunda que no representaban ningún peligro para él. Tiene marcada impulsividad, poca tolerancia a la frustración y de demora, además de notable incapacidad para disfrutar el contacto humano. Se infieren sentimientos crónicos de injusticia. Considera ser víctima de circunstancias que no puede modificar. Teme en forma importante al rechazo y la desaprobación. Habitualmente se siente inseguro, por lo que oculta en forma sistemática sus sentimientos auténticos, mismos que él es incapaz de identificar, comprender y aceptar.

Después de salir de la prisión de Barrientos, me dediqué de nuevo a robar. Mi hermano también lo hizo cuando lo liberaron. Lo hacía apoyado en la policía. A Juan Fonseca Díaz, funcionario de la PGR, lo conocí por medio de un muchacho que me ayudaba con el robo de autos, Rafael, quien a su vez lo conoció cuando estuvo en la cárcel de Córdoba, Veracruz. Fonseca sabía que nos dedicábamos al robo de vehículos y hasta le vendí carros Chrysler Spirit que vendió a un contacto que tenía en la Cámara de Diputados. Yo mismo obtuve una credencial de la Cámara de Diputados. Me la dio un cuñado de Fonseca, amigo de un Diputado de nombre Demetrio. Por Fonseca conocí a Arturo Moncada Espejel, también agente del ministerio público federal. Moncada y Fonseca se encargaron de la defensa de Joaquín Parra Zúñiga. Cuando conocí a Fonseca era subdirector en la PGR y Moncada había sido agente del ministerio público en Sinaloa, a donde se fue por recomendación de Fonseca. También pagué 40 mil pesos a Fonseca Díaz para que dejaran salir a los hermanos de Joaquín Parra Zúñiga de la agencia 44 del ministerio público del Distrito Federal, en Cabeza de Juárez.

Los hermanos Vanegas Martínez llegaron a Neza en 1987. Uno de ellos, Noé Guillermo Vanegas Martínez, se involucró en un homicidio que lo llevó preso a Santa Martha. Dulce Paz, su hermana menor, buscó ayuda y así conoció a Joaquín Parra Zúñiga. Éste le presentó a Daniel Arizmendi, quien la invitó a cenar al restaurante Hipocampo de Cuernavaca. Él dijo que tenía la posibilidad de ayudar a su hermano a salir de la cárcel, porque conocía gente dentro y fuera de los reclusorios y porque, a final de cuentas, él era un hombre rico que podría pagar para sacarlo de la cárcel. A cambio de esa ayuda, condicionó él, serían amantes. “Yo acepté y desde ese tiempo comenzó la relación. Después, Daniel Arizmendi me preguntó que si ya no quería trabajar en la zapatería donde estaba y accedí, porque él ya me sostenía económicamente. Me daba 500 pesos semanales.”

Arizmendi no sólo se relacionó con Dulce Paz, sino con los hermanos de la joven, Daniel y Josué Juan. La amistad también fue mediada por Joaquín Parra. Daniel Vanegas Martínez, a decir de él mismo, coyoteaba o tramitaba permisos en los módulos de control vehicular de las delegaciones Cuauhtémoc y Benito Juárez. Daniel Vanegas vendía permisos provisionales en 300 pesos, engomados, altas y bajas vehiculares, tarjetas de circulación y juegos de placas en dos mil pesos a los vehículos robados y doblados que Joaquín le llevara.

Nos dedicamos al secuestro porque una sobrina de mi esposa comentó que habían plagiado a una persona en Cuernavaca, Morelos. Exigieron un millón de pesos. La familia quiso pagar, pero la policía los asesoró para negociar con los secuestradores. Me di cuenta de que era muy fácil. Comencé a secuestrar con la misma banda de robo y remarcado de vehículos: mi hermano Aurelio, Joaquín Parra Zúñiga y un hermano de éste, Raciel el Rachi. Luego incluí a los Paz Vanegas.

 La esposa de Arizmendi sospechó algo. Había más dinero y gente de lo normal. Pidió explicaciones a su marido por el bien de sus hijos. Arizmendi se franqueó.

–El robo de autos ya no funciona. Han detenido a varios y he pagado mucho dinero para sacarlos –dijo él.

Daniel tenía otro abogado, Ángel Vivanco, ex comandante de la Policía Judicial del Estado de México. Estaba encargado de embadurnar dinero de Arizmendi en las manos de policías judiciales y agentes del ministerio público en el Estado de México, la base de operaciones de la banda. Vivanco tenía un medio hermano activo en la Judicial mexiquense. Ángel y Daniel eran buenos amigos. Se decían entre sí compadres.

“Un señor de nombre Gustavo, cuñado de Juan Fonseca, conseguía credenciales de la Cámara de Diputados de color dorado para que las utilizaran en los vehículos que se usaban en los secuestros –declaró la esposa de Arizmendi–. Los tres abogados se veían con mi esposo en la casa de la colonia Felipe Ángeles.”

Al principio, Joaquín Parra Zúñiga mandaba más que Aurelio y que el propio Daniel. Una vez, Joaquín llegó con una petaquita llena de dinero. María de Lourdes escuchó que le dio instrucciones a su marido de comprar celulares para negociar. Fue cuando la mujer pidió explicaciones.

–Voy a dedicarme a otro negocio, ya te lo dije, porque lo de los carros ya no me deja; ya tengo a una persona y voy a pedir dinero por esa persona –siguió Daniel.

–Reflexiona. Ya no hagas algo más comprometido que nos ponga en peligro a mí y a mis hijos. Vende algunas casas y pon un negocio.

–Yo no sé hacer nada bien. Lo único que sé hacer es portarme mal.

Mi primer secuestro fue a un hombre joven llamado Martín Gómez Robledo, el 11 de junio de 1995. Salía solo de su negocio, una gasolinera. Erick Juárez le cerró el paso con su auto. También usamos una van café con franjas de color cremita que manejaba Joaquín Parra Zúñiga, en la cual también iban Raciel el Rachi y Antonio Zúñiga. El secuestro fue sugerido por Juan Salgado Rogel. Yo determiné el día y la hora en acuerdo con mi hermano Aurelio. Nos lo llevamos por la Autopista México-Puebla, al taller clandestino que utilizábamos para la pintura y remarcación de los automóviles robados. Lo desvestimos, le vendamos los ojos y lo amarramos de pies y manos. Permaneció en el interior del baño. Exigí un millón de pesos y se negoció un pago de 350 mil pesos. La familia pagó en la misma gasolinera del secuestrado. Me pagaron con billetes usados de hasta 20 pesos, dentro de una caja de jabón Fab. No recuerdo dónde lo dejé en libertad, sólo que se quedó sentado en una banqueta. Desde el principio no me gustó insultar a las personas con quienes negociaba. Ya era suficiente con tener a sus familiares secuestrados.

El caso Arizmendi es una muestra clara de cómo la familia es, después de la prisión y la policía, el ambiente más propicio para la integración de una red criminal dedicada al secuestro. Daniel comenzó robando autos con su hermano y después organizó una banda de secuestradores, no sólo con su familiares directos, incluidos su esposa, hijo y suegra, sino con la familia política de su hermano y con su amante y la familia extendida de ésta. Dulce Paz estudió parte de la preparatoria, aprendía corte y confección y computación; ayudaba a sus hermanos a hacer trámites de gestión de los autos. Según su propio testimonio, hacía vigilancia antes del secuestro y acompañaba a Daniel durante los levantones. “Una vez que salió en las noticias y el periódico, Daniel dijo con orgullo que era respetado por todos, que era el más grande secuestrador de todos los tiempos”. Daniel le dio 50 mil pesos en efectivo. “Me dijo que ya no iba a trabajar, porque me iba a tener como su mujer. Me compró una casa en la colonia Campestre Churubusco, en Coyoacán. Me fui a vivir ahí con mi madre y mi hermano Daniel Vanegas Martínez y su esposa Jacqueline Cruz Ríos y sus hermanos. En esa casa, mi hermano Daniel y yo teníamos una caja fuerte en la que guardábamos el dinero de los secuestros.”

Dulce Paz no fue la única. En 1990, Araceli Morán Ramírez conoció a Epigmenio Zúñiga, quien se convertiría en su cuñado y éste, a mediados de 1994, le presentó a Joaquín Parra. Araceli le pidió trabajo y fue colocada en un departamento en Cuautla, Morelos. Atendía llamadas telefónicas de personas que compraban un auto a la banda en la ciudad de México ignorando que se trataba de vehículos robados. Hablaban a la falsa agencia para cotejar los datos de los vehículos. Araceli corroboraba la información como correcta y subrayaba que el vehículo en venta tenía un origen legal. Hábil, Araceli detectó algunas facturas falsificadas con errores en el número de serie o motor. Hizo ver a sus jefes las inconsistencias y a partir de entonces, Daniel le tomó confianza y le pidió revisar los detalles de los documentos más cerca de él. La invitó a comer, a bailar e iniciar una relación. Epigmenio Zúñiga la invitó a trabajar además en un negocio de falsificación de dinero como vendedora de billetes falsos. La mujer, quien dio todos los detalles ante el ministerio público dentro de un programa de protección a testigos, también dijo que el negocio del secuestro y el robo de autos se habían mezclado con el de la cocaína, pero no dio más detalles. En alguna ocasión acompañó a Arizmendi a Morelos, donde se entrevistó con un hombre apellidado Caletti, a quien Daniel entregó dinero y recibió a cambio documentos con los cuales podría sacar a la gente que tuviera problemas. Arizmendi alardeaba que en Morelos no tenía dificultades para delinquir. El 28 de julio de 1997, Daniel y Araceli fueron detenidos cerca del aeropuerto por una patrulla. Al revisar el vehículo, los policías identificaron el auto como robado. Los detuvieron y les vendaron los ojos. Arizmendi la había prevenido de que en una situación como ésa, ella debería decir que se dedicaban al comercio de zapatos. Los policías la golpearon en el estómago hasta que les dijo que estaba embarazada. La esposa de Arizmendi pagó la liberación de los dos.

Araceli Morán hacía referencia a Roberto Caletti Treviño, entonces Juez Primero de Distrito del XVIII Circuito, con sede en Cuernavaca. El 8 de marzo de 1997 fue acusado por Jorge Carrillo Olea, en ese momento Gobernador con licencia de Morelos, de otorgar amparos irregulares a los secuestradores Marcos Armas, el sargento Sergio Camacho y Juan Valle Adán. Pero Caletti fue absuelto y nunca se logró relacionarlo en la protección del boyante negocio del secuestro en su estado.

III. El Mochaorejas
y el Superpolicía
Mi cuarto secuestro fue el 7 de diciembre de 1995, a Leobardo Pineda, dueño de bodegas en Ixtapaluca, Estado de México. Las rentaba a la refresquera Garci Crespo. Exigí cinco millones de pesos y se negoció el pago de un millón 200 mil pesos. Lo ocultamos en la casa de Valle de Chalco. Después de dos meses, su familia no me pagaba. Ordené a Antonio y a Erick Juárez que le vendaran los ojos. Lo colocaron  bocarriba. Uno se sentó sobre el pecho y el otro sobre las rodillas. Le sujetaron la cabeza. Tomé unas tijeras con un mango de 30 centímetros de largo. Eran para destazar pollo. Yo le corté una oreja. No recuerdo cuál fue. Antes preparé cenizas de trapo quemado para cauterizar la herida. Aprendí la técnica a los 20 años de edad, cuando mi tío Virgilio se cortó una mano con una botella rota de cerveza. Se puso cenizas de trapo quemado y dejó de sangrar. Hablé por teléfono con la esposa del secuestrado y le dije que cerca de su casa había una gasolinera. Que buscara en la jardinera una bolsa de plástico con un recado de su esposo: la oreja.

–¿Recibiste el mensaje? –pregunté a la esposa.

–Sí, usted no tenía por qué…

–Quiero mi dinero en el deportivo de Eduardo Molina –dije a la mujer y mandé a una persona a recogerlo.

Pero lo detuvieron y le quitaron el dinero.

–No recibí el dinero –dije a la mujer de Leobardo.

–Ya se lo mandé –me respondió.

–Como no recibí nada, voy a matar a su esposo. Le marco mañana para que tenga tiempo de pensarlo.

–¡Regréseme a mi esposo! ¡Yo ya le cumplí!

–Lo voy a matar –y colgué.

Al llegar a la casa de Valle de Chalco, le hablé a Juan Salgado para que fuera. Leobardo estaba en el baño, amarrado y vendado de pies, manos y ojos. Cuando llegó Juan, le presté una pistola Browning nueve milímetros. Escuché la detonación. Dejamos el cuerpo en el baño para que se desangrara y lo envolvimos en una cobija. Lo subimos en una camioneta pick up con camper roja y lo tiramos en un camino de Chalco. Busqué a su esposa.

–¿En verdad me pagaste?

–Sí, en verdad. Le juro que sí.

–Entonces ve por tu esposo. Te lo dejé libre –y le dije por dónde–. Ve rápido, porque está desnudo.

Yo supe del secuestro y asesinato de Leobardo Pineda –habla María de Lourdes, esposa de Arizmendi–, porque el ex comandante Ángel Vivanco llevó a mi casa copias del expediente iniciado contra Jesús Luna Sesma, Joaquín Parra Zúñiga, Raciel Parra Arroyo y Daniel Arizmendi. Gracias a Vivanco mi esposo se enteraba de cómo, quién y por qué lo andaban buscando.

Los tiempos de manejar por las calles agujeradas del oriente del Estado de México y de poner talco a las ligas sin descanso habían terminado. Arizmendi compró una discoteca en Ciudad Neza con la idea de limpiar el dinero de los secuestros y hacer vida social. Hizo una gran fiesta de inauguración y nombró gerente de Disco Skates a su hermano Aurelio. Empleó a varios miembros de la banda de ladrones de autos y secuestradores, incluidos los de Tuxtepec, Oaxaca. Uno de ellos, César La Cucona, era disc jockey y vendedor de cocaína.

 Daniel Arizmendi bebía hasta la mañana, casi siempre solo, escuchaba música ranchera y lamía sus fantasías de éxito, poder y pus. Era un Caracortada a la mexicana. Tenía una cicatriz en la ceja derecha en la que se hizo cirugía plástica en una clínica de avenida Ermita y Periférico.

 Volaba en su Shadow rojo convertible en el que desaparecía con el acelerador a fondo. Y soñaba con volar. Compró un planeador de aluminio y alas de tela en 140 mil pesos que arrumbó en un hangar de San José Vista Hermosa Tequesquitengo, en Morelos. Y volaba. Por ese tiempo desarrolló su adicción a la cocaína.

Si bien la banda se organizaba en funciones y había cargos casi confinados, el grupo de Arizmendi tenía la peculiaridad de que su jefe era un hombre orquesta. Participaba en el levantón, cuidaba a las víctimas, negociaba, mutilaba personalmente, liberaba a las personas, repartía el dinero, disponía los métodos para lavarlo, conseguía armas, vehículos y casas de seguridad y hasta repartía la cocaína de consumo entre los suyos.

Juan Fonseca Díaz también proporcionaba credenciales metálicas de agentes del ministerio público de la Federación y de la Cámara de Diputados y auxiliaba a los integrantes de la banda detenidos por diversas instituciones en diferentes estados. Moncada era el brazo derecho de Fonseca. Había otro sujeto apodado el Duque, un policía judicial del estado de Morelos. Daba protección a la organización cuando secuestraban en ese estado y tenía un sueldo de 30 mil a 40 mil pesos. En septiembre de 1997, Arizmendi le regaló al Duque un Ford Cougar negro del año. Arizmendi también era apoyado y orientado por diversos policías judiciales de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal. Uno era de baja estatura y obeso; conducía un Shadow blanco oficial y de su cuello colgaba un águila de oro con brillantes. Otro más, también funcionario del Distrito Federal, según Daniel Vanegas, siempre vestía de traje y utilizaba lentes cuadrados. Ambos informaban a Daniel Arizmendi de la dirección tomada por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal para detenerlo.

Yo le compraba las armas a un hombre de apellido Torrijos, empleado de seguridad de Ferrocarriles Nacionales de México. Me vendió cuernos de chivo y pistolas nueve milímetros de las marcas Browning y Pietro Beretta en ocho mil pesos cada una. En ocasiones las adquirí con David Sánchez Mariles, amigo de Daniel Vanegas.

Mi séptimo secuestro fue a mediados de 1996, a Karlio Alonso Hernández, hijo de un dueño de gasolineras. Lo llevaron a la segunda casa de seguridad que tuvimos en Valle de Chalco. Lo metimos en un cuartito totalmente cerrado que sólo tenía una puertita de metal por la que le pasábamos la comida. Ahí permaneció seis o siete días. Lo cuidaban Jesús Luna Sesma, Joaquín Medina Torres, el Toño y un cuñado de mi hermano, Antonio Muñoz Guadalupe. Al final de la primera semana, me dijeron que la Policía Judicial de Combate a la Delincuencia del Estado de México vigilaba la casa. Quienes lo cuidaban salieron de la casa y abandonaron al secuestrado. Yo, personalmente, con Víctor Alcalá y Toño fuimos por él y lo llevamos a la discoteca Skates. El lugar tenía un mes sin funcionar, porque no salía ni para los gastos. Instalé a Karlio en la parte alta de la discoteca y le corté una oreja con la tijera pollera. Envié el pedazo a su hermano en un frasco de Gerber. A los dos días de tener ahí al secuestrado, llegó la policía. Liberaron a Karlio y detuvieron a tres personas. Antes de que entrara la policía al lugar, uno de mis empleados me llamó por teléfono para decirme que la discoteca estaba rodeada. Pedí a Jesús Luna Sesma que me pusiera al teléfono con algún policía.

–¿Qué transa? Porque tú eres el que tiene la bronca –me dijo una persona.

–¿Podemos hacer algún negocio? Comunícame con quien está al mando del operativo –le pedí y me pasó con otra persona.

–¿Cómo nos podemos arreglar? –pregunté.

–¿Dónde nos vemos? –respondió y me reí.

–No me engañas. No es la primera vez que hago negocios con la policía.

–Es de cabrones para hacer el negocio –dijo él y colgamos.

Entonces le pedí a Vivanco que arreglara el asunto.

Cuando el ex policía Vivanco llegó al negocio, había ocho policías judiciales del Estado de México. Reconoció a Benito Ríos Colín, miembro del Grupo de Secuestros desde 1995 y éste le comentó que el asunto era delicado, pues Karlio estaba en el sitio y haría señalamientos directos. Arizmendi instruyó a Vivanco ir a las oficinas de Neza Palacio para detener el problema y ofrecer a los policías 20 mil o 30 mil pesos por la liberación de los detenidos. También para que se asegurara de que él ni su esposa aparecieran en el expediente. Vivanco retomó la negociación directa con Benito. El policía dijo que con relación a Daniel ya nada se podía hacer, porque lo señalaban las personas detenidas y que para negociar lo tenía que comentar con su jefe, el subdirector Alberto Pliego Fuentes. Vivanco esperó afuera de las oficinas de Pliego. Al salir, Benito dijo que por no involucrar a María de Lourdes debían pagar 150 mil pesos. Daniel aceptó. Vivanco se quedó con 10 mil pesos y Benito con otros 10 mil. El resto, 130 mil pesos, los habría entregado a Pliego Fuentes el Superpolicía.

Vivanco recogió el dinero en casa de mi suegra, Verónica Saldaña. Por los detenidos ya no se pudo hacer nada. Pero después de la entrega del dinero, las patrullas que vigilaban mi casa se retiraron del lugar y ya no fuimos molestados ni yo ni mi esposa.

La familia de Karlio Alonso Hernández no sólo dio seguimiento del asunto en el Estado de México. También dio parte a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. La policía capitalina dio con un vendedor de autos usados del Bordo de Xochiaca de nombre Martín Fuentes Márquez el Gato, quien les dijo que en un viaje a Michoacán se encontró con Daniel Arizmendi y al resto de la banda en un hotel y que seguirían el viaje a Veracruz. Martín Fuentes regresó de inmediato al Estado de México y buscó a Pliego Fuentes. Le dio la ubicación de Daniel Arizmendi en Veracruz. Pliego y otros policías judiciales fueron a ese estado y encontraron al secuestrador con otros dos sujetos. Negociaron su libertad inmediata por una camioneta Dodge Ram Charger color verde, un Spirit vino y 250 mil pesos. Alberto Pliego vendió personalmente la camioneta que perteneciera al Mochaorejas.

El secuestro y mutilación de Karlio tendría más consecuencias. La Procuraduría del DF obtuvo algunos números telefónicos y pidió apoyo técnico a la PGR para rastrearlos. De esta manera el gobierno federal se enteró de la existencia de Daniel Arizmendi.

Mi decimoprimer secuestro fue en 1996, a Alejandra Hostrasher, muchacha de origen español e hija de los propietarios de la compañía Anís del Mico. Seguimos a Alejandra durante 20 días. En el primer intento se nos fugó. Intentamos de nuevo dos meses después y la levantamos por avenida de los Cien Metros. La llevamos a la casa de San Juan de Aragón. La encadenó mi hermano Aurelio. La dejamos en ropa interior y le dimos una sábana. Exigí 10 millones de pesos a su padre y pusieron negociador. Llegado el plazo, le ordené al negociador ir con el dueño de Transportes Grijalva (octavo secuestro) para que le preguntara quién soy y cómo actúo. Después acordamos el pago de cuatro millones de pesos. Pedí billetes de alta denominación envueltos en fundas para almohadas. El dinero se entregaría en la salida hacia Puebla, cerca de un puente peatonal y a la orilla de un cerro, desde donde yo checaba la llegada de los negociantes. Llegaron en una camioneta Grand Cherokee.

Como Daniel indicó –habla Aurelio Arizmendi–, la persona que entregaría el dinero se quitó la camisa para que viéramos que no estaba armado. Llevaba consigo dos fundas de almohada, amarradas con un cordón de cortina con un nudo en cada lado y unidas como alforjas. Cruzó el puente peatonal en el que nos quedamos de ver y dejó las fundas al pie de la escalera del lado contrario de la carretera por el que subió. Daniel y Jesús Luna Sesma bajaron de la camioneta. Daniel subió a la batea y Jesús caminó hacia el dinero, tomó las alforjas y se las echó al hombro. Yo puse en marcha la camioneta a baja velocidad para recogerlo. En ese momento, de la Grand Cherokee bajaron dos hombres, vestidos de paisano, subieron por el puente y dispararon. Daniel contestó el fuego. Jesús corrió para subirse a la batea, pero cayó. Bajé la velocidad. Volvió a caer. Logró subirse al tercer intento, pero perdió el dinero. Daniel estaba furioso.

–¡La voy a matar, me cae de a madres que la voy a matar nomás llegando! –gritaba mi hermano Daniel.

–Mejor córtale una oreja, a lo mejor todavía nos pagan –le propuse.

 Llegamos a la casa de seguridad. Daniel le pidió a Pepe que vendara a la Güera –como le decían a Alejandra–. Sólo dejó descubiertas las orejas. Daniel le ordenó a Pepe que subiera al pecho de la mujer y a mí a sus piernas. Tomó las tijeras de acero inoxidable y mango negro. Le cortó las dos orejas. La muchacha no dijo nada.

Hablé por teléfono al papá.

–¡Qué poca madre tienes! Por cuatro millones de pesos arriesgaste la vida de tu hija. Ve el encargo que te dejé arriba de la caseta de la avenida de los Cien Metros. Si no me das ocho millones de pesos, le cortaré la cabeza y ya no quiero hacer ningún trato contigo. Pásame a la mamá de Alejandra –exigí.

La mujer me suplicó que no la matara, que ella me pagaría el dinero. Al día siguiente cumplió su palabra. Yo también y dejé ir a su hija.

El cirujano ya la esperaba en el hospital con los segmentos amputados. Alejandra llegó a las 9:40 de la noche. Sucia, delgada, pálida, con dos muñones con sangrado escaso y abundantes costras en los dos lados de la cara. Tenía una venda alrededor de la cabeza y las manos y la ropa sucia de su sangre seca. No comió más que algunas frutas y agua durante su cautiverio. “Daniel se regocijó cuando me amputó”, dijo Alejandra al cirujano plástico antes de entrar al quirófano. La anestesiaron por completo. El médico intentó reimplantar los pedazos con microcirugía. A las 2:30 de la mañana del 14 de noviembre, el especialista se rindió ante el mal estado de los muñones y el deterioro de las venas y arterias de la cara de la muchacha. Las orejas habían permanecido sin contacto con el cuerpo durante 54 horas tras la amputación violenta. Realizó un implante con injertos del cuello y hombro de Alejandra en el intento de moldear dos bultos lo más parecidos posible a pabellones.

Cómo era estar bajo las tijeras de Daniel Arizmendi?

Habla Luis Manuel Gazcón Reyes, secuestrado el 1 de abril de 1997 y dueño de Agrupación Abarrotera para la Comercialización:

Después de que me amagaron con armas de alto poder y me subieron al carro, ya vendado de los ojos con cinta canela, escuché a los hombres hablando por radio. Uno de ellos se dirigió a mí.

–¡Vas a ver, hijo de tu pinche madre, te vas a arrepentir de la niña que violaste en tu coche! Ahorita que lleguemos a la Procu, te voy a dar unos tehuacanazos y a ver si no te acuerdas –me dijeron en el auto.

–¡No, te equivocaste, no sé de qué me hablas! –quise explicarle.

En la casa, me ordenan desvestirme. Me rodearon el cuello con una cadena y la cerraron con candado. Salieron del cuarto y me dijeron que podía quitarme la venda de los ojos. Estaba en un baño. La cadena iba de mi cuello hacia la habitación de al lado. El lugar tenía metro y medio de largo por uno de ancho. La pared era de color mamey y el piso era de cemento pintado de rojo. El excusado era verde, sin asiento ni tapa. Había un lavamanos también verde y jabón en polvo marca Foca. La regadera terminaba en forma de pentágono. La puerta era vieja, de madera pintada de blanco. Todo era muy corriente. En una pared había un cuadrado donde al parecer había una ventana, entonces sellada con cemento sin pintar. Había un foco que mantuve prendido todo el tiempo. El apagador era antiguo y había un espejo pegado a la pared con silicón, por el que siempre tuve la impresión de que me vigilaban. Me preguntaron sobre las propiedades de mis familiares, cuánto dinero tenían y dónde. Contesté. Me vendaron de nuevo y escuché a Daniel Arizmendi decir por teléfono a alguien:“Tú nomás espérate, pa’ que veas de lo que se trata”. Me puso el teléfono en el oído y me ordenó hablar. Escuché la voz de mi tío Abelardo pedir que me tranquilizara. Colgaron. Ordenaron que me volteara. Me pusieron la bufanda en la cabeza tapándome los ojos y quedé de cara a la pared. Entró una persona que extendió un  plástico en el piso y se me acercó. Pasó mis manos a mi espalda y las amarró con cinta canela. Luego los tobillos y con la misma cinta me tapó la cabeza a la altura de los ojos. Me pusieron estopa en la boca y la cubrieron con cinta canela. Yo temblaba y sollozaba.

–¡Ya cállate, no seas puto! Dale gracias a Dios que todavía no te hemos matado –me dijo el tipo.

Me jaló y golpeó las rodillas para que las doblara. Caí arrodillado. Entró otra persona. Se agachó cerca de mí y me tomó de la oreja izquierda.

–Te dije que no me mintieras y me mentiste, cabrón.

Traté de explicar que no le mentí. Pero tenía la boca tapada. Sólo balbuceaba. Sentí unas tijeras cortando mi oreja izquierda de un solo tajo, en forma vertical. El dolor sólo era superado por el terror. Traté de gritar, de moverme. Me golpearon en la cara y el estómago.

–¡Cállate, hijo de tu pinche madre! El otro día estuvo aquí una mujer y no hizo tanto escándalo como tú. Tu tío me ofrece 100 mil pesos y yo no quiero miles, quiero millones, porque yo tengo a mi esposa y mi hijo que mantener y no me voy a arriesgar por 100 mil pesos.

Me sentaron y pusieron algo caliente sobre la parte de la oreja cortada. Salieron y gritaron que me quitara la venda. Estaba brutalmente aterrorizado, adolorido. Poco a poco me quité la cinta de los ojos y la boca. Observé mi hombro izquierdo y todo mi cuerpo del mismo lado tenía sangre. Comenzaba a secarse, aunque la herida aún goteaba. Me paré. Dejaron una caja de penicilina. Toqué la oreja y la sentí dura. Caminé al espejo, por el que creo que me vigilaban. La vi. Estaba negra.

En mayo de 1997 secuestré al joven Raúl Nava Ricaño. Su padre es exportador de plátanos. Tiene terrenos, vehículos, ranchos plataneros, tráileres y bodegas en la Central de Abasto. Lo llevamos a la casa de San Juan de Aragón. Lo subieron al baño de la planta alta y yo mismo lo encadené. Ese mismo día hablé con su padre.

–Quiero tres millones de dólares –dije.

–No tengo dinero, tengo las propiedades hipotecadas.

–Piénsalo bien. Te hablo mañana.

El 6 de mayo de 1997, mi hijo tenía prisa –recordaría el padre de Raúl–. Mi hijo daba clases en la universidad y debía llegar temprano. A las cuatro de la tarde yo estaba en un restaurante cuando timbró mi teléfono celular. Un hombre me ordenó con voz firme y prepotente salir a la calle, porque tenía un recado que darme. Respondí que se equivocaba. Me dijo que no y que saliera. Entonces oí la voz de mi hijo: “Me tienen amordazado, vendado de los ojos. Estoy secuestrado. Sálvame”. Se cortó la llamada. Regresé a la mesa y platiqué lo anterior a mis amigos. Estaba con Emilio Fernández. Marcó por su teléfono celular al Procurador General de Justicia del Distrito Federal y, después de hablar con él, me comunicó con el general Luis Alberto Gutiérrez Flores, director de la Policía Judicial del Distrito Federal. Me dijo que se abocaría al asunto y que me enviaría al capitán Domingo Tassinari. A las seis de la tarde me habló nuevamente el secuestrador  y me pidió que no avisara a la policía, que más tarde volvería a hablar para decirme el monto del rescate, que estuviera preparado. Llegó el capitán Tassinari y le pasé el teléfono. Me dijo que ya conocía al secuestrador, que era Daniel Arizmendi López y que también estaba involucrado su hermano Aurelio. Que eran tipos de mucho cuidado y que cortaban orejas. Esa misma noche fui citado por el general Gutiérrez. Estando con él, recibí la llamada de Arizmendi. Se habían colocado aparatos para grabar la conversación.

–El secuestro de tu hijo vale tres millones de dólares. Tómate el tiempo necesario, pero debes cumplir –me dijo mientras los policías me hacían señas de decir que sí.

–De acuerdo.

–¿Cuánto tiempo necesitas para reunir el dinero? –preguntó y el capitán Tassinari, con señas, me pidió decir que 15 días.

–Necesito 30 días.

–Hablamos de hombres y si no cumples le corto las orejas a tu hijo. Ya sé que estás hablando con la policía, pero me vale madres. No lo hago por necesidad, lo hago porque puedo y es un reto –y colgó.

El capitán me pidió ir en calma, sin preocupación. En 15 días, prometió, detendría al secuestrador. Al día siguiente, miércoles 7 de mayo, fui citado en la Procuraduría para entrevistarme con el general y levantar la denuncia. Unos amigos suyos concertaron una cita con Luis Téllez, jefe de la Oficina de la Presidencia de Ernesto Zedillo, para el jueves 8 de mayo a mediodía. Fui atendido junto al contralmirante Wilfrido Robledo, quien hizo del conocimiento de Téllez que ya había contactado a la empresa inglesa Control Risk, especializada en asesoramiento de secuestros. El contralmirante me dijo que enviaría gente del Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Por la noche llegaron personas de esa oficina y una persona de Control Risk de nombre Simón. Se colocaron dispositivos de monitoreo y control de llamadas telefónicas para grabación. El jueves no se recibieron llamadas y se designó como negociador a un amigo de la familia; en el transcurso de los días 9, 10 y 11 no se recibió llamada, hasta el lunes 12 de mayo de 1997. El secuestrador habló con el negociador designado. Le preguntaron quién era y el secuestrador aceptó su intervención. El 13 de mayo hablaron tres ocasiones.

–¿Ya tienes el dinero? –preguntaron.

–El señor Nava cuenta con 967 mil pesos.

Colgaron. Llamaron nuevamente y pidieron que se tomara nota de la ubicación de Calzada de Tlalpan 2169, correspondiente a la distribuidora Ford Alden. Recogimos una oreja de mi hijo.

–¿Recogieron el recado? –preguntó Arizmendi en su siguiente llamada–. Ya sé que tu teléfono está intervenido y que me estás grabando. No me importa. Tengo mucha gente involucrada.

–Estas acciones no son necesarias –dijo el amigo de la familia–, estamos negociando y no es correcto.

El miércoles 14 de mayo hubo cinco llamadas del secuestrador. En todas preguntó si ya teníamos el dinero. Para saber si Raúl estaba vivo, se preguntó por el nombre de su abuela materna.

Al día siguiente, el negociador me dijo que sólo tenían 987 mil pesos.

–Negociaremos hasta las 24 horas de hoy. Si no nos ponemos de acuerdo, mato al muchacho –dije.

–Le voy a comentar al señor. Marque en una hora –me contestó.

Así hice y me ofrecieron un millón 500 mil pesos. Les dije que no habían entendido el mensaje enviado. No dejaban de negociar. Me comuniqué como a las 11 de la noche de ese mismo día.

–No localizo al padre de Raúl –me mintió el negociador.

–No le interesa el asunto. Falta una hora para cumplirse el plazo.

Hablé dos minutos antes de la medianoche.

–Soy Raúl Nava –me dijo.

–¿Ya viste el reloj? Se acerca el plazo que te di para pagarme. Tú vas a ser responsable de la muerte de tu hijo.

–Sólo conseguí un millón 500 mil pesos. Ya vendí los carros, hipotequé mis casas y conseguí dinero prestado. En verdad, no tengo más dinero.

–¿Ya se fijó qué hora es?

–Sí, ya sé que son las 24 horas… ¡Haga lo que tenga que hacer, haga lo que tenga que hacer, pero recuerde que yo tengo dinero y lo voy a utilizar…!

Cuando me amenazó, colgué el teléfono. Ordené a Daniel Vanegas Martínez que se encontrara conmigo. También llegó Miguel Armando Morgan Hernández. Les dije que subieran a la Combi color gris que manejaba, que se agacharan y cerraran los ojos. Fuimos a la casa de seguridad. Daniel Vanegas traía una pistola nueve milímetros color negra. Le ordené a Raúl que se hincara en la regadera, con la cara hacia la pared.

Al secuestrado lo cuidábamos Guillermo Antonio Muñoz Guadalupe y yo –declararía Erick Juárez–. Llegó Arizmendi y nos dijo a los dos que viéramos la televisión y que subiéramos el volumen al máximo. Vanegas fue al baño donde estaba Raúl Nava y Daniel Arizmendi con Aurelio y Miguel Morgan. Escuché la detonación. Vanegas salió muy nervioso. Se tocaba la pistola en la cintura. Sacó un cigarro y quiso encenderlo, pero no podía. Temblaba. Regresó al baño. Salió. Estaba pálido y respiraba con dificultad.

Dejamos que se desangrara y, entre Miguel Armando Morgan Hernández, Daniel Vanegas Martínez, mi hermano Aurelio y yo lo pusimos en una colchoneta y lo metimos en la Combi. Yo conduje y lo tiramos por la colonia Santa Martha, cerca de la Penitenciaría del Distrito Federal.

Poco importó que el hombre más cercano al Presidente de la República, el responsable de la inteligencia de Estado del país, la principal autoridad en materia de procuración de justicia de la capital mexicana, el jefe de la policía investigadora del Distrito Federal y una de las empresas trasnacionales más prestigiadas en seguridad privada del mundo conocieran el curso entero del secuestro y el cese de las negociaciones. El cadáver de Raúl Nava Ricaño llegó en calidad de desconocido al Servicio Médico Forense el 15 de mayo de 1997. A pesar de la oreja mutilada, permaneció en las gavetas del depósito de cadáveres durante un mes en calidad de desconocido. El cuerpo fue entregado a la Facultad de Medicina de la UNAM para la práctica de sus estudiantes. En octubre de ese año, los padres del muchacho fueron a la morgue y reconocieron a su hijo en el archivo fotográfico. Recuperaron el cuerpo y lo sepultaron en el Panteón Español.

Cada quien su destino. Luis Téllez se convertiría en 2006 en secretario de Comunicaciones y Transportes en un gobierno opositor a su partido político, el PRI. Se vio obligado a renunciar tras el escándalo suscitado por la difusión de grabaciones telefónicas en las que el propio Téllez afirmaba que su antiguo jefe Carlos Salinas de Gortari, en su calidad de Presidente de la República, “se robó la mitad de la partida secreta”. Wilfrido Robledo se convertiría en comisionado de la Policía Federal Preventiva y de la Agencia de Seguridad Estatal del Estado de México; en este cargo fue responsable, según la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de las “graves violaciones a los derechos humanos” cometidas tras la toma de la fuerza pública a su cargo del pueblo de Atenco en 2006. A Domingo Tassinari se le involucró en la red de protección policiaca de Daniel Arizmendi, pero fue exonerado y, hasta diciembre de 2009, era comandante de la Policía Judicial del Distrito Federal.

Y Josefina Ricaño, madre de Raúl, fundó en 1998 México Unido Contra la Delincuencia, organización que reclama seguridad y el fin de la impunidad. Tanto las demandas como sus motivaciones permanecen desatendidas hasta hoy.

Asesiné a José Trinidad Hernández Núñez, Gerardo Rafael Martínez Higuera y Bartolomé Franco el Chino en diciembre de 1997. Al Chino lo conocí por medio de Juan el Gato, a quien conocí a través del Chucho y a éste me lo presentó mi hermano Aurelio.

El Chino y Juan participaban en los secuestros. Eran cuidadores. Trabajaron algunos de los secuestros que hice de españoles. El 1 de diciembre de 1997, Juan el Gato me habló y me dijo que estaba reunido en Veracruz con el Chino y otros dos hombres a quienes escuchó decir que me entregarían con la Policía Judicial del Estado de México regresando de su viaje. Llamé al Chino. Le pedí que llevara dos gentes más para un secuestro. Nos vimos en el deportivo La Cascada, en Iztapalapa. Los cité ahí, porque existe una planicie de 200 metros y me daría cuenta si alguien más lo acompañaba. Fui con el Rata, el Chucho, el Greñas, el Chaparro, Juan Frutos y dos amigos de éste. Utilizamos dos camionetas y subimos a las tres personas. Los llevamos a la casa de la Avenida 535, en San Juan de Aragón. Interrogué a las tres personas, pero no me quisieron decir nada, con todo y que torturé al Chino (su cadáver tenía cinco heridas de arma blanca en el cuello y dos en el pecho). Lo ejecuté  de un disparo en la nuca.

–Ya vieron de lo que se trata. La cosa es seria, mejor pónganme a los judiciales –les advertí, pero insistieron en no saber nada; ejecuté a otro de ellos–. ¿De qué se trata? –le pregunté al último.

–¡Al que acabas de matar es el que te quería poner con un judicial de Ixtapaluca, pero yo no tengo nada que ver con ellos, te lo juro! –me dijo.

Pero no hubo forma de que me señalara bien a los policías. Y le disparé.

Todo pasó en el baño de la planta alta de la casa. Dejamos pasar un rato para que se desangraran, pusimos una bolsa de plástico en la cabeza a cada uno y los envolvimos en cobijas. Los metimos a la camioneta y los abandonamos cerca de la Unidad Habitacional de Valle de Aragón, en Ciudad Neza. Pasaba de la media noche del 3 de diciembre de 1997.

Los ejecuté con una pistola nueve milímetros marca Browning que tenía guardada en la casa de Cuernavaca. Tenía un mecanismo para funcionar en ráfaga acondicionado por un hombre a quien le decían el Capitán, armero de policías en el Estado de México a quien, tengo entendido, mató su propio yerno.

En esa casa también había cocaína. La guardaba en una caja fuerte en cuyo interior tenía medio kilo que compré en 30 mil pesos en 1997 a un oficial de la Policía Federal de Caminos en Puebla. Esa cocaína no la usé, porque yo ya tenía muchos días de consumir y ya me sentía muy mal. Decidí dejar el vicio. Tampoco quería regalársela a los muchachos, porque les hacía mucho daño. Ya nos habíamos acabado otro medio kilo que compramos antes. Sólo yo tenía acceso a la droga, porque sólo yo conocía la combinación de la caja fuerte.

Al sacar conclusiones, sé que los muertos iban a denunciar a Juan conmigo, porque el Gato estaba creando su propia organización y hasta había comprado armas. Luego vi en La Prensa que detuvieron al Gato con otros dos por el secuestro de un farmacéutico.

Sobre el homicidio cerca del panteón de Dolores del Distrito Federal, ocurrió de la siguiente forma. En 1991, cuando estuve preso en el penal de Barrientos, tuve una relación con una menor de edad que me visitaba en esa prisión. Mi esposa se enteró. Como reproche me dijo que ella salía con un cocinero compañero del mismo hospital de gineco-obstetricia del Seguro Social donde ella trabajaba. Me enteré de los vehículos que utilizaba esta persona, averigüé qué días descansaba. En 1996 lo seguí hasta su casa, cerca del panteón de Dolores, y cuando supe dónde vivía, le corté con una navaja la llanta de su auto. Salió de su casa. Lo reté. Le pregunté si pensaba que yo le había ponchado la llanta y me contestó que no. Le disparé con la Browning de mecanismo ráfaga. No sé si haya muerto inmediatamente.

A las ocho de la noche –habla Edgar Morales Casilla– estaba afuera de mi casa en la colonia América, delegación Miguel Hidalgo, con mi padre Gustavo Morales Gutiérrez, mi hermano Juan y mi cuñada Laura. Mi padre salió a cambiar la llanta trasera derecha del auto que estaba estacionado. Se acercó un automóvil negro sin placas. Venía un sujeto al frente del volante y un acompañante a su lado derecho. El auto detuvo la marcha y el que venía en el asiento de acompañante le pidió disculpas a mi padre por haberle bajado la llanta y después le preguntó si era Gustavo Morales. Mi padre respondió que sí. Y, sin motivo alguno, el hombre sacó un arma y disparó. Yo sentí un golpe en el pecho. Me incorporé para ver a mi papá que estaba tirado en el suelo como a tres metros de distancia. Los hombres huyeron. Mi padre también estaba herido. Murió 26 días después.

Un año después, por la misma causa, fui con Juan Ramón Frutos Aguilar y otra persona para verificar si la persona había fallecido. No vi que colocaran moño negro en la casa, de la cual salía una familia compuesta por un hombre joven como de 30 años, una mujer de aproximadamente la misma edad y dos niños como de seis o siete años. El hombre se acercó a su vehículo y me le acerqué rápidamente. Se dio cuenta de mi presencia y se bajó del vehículo. Quiso entrar a su casa. Resbaló y cayó sobre la banqueta. Ahí le disparé ocho veces. La esposa gritó.

A Roberto Gallegos lo conocí por ser concuño de mi hermano Aurelio y fueron vecinos en la colonia Campestre Aragón. Fue agente de la policía judicial de Morelos, el Distrito Federal e Hidalgo. Me quería entregar con un comandante de Iztacalco y quiso usar a Aurelio y a su esposa para encontrarme. De esto me enteré en marzo de 1998 y ordené que lo ejecutaran. Participaron Juan Ramón Frutos y otras gentes suyas. Les pagué 100 mil pesos por el asesinato. Unos días antes, a esta persona le enviaron un dedo humano, pero yo no di la orden de envío. Supe que lo habían enviado, porque había bailado a una banda.

Roberto Gallegos fue padre de siete. También comandante de la policía judicial en Hidalgo. El 18 de mayo de 1998, a las 11:15 de la noche, su esposa, Olivia Botello Arista, escuchó el claxon de su auto, señal de que ya había llegado a la casa, en la colonia Agrícola Oriental. La mujer del policía escuchó disparos de arma de fuego y corrió hacia su marido agonizante. “Mi media hermana, Adriana Suárez Arista, está casada con Aurelio Arizmendi López”, declararía la esposa de Roberto Gallegos. “En 1996, Adriana y Aurelio fueron los padrinos de mi hijo Alan Alexis; ese día se presentaron los dos a la iglesia en una camioneta café con franjas crema –la que utilizaron en sus primeros secuestros–. En ese vehículo nos trasladamos todos cuando terminó la misa y nos fuimos a comer.”

IV. Perros
de reserva
En 1998, cuando las policías mexicanas no encontraban el modo de detener a Arizmendi, la PGR buscó saber quién era el Mochaorejas.

Los agentes mexicanos encontraron al mejor psiquiatra relacionado con el tema del secuestro en Francia. Michelle Marie era en ese tiempo el jefe de negociadores del grupo antisecuestros de la policía  francesa. Le enviaron la información existente, incluidos los datos proporcionados por la esposa e hijos de Arizmendi tras su detención. Escribió Marie:

Es una hábil mezcla de varios signos patológicos. Se trata de un perverso narcisista con tendencia paranoica, lo que da un tipo de psicópata sociópata. No está loco. Tiene perfecta conciencia de lo que hace, del bien y del mal y justamente eso lo hace perverso. Hace el mal, sabe que está haciéndolo y le gusta. Obtiene mucho placer en cortar orejas. Pequeño paréntesis: hay dentro de la película de Quentin Tarantino Perros de Reserva un magnífico psicópata que, en presencia de su rehén atado sobre una silla, toma gran placer al cortarle la oreja.

Regresemos a nuestro perverso narcisista. Las principales características de estas personalidades son sentimiento de grandeza, egocentrismo extremo, ausencia notable de interés y empatía por los otros, aunque estén ansiosos por obtener admiración y aprobación. Sienten una envidia muy intensa por los que parecen tener las cosas que no tienen ellos mismos o que, simplemente, parecen tener placer en su vida. No solamente carecen de profundidad afectiva y no llegan a entender las emociones complejas de los otros, sino sus propios sentimientos no son modulados y tienen rápidas “llamaradas” seguidas de dispersión. Ignoran particularmente los sentimientos de tristeza y duelo; esta incapacidad de resentir reacciones depresivas es una característica fundamental de su personalidad. Cuando se les abandona o decepciona, pueden parecer deprimidos, pero no bajo un atento examen: se trata de ira o resentimiento con deseos de venganza. La literatura hace del perverso narcisista un retrato bastante caricaturesco al describirlo como un individuo despectivo, seductor. Es verdad, sin duda, pero la realidad es mucho más sutil y es lo que hace peligroso el ataque del perverso: no lo vemos venir.

En síntesis, nuestro individuo tiene una alta opinión de sí mismo, pero sobre todo una inmensa necesidad de reconocimiento. Se cree muy inteligente y manipulador. Para mí es aquí donde comete el más grande de sus errores. La verdadera cuerda sensible no es el amor de sus próximos, sino su inmensa necesidad de valorizarse, la famosa realización de la cual habla Abraham Maslow dentro de su célebre escala de las motivaciones. Es allí donde debemos actuar, sobre su imagen y la percepción que él tiene de ella. En otras palabras, debemos oponerle como negociador un hombre de cualidades requeridas, respetable, que represente a sus ojos un personaje importante de manera que se pueda encontrar como ante un espejo. El otro aspecto importante es que, en relación a su lado paranoico, no puede haber un fin “dulce”: no puede ser, normalmente, más que brutal y violento. Es lo que llamamos el principio de base. Sin embargo, hay otra posibilidad: la manipulación. Eso va a consistir en sacarle el tapete rojo. Darle la impresión de que no se rinde, que su acción va a tener una resonancia popular tan enorme que va a poder pasar a la posteridad. Debe tener el sentimiento de haberse vuelto alguien muy importante. Toda astucia, pues, consistirá en hacérselo creer.

Mi decimoctavo secuestro fue en octubre de 1997, contra Avelino Ruiz Noriega, empresario del negocio de vinaterías y abarrotes La Europea. Ese mismo día hablé con el hijo del secuestrado. Le exigí 10 millones de dólares. Se le hizo mucho dinero y me pidió una prueba de vida de su padre. Le pedí que fueran a recoger el recado a una tienda Comercial Mexicana de Insurgentes, que fuera a paquetería y pidiera la caja de Chococrispis dejada en el casillero uno. Dentro estaba, no me acuerdo, si una o las dos orejas del señor Avelino. Su hijo me ofreció solamente  20 o 25 millones de pesos. No acepté. Quería por lo menos cinco millones de dólares o seguiría torturando a su papá. Me pagaron junto a una iglesia, por el rumbo de Peñón de los Baños.

Ya habían ocurrido al menos tres secuestros a miembros de la comunidad española que eran dueños de vinaterías, importadoras y mayoristas. Durante los secuestros de las víctimas de ascendencia española, Arizmendi se identificaba como “Cuauhtémoc”, seudónimo alegórico a un sentimiento de venganza. Los españoles supieron de la venida a México de Jaime Mayor Oreja, entonces ministro del Interior de España, en octubre de 1997. Le pidieron al embajador de España en México ser recibidos. Tuvieron la reunión en la embajada. Uno de los españoles rompió el hielo diciendo al ministro:“Oiga, las paradojas de la vida, usted es Mayor Oreja y nosotros somos los sin oreja”. Al poco tiempo, intervinieron el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, y el procurador general de la República, Jorge Madrazo.

La investigación se mantuvo aislada durante buena parte de la carrera de Daniel Arizmendi. El Centro de Investigación y Seguridad Nacional tenía alguna información, la PGR otra, las procuradurías del Distrito Federal y del Estado de México tenían datos por su cuenta. La Procuraduría General de Justicia del DF le proporcionó a la PGR el nombre de Pedro Ríos como uno de los alias usados por Arizmendi y eso representó un avance significativo. Usaba este nombre con los segundos apellidos de Esparza y Arizona, así como los seudónimos de Aldo Almazán Lara y Ernesto Saldaña. La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada (uedo), hoy subprocuraduría, obtuvo los números de cuatro celulares utilizados por Arizmendi. Por limitaciones tecnológicas, la uedo pidió ayuda para rastrearlos al Centro de Investigación y Seguridad Nacional, donde Wilfrido Robledo y Genaro García Luna, actual secretario de Seguridad Pública federal, trabajaban en el caso desde el secuestro de Raúl Nava Ricaño. 

Personal del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) sabía que Alberto Pliego Fuentes estaba cerca de Arizmendi y lo reclutaron para continuar la investigación. “Se asume que habría la intención de Pliego Fuentes de detenerlo él personalmente para controlarlo”, observa en entrevista Ernesto Mendieta, entonces jefe antisecuestros. La PGR distribuyó información en los periódicos construyendo un escenario ideal para Arizmendi, en el que se le pintaba como inteligente y capaz con la idea de explotar su condición narcisista y abrir la puerta para su entrega. También porque se quería “calentar” el asunto, como en el argot compartido de policías y bandidos se le llama a sobreexponer un caso y cortar la protección de policías federales y estatales y de ministerios públicos y jueces.

En los expedientes del caso Arizmendi existe una fotografía de Daniel joven, con el cabello corto y peinado de lado hacia la derecha, viste una playera de cuello redondo de dos colores, diferentes al resto de la prenda. Un supuesto retrato hablado elaborado por cómplices, víctimas y vecinos fue distribuido por la PGR. Pero la imagen fotográfica y el dibujo son idénticos. Publicaron una foto con efecto de dibujo con lápiz. Así de cerca estaban.

La primera detención importante fue la de Daniel Vanegas Martínez, a principios de 1998. Lo capturaron con su esposa y su madre, Jaqueline Cruz Ríos y  Eustaquia Martínez Ramírez, ambas cómplices, en la casa de la Campestre Churubusco, la que Daniel Arizmendi regaló a su amante Dulce Paz.

Daniel Vanegas declaró en abundancia. Dijo, por ejemplo, que tras la publicación de las fotografías familiares, Daniel Arizmendi López envió a su familia a Cuba utilizando pasaportes con nombres falsos obtenidos en Toluca. O que en octubre de 1997 Aurelio Arizmendi López se embriagó en la cantina Los Zorros Plateados, en Ciudad Neza, y se baleó con policías municipales y fue herido en la pierna derecha. Que antes de ser el Mochaorejas, Daniel tuvo por apodo el Dado y Aurelio el Perro. Que Juan Fonseca y Arturo Moncada fueron enviados a un lugar de Sinaloa llamado El Desengaño, pero aún cobraban miles por sacar a la gente de la banda de la prisión y por dar credenciales doradas del ministerio público o de la Cámara de Diputados para deslumbrar a quien fuera. Pero más importante para la policía, dijo que Daniel y Aurelio Arizmendi dormían en hoteles de Cuernavaca y Cuautla, entre estos Real del Sol y Hacienda del Río, y que en la capital de Morelos ocultaba a su otra familia.

La Policía Judicial Federal siguió la pista de los números telefónicos fijos, celulares y radiolocalizadores a Cuernavaca. En la compañía telefónica les informaron que un teléfono estaba domiciliado en la calle de Ontario número 12, en el fraccionamiento Bello Horizonte. El 22 de mayo de 1998, vigilaron la casa y siguieron un vehículo sin placas, con permiso de circulación, como usaba Daniel Arizmendi López. Lo manejaba una persona de 20 años, Daniel hijo. Intentó huir. Lo persiguieron por el centro de Cuernavaca. Perdió el control del auto en una glorieta y se estrelló contra la guarnición. Bajó y corrió. Volteó, apunto con una pistola y disparó contra los policías, quienes contestaron la agresión. Trató de brincar una barda, pero, herido en una pierna, tropezó y cayó al suelo, donde fue desarmado y sometido. Dijo a los policías que su padre estaba dormido en su casa. Las puertas estaban abiertas. En la casa había movimiento de personas. Luis Cárdenas Palomino, subcomandante de la Judicial Federal, ordenó a los federales, estatales y municipales parapetarse detrás de una pared.

–¡Salgan sin oponer resistencia, con las manos en alto! –gritó Cárdenas Palomino.

–¡No disparen! Somos tres mujeres y un niño, entren –dijo María de Lourdes Arias García.

–¿Dónde está tu esposo? –preguntó el oficial adentro de la casa.

–Acaba de salir en una camioneta roja.

–¿Dónde está el dinero?

La esposa de Arizmendi los guió a la cocina y, detrás de la estufa, empotrado en la pared, señaló un cajón de madera de dos metros de largo, medio metro de ancho y 25 centímetros de alto lleno por completo de billetes mexicanos, dólares y centenarios. También les mostró maletas de viaje repletas de más dinero y armas AK 47.

Fueron detenidos, además de Daniel hijo, María de Lourdes Arias García; Verónica Jaramillo Saldaña, nuera de Arizmendi; S. Arizmendi Arias, y entregado al ministerio público el pequeño nieto del Mochaorejas.

Los policías le preguntaron a S., hija de Arizmendi, cómo se comunicaba con su padre y mandaron mensajes al radiolocalizador del secuestrador. Daniel cayó en la trampa y marcó a su casa. Tomó el teléfono un comandante.

–Estamos en tu casa. Tenemos a tu esposa y a tus hijos. Aquí está S. La niña se puede ir, pero te debes entregar.

–Sí… Me comunico más tarde –dijo Arizmendi.

A la hora repiqueteó el teléfono:

–Me entrego frente a los medios de comunicación.

–Está bien, donde tú digas.

–Te hablo en una hora.

Pero Arizmendi jamás volvió a llamar. En esa casa se encontraron cerca de 50 millones de pesos en dólares y centenarios de oro con los que las familias de sus plagiados completaban el rescate. A la incautación del dinero se agregarían 18 casas en distintos estados.

En el ministerio público la niña también fue interrogada:

Desde que salí de sexto año de primaria, cuando ocurrió lo de la discoteca Skates, supe que mi papá era secuestrador. Vivimos en varias casas. Siempre llevábamos el dinero con nosotros cuando nos cambiábamos. Lo echábamos en maletas y lo escondíamos. Lo metíamos en un escritorio y en cajones o en la caja de madera donde lo encontraron. Mi papá conocía a dos licenciados, Juan Fonseca y Arturo Moncada, el primero iba a la casa con su familia a la calle Felipe Ángeles y después iban a la casa de Cuernavaca. Al segundo licenciado mi papá le hablaba y le pedía que le ayudara en sus asuntos. Mi papá tenía un amigo de la policía, Ángel Vivanco, quien también iba a la casa de Felipe Ángeles. Actualmente tengo tres nombres: S. Arizmendi Arias, que es el verdadero, S. Ríos Esparza y Patricia Almazán Vilchis. Me los dio mi papá para comprar propiedades, inscribirme en la escuela o para cualquier requisito, pero sobre todo para comprar casas y no ser reconocida. Me tuve que acostumbrar a ellos. Mi papá mutilaba las orejas. Lo sé porque escuché comentarios de mi papá y mi mamá. Le pregunté a mi hermano Daniel sobre ese asunto y me dijo que él también lo sabía.

Los seudónimos de la familia Arizmendi tomaron forma afuera del Registro Civil del Distrito Federal, en Arcos de Belén. María de Lourdes pagó 100 pesos a un coyote por cada acta de nacimiento ilegal, pero elaborada desde las mismas oficinas de gobierno. Con esos documentos, la mujer tramitó las licencias de conducir y certificados de secundaria en la Secretaría de Educación Pública con los nuevos nombres. Los de ella eran Laura Vilchis Luna, Leticia Fuentes Valdés y María Elena de Ríos. Su hijo se hacía llamar Héctor Almazán Vilchis.

V. El parto
de Arizmendi
El día que detuvieron a la madre de Dulce Paz Vanegas, a su cuñada Jacqueline y a su hermano Daniel Vanegas –el primer golpe importante a Los Mochaorejas–, el 8 de enero de 1998, en el sur del Distrito Federal, la amante de Arizmendi no estaba con ellos. La mujer esperaba un hijo del Mochaorejas y estaba en Cuernavaca. Se enteró de la captura de su familia y habló por teléfono con Daniel. Se vieron.

–Entrégate –pidió ella.

–Eso sólo empeoraría las cosas –dijo él con un gesto severo.

Dulce Paz se hospedó en un hotel, mientras Arizmendi hacía el trato para comprar otra casa en Cuernavaca y regalársela. Como también la buscaba la policía, Dulce Paz pidió a su primo Miguel Armando Morgan que escriturara a su nombre. Arizmendi no aceptó. Desde el principio no le gustó Morgan. Alguna vez lo quiso golpear acusándolo de acostarse con su prima. Pero las opciones eran pocas y la casa fue escriturada por Morgan bajo un alias. Los primos vivieron juntos hasta el 21 de mayo de 1998, cuando Dulce Paz ingresó al hospital San José, en Tequisquiapan, Querétaro. En medio de las contracciones, se registró con el nombre falso de Gloria Guzmán y dio a luz a un niño al que llamó H. Había pactado con su cuñada Jacqueline que registrarían al bebé como si fuera su hijo en previsión de que la detuvieran o le pasara algo, pues Dulce Paz está enferma del corazón.

Dulce Paz conoció la detención de la familia de Arizmendi por televisión mientras estaba hospitalizada y la incautación de varias casas, incluida la casa donde vivía con su primo. Entonces vivió en diferentes hoteles de la zona turística de Tequisquiapan con su primo y su hijo durante un mes. Arizmendi la buscó. Fue rápido y obvio: “Tengo problemas, no te puedo llevar conmigo”. Le dio dinero para mantenerse. La mujer buscó a su cuñada, sobrinos y hermanos para saber si estaban bien. “No tenemos ni dónde dormir. Ni para comer tenemos. Nadie nos quiere ayudar.” Esperó a que Daniel la buscara y le dio la larga lista de problemas.

–Les ofrezco techo y comida –dijo él–, pero deben quedarse siempre dentro de la casa. No pueden salir por ningún motivo, deben hacer sólo lo que yo diga.

El 15 de agosto Arizmendi los citó en Perisur. Los recogió en su auto y les prohibió levantar la cabeza. Los llevó a una casa en la calle Mar de Lluvia, en Naucalpan. Al llegar a la casa, Dulce Paz encontró a Ernesto Mendoza el Niño, un hombre de un metro 45 centímetros de estatura, nacido, como Arizmendi, en Miacatlán, Morelos.

Arizmendi caminaba en una cuerda cada vez más floja. Cada vez estaba más solo. No sólo su esposa, hijos y lugarteniente, Daniel Vanegas, estaban detenidos. El 30 de junio de 1998, Aurelio Arizmendi estaba en la calle de Fígaro, cerca de Reino Aventura, hoy Six Flags, con unos albañiles. Uno le avisó que su camioneta estaba rodeada por la policía. No dudó y huyó en el carro del plomero. Le dispararon y tal vez esto le hizo chocar contra un microbús y un taxi. Abrió la puerta y corrió. “Quise engañar a los policías fingiendo que sacaba una pistola de entre mis ropas a la altura de la cintura y que les apuntaba para que me dispararan, porque no quería ir a la cárcel. Corrí hacia ellos y me hirieron una pierna. Aun así alcancé a uno de los policías con quien empecé a forcejear para quitarle su pistola. Me hirieron por segunda ocasión, en la otra pierna. Solté al policía y caí al suelo”, recordaría en el ministerio público.

Llevaron a Aurelio al Hospital Ángeles y luego al Hospital Militar. Quiso permanecer callado. No era la primera vez que debía callar por su hermano. Josefina Ricaño, madre de Raúl Nava, se le acercó: “Yo te he perdonado, a quien le toca perdonarte ahora es a Dios y a la Virgen”. Y Aurelio, forjado con Los Carniceros de Ciudad Neza, curtido entre matones y ladrones de la cárcel de Barrientos, habló. Y habló en abundancia.

Mi vigésimo primer secuestro fue en agosto de 1998. Todos los míos ya estaban detenidos. Quería recuperar mi dinero y retirarme. Pensé ser agente inmobiliario fuera del Distrito Federal, pensé en Querétaro y vivir con Dulce Paz y mi hijo.

Secuestré a Raúl Nieto del Río, empresario de Querétaro. Planeé el asunto con Miguel Armando Morgan Hernández y Ernesto Mendoza Carbajal el Niño. Vimos muchos camiones con su apellido y supimos que tenía muchas propiedades. Consultamos en la sección blanca del directorio.

Había cinco residencias en el Club Campestre con ese nombre. Investigamos sus negocios por mes y medio y decidí secuestrarlo. Hablé con los hermanos Juan Ramón y Miguel Ángel Frutos Aguilar y el Patán. Juan Ramón consiguió otras tres personas. Los vi en el DF y le di cinco mil pesos a cada uno para sus familias, pues el trabajo duraría un mes.

Todos se quedaron a dormir en una casa rentada en Querétaro y pasé por ellos un lunes por la mañana. Les enseñé los recorridos que hacía Raúl Nieto y les expliqué cómo sería el secuestro. Hicimos simulacros y al día siguiente por la mañana se pusieron en sus puestos  para el secuestro. Hicimos dos intentos, pero cambió de ruta. En el siguiente, cuando salió de su casa, le hablé a Morgan y le dije que estuvieran listos. Nieto llegó a una avenida enorme y, al dar vuelta hacia un bulevar, Morgan se le atravesó por el frente.

El secuestrado se echó de reversa y se impactó contra el Volkswagen blanco en el que yo iba. Se resistía. Juan Ramón Frutos Aguilar le dio un balazo y le abrió la puerta. Raúl Nieto se aferró al cinturón de seguridad para que no lo bajaran. Martín le dio un culatazo con el cuerno de chivo en la mano y el hombre se dejó caer al suelo. Entre Juan Ramón y Miguel Ángel Frutos Aguilar lo llevaron a una casa que Morgan compró usando un alias, en la colonia Santa Bárbara.

Juan Ramos me dijo que el secuestrado todavía estaba en la Combi color crema y que no lo habían bajado, porque se veía muy mal y sangraba demasiado. Lo chequé y no le sentí pulso, ni en la muñeca ni en el cuello. Ni respiraba. Ordené a las cuatro personas que traían la Combi bajarlo y ponerlo en el cuarto del fondo de la casa. Juan Ramón me preguntó qué haríamos.

–Nada, ya está muerto –respondí.

–¿Nunca has exigido rescate por una persona muerta?

–Nunca lo hice.

Se me ocurrió cortarle ambas orejas con un cuchillo de 30 centímetros de largo, de mango color negro y hoja plateada. Luego ordené que enterraran al secuestrado en un cuarto donde había un agujero que utilicé para guardar una hielera en la que escondía mi dinero, pero como acababa de comprar otra casa, en las afueras de Querétaro, había trasladado ahí la hielera. Y como no podía deshacerme del muerto, ordené a las cuatro personas que iban en la Combi y al Niño que lo enterraran ahí.

Chequé los teléfonos de la familia Nieto y ubiqué el de su casa. Contestó su esposa. Exigí 15 millones de dólares con la idea de despistar y que no me buscaran. Regresé a la casa donde estaba el secuestrado y vi que ya estaba enterrado, con una losa de cemento y el piso emparejado. Todos se fueron, excepto Morgan, el Niño y yo. Regresamos a la ciudad de México.

Como a las 11 o 12 de la noche, cuando ya estaba acostado, pensé que sí era buena idea exigir el rescate del muerto.

Nunca había permitido que nadie negociara mis asuntos, pero le pedí a Morgan que hablara con la esposa de Nieto y le preguntara si ya tenía el dinero. Regresamos a Querétaro por la mañana. Ordené a Morgan que buscara a cuatro de la banda de Los Frutos.

Cuando llegaron, yo mismo había levantado el cemento fresco que cubría el hoyo donde estaba enterrado Nieto del Río. Escarbé con pico y pala, pero apenas pude sacar una pierna. Era demasiado pesado.

Llegaron Morgan, el Patán, un tal Martín y otro más y entre todos desenterramos el cadáver. Lo pasamos al baño sobre una colchoneta y yo mismo lo bañé y sequé. Lo coloqué en una cama individual. Mandé a Morgan al supermercado por varias cosas y cuando regresó maquillé al muerto.

Le puse polvo facial, lápiz labial y le acomodé suero con gasas y cinta adhesiva en uno de los brazos. Le vendé los ojos, le puse una sábana hasta medio pecho y le acomodé al lado un periódico del día. Le tomé varias fotografías. Escogí la más real y, ese mismo día, como a las nueve de la noche, ordené a Morgan que hablara por teléfono a la familia y les dijera que había un recado en una bolsa de palomitas del cine que antes había dejado en la taquilla de la puerta dos de la plaza de toros de Querétaro. Eran el reloj y las dos orejas de Raúl. Como a las nueve o 10 de la noche, hablé con el tío del secuestrado.

–Soy Daniel Arizmendi –le dije con franqueza–, si no me das los 15 millones de dólares y si no me resuelves antes de las 12 de la noche, lo voy a matar.

–Te doy nueve millones y ya es un trato.

–¿Qué plazo quieres para no fallar?

–Necesito un mes para pagar, pero quiero una prueba de vida.

Mandé otra foto con el periódico del día en el pecho de Raúl en un sobre al que agregué 100 mil dólares de mi bolsa con el mensaje de que le dieran un buen entierro si no me cumplían, pues Raúl se lo merecía por ser tan trabajador. Esto lo hice con la idea de ganarme la voluntad de los familiares y para que no sospecharan que el secuestrado ya estaba muerto.

–¿Cuánto tiempo necesitas para juntar el dinero? –le volví a preguntar al tío de Nieto.

–Un mes.

Pero no esperé.

La noche del 17 de agosto de 1998, a las siete u ocho de la noche, Morgan llegó a donde se escondía Dulce Paz. Estaba pálido y temblaba. Iba con la Policía Judicial del Estado de México. Un policía tomó del cabello a Dulce Paz. Otro le preguntó por el dinero.

–En el clóset de la recámara, junto al baño de la planta alta, hay un portafolio negro y una hielera roja. Adentro está el dinero –chilló la mujer.

Declaró Dulce Paz: 

“Entre los dos policías me llevaron ahí. Uno de ellos descubrió la hilera y sacó un costal de plástico blanco. Vio que estaba el dinero. El otro vio el portafolio y lo quiso abrir, pero no pudo, porque la chapa es de combinación. Me pidió que le diera la clave. No se la di. Gritó, pero me quedé callada. Volteó hacia las escaleras por donde venía un tercer policía y le ordenó que subieran a uno de mis hermanos para que le cortaran las orejas. Les di la combinación. El policía sacó el portafolio del clóset al pasillo y lo llevó al interior de la recámara que yo utilizaba y en donde había dejado mi bolsa de mano con 40 mil pesos. Un policía me llevó a la planta baja, otro llegó con la hilera y se sentó sobre ella. Ya no supe del portafolio”.

El Cisen ya tenía intervenidos los teléfonos de Arizmendi y conocía la muerte de Nieto. En las escuchas, también encontró la conexión entre Arizmendi y los Frutos. Detuvieron a uno de éstos y lo hicieron citar a Arizmendi en el Distrito Federal.

Ese día, lunes 17 de agosto, como a las 4:30, se comunicaron por teléfono conmigo el Patán y Juan Frutos. Les había pedido que me consiguieran una credencial de elector falsa y nos citamos en avenida Río Churubusco, a la altura del Palacio de los Deportes. Los vi, pero nada sospeché. Fui detenido repentinamente y trasladado a un lugar desconocido. Me vendaron los ojos y me agacharon en el piso del vehículo. Cuando me quitaron la venda, estaba en un lugar que parecía una bodega donde había llantas de avioneta. Vi a Pliego Fuentes. Luego me enteré de que quienes me detuvieron fueron a la casa donde estaba Dulce Paz Vanegas Martínez y otras más.

En ningún momento autoricé para que se metieran a mi domicilio de Naucalpan –donde detuvieron a Dulce Paz–. Tenía ocho millones de pesos dentro de una hielera roja con blanco en billetes de 200 y 500 pesos y 400 mil dólares americanos en un portafolio negro. Ese dinero fue sacado por la Policía Judicial del Estado de México y la cantidad que se me presentó es inferior.57 Me llevaron a Querétaro. Los llevé a donde estaba el cadáver de Nieto.

El caso Arizmendi derivó en la investigación de una red de corrupción y protección a secuestradores desde el gobierno del estado de Morelos. Fueron involucrados el procurador estatal Carlos Peredo Merlo; el jefe de la policía judicial Jesús Miyazawa, y el comandante del Grupo Antisecuestros de Morelos, Armando Martínez, descubierto el 29 de enero de 1998 mientras se deshacía del cadáver del secuestrador Jorge Nava Avilés El Moles, torturado hasta morir dentro de las oficinas de la Procuraduría General de Justicia de Morelos. Este hecho significó el inicio del camino a prisión de los Arizmendi. El Moles pertenecía a una banda que operaba fuera de la protección de la policía morelense. Ante la presión política y social, el Gobernador Jorge Carrillo Olea –ex director de la temible DFS y gobernante subordinado al ex Presidente Luis Echeverría– se vio obligado a dimitir.

Alguien más estuvo bajo las órdenes del procurador Lauro Ortega –cuya administración contrató a Arizmendi y en la cual el Mochaorejas conoció el oficio de ladrón de autos–: Alberto Pliego Fuentes, el Superpolicía, vendedor de protección a Arizmendi, captor del mismo –por lo que ganó su sobrenombre– y protector del cártel de Juárez.

Ernesto Mendieta dejó la PGR y, tiempo después, fue contactado por la productora hollywoodense Totem, de los hermanos Scott.59 Un año antes ganaron el Oscar por Gladiador y querían actualizar una novela de A. J. Quinell, ambientada en la Italia de la década de 1980. Tony Scott quería por escenario una región  del mundo donde hubiera secuestros. Escuchó de Arizmendi. Vinieron al Distrito Federal, a Ciudad Nezahualcóyotl y a Naucalpan. Los secuestradores se llamaron Daniel y Aurelio. El filme se tituló Hombre en Llamas.

Y yo, Daniel Arizmendi, no uno cualquiera, sino el Mochaorejas, fui condenado a lo que ningún hombre puede vivir. Mi sentencia es de 398 años. fuente sinembargo

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