El sábado murió mi amigo Tragabalas a consecuencia de una de las tantas cabezas de esa quimera llamada Narco: el secuestro. Traga, como también le conocíamos, logró escapar de sus captores con dos balazos en el cuerpo. Luego de 15 días de agonía en Acapulco, finalmente perdió la vida.
Traga no tenía nada que ver con la violencia. Era arquitecto urbanista egresado hace 20 años de la Universidad Autónoma de Guerrero. Padre de cuatro hijos. Un tipo muy fuerte, pese a su mediana estatura. Dicharachero y amable.
Su mote no obedecía a una afición por las armas ni mucho menos. Fue de los primeros niños en el pueblo que usó brackets. El apodo fue inevitable porque al sonreír asomaban los fierros. A Traga, el apodo lo acompañó aun después de quitárselos. Al menos en el pueblo, casi nadie lo conocía por Rafael, llamado así en honor a su padre. Fue Tragabalas el resto de su vida.
El sábado que me informaron de su muerte, mi informante fue directo: "se murió Tragabalas". Tenía unos dos años sin verlo, pero inmediato supe de quién se trataba.
Cuando lo conocí, allá por mi ardiente adolescencia, me pareció un vato medio mamón. Junto con Javier e Irving, un par de viejos amigos, acudimos a Traga para que nos empleara en su negocio familiar: la venta de pollo. El motivo de aquel empleo era con un noble objetivo: Javier y yo estábamos obsesionados con el basquetbol, pero no teníamos dinero para unos tenis. Por su parte, Irving, para solventar sus estudios. Así que acudimos ante Traga para que nos diera chamba como peladores de pollo.
"No van a aguantar", dijo con una sonrisa, una sonrisa que siempre lo caracterizó.
Sus palabras hirieron mi orgullo. Quería los tenis, unos Air Max Charles Barkley modelo 94, pero también quería demostrarle a Traga que yo no era fácil de roer.
Ese fue mi primer empleo. Pelaría pollos durante medio año. Juntaría los 750 pesos que costaba el calzado deportivo y además, haríamos una amistad a prueba de resacas.
Nos levantábamos a las tres de la mañana para ir a la chamba. Irving y yo éramos vecinos. A veces yo le ganaba a levantarme, a veces él. Luego pasábamos por Javier. Tragabalas ya estaba ahí cuando nosotros llegábamos. En aquel tiempo yo aún era capaz de percibir olores, así que los primeros días el olor me parecía insoportable: sangre, pluma quemada, pellejo y mierda de pollo, volvían aquello un coctel aromático inaguantable. Con los días dejamos de percibirlo.
Casi diario, a eso de las cinco de la mañana, Traga —a quien tratábamos de no llamar así frente a su madre, aunque nos costaba mucho trabajo— nos invitaba un licuado recién hecho. Él lo tomaba directo del vaso de la licuadora. El tiempo que convivimos laboralmente fue estupendo: tenía una grabadora y nos dejaba poner la música que quisiéramos. Nos daba consejos para mejorar en el deporte, pues él estaba obsesionado con el bienestar físico, hacía pesas e iba a correr. Soltábamos toda clase de chascarrillos para no sentir el trabajo.
Pero no todo era buena onda. Las levantadas me mataban y en la escuela dormitaba frecuentemente. No me quedaban energías ni para ir a jugar básquet. Por si fuera poco, en ese tiempo ya bebía generosamente. Así que antes de los tres meses, yo ya quería tirar la toalla y olvidarme de los Barkley. Sus palabras fueron cuchillos: "si van a hacer una chamba, cumplan. Ahorita es pelar pollos, mañana puede ser otra cosa". Claro que no me abrí.
Conforme pasaban las madrugadas, me di cuenta que de mamón no tenía nada. No, qué va, era un buen tipo, tanto, que forjamos una amistad que duró pese al oxidante paso de los años. Cuando junté el dinero, le di las gracias y me fui a la capital. Iba feliz, soñando con un par de tenis nuevos. Pero la realidad me bajó de la nube: con la devaluación del 95, los Air Max ya no costaban 750, sino casi lo doble: mil 200 pesotes. No lo podíamos creer. Fue mi primer escarceo con el PRI y con todo lo que huela a gobierno.
Así que volví con Tragabalas otro rato más.
Cuando finalmente junté lo de los Barkley, le dijimos adiós a la peladera de pollos, pero no a Traga, quien después ingresó a la facultad. Yo hice lo propio.
Aunque nuestros caminos se separaron, siempre que nos veíamos, era como si apenas ayer nos hubiéramos visto en la galera, junto al agua hirviendo, al característico aroma aviar y un vaso de licuado (que después cambiamos por cerveza o licor). Incluso, en el mismo sitio donde trabajáramos juntos, abrió temporalmente un bar al que llamamos El Fin del Mundo, donde viví mis propias Historias del Kronen. Aunque al barcito iban lo mismo albañiles, estudiantes o ganaderos, Traga me dejaba poner discos de rock. Recuerdo que en una ocasión, al calor de unas copas, se asombró que me dedicara al periodismo y a la escritura. "Está bien, cabrón, haz lo que quieras, pero hazlo con ganas", dijo.
Tragabalas murió cuando las autoridades municipales, estatales y federales, presumen la baja de homicidios en Acapulco (una ciudad noqueada por el narco). Apenas el 11 de octubre, el gobernador Héctor Astudillo presumió: "contra el número de homicidios dolosos que normalmente acontecen en Acapulco las cifras se mantienen a la baja, a un mes de las acciones que se realizan en el marco del combate a los homicidios dolosos que fue implementado por el Gobierno de la república en las 50 ciudades más violentas".
No hay tal. Poco a poco, el narco nos toca. A veces muy cerca, en otras no tanto. A veces logramos contarlo y en otras nos toca llorar. Aunque Astudillo y los gobiernos municipal y federal insisten en que la violencia ha disminuido, para la gente de a pie todo continúa igual y la muerte de Tragabalas, lo confirma. Con siete vehículos robados por día. Con asesinatos a diario. Con cobros de piso —y su consecuente cierre de negocios—, extorsiones y secuestros.
Y pensamos que nada ha cambiado, porque pese al discurso oficial de la baja a la violencia, son las propias autoridades la que reconocen que hay nueve cárteles que se disputan la plaza de Acapulco. Mientras que a nivel estatal, son 16 grupos delincuenciales los que mantienen a Guerrero de cabeza.
Durante septiembre, Tragabalas fue extorsionado vía telefónica. No es que fuera millonario, no. Pero en Guerrero, el narco ha multiplicado sus objetivos. Basta con tener una tienda, un taxi o un cochecito nuevo para ponerse en la mira. Traga no hizo caso a las extorsiones. Pensó que sería uno más de los miles de mexicanos que reciben llamadas amenazantes. Hará cosa de 15 días que intentaron secuestrarlo. Un grupo de hombres se lo quiso llevar, pero Tragabalas, como bien dije, era fuerte. Ni los dos tiros lograron amansarlo. Logró escapar del narco, aunque ya no pudo escapar de la huesuda.
El domingo tocó el turno de sepultarlo. El pequeño panteón del pueblo le abrió sus puertas. En lo que resta del año, más familias pasarán por lo mismo.
Mientras tanto, lo recuerdo con su sonrisa a discreción, con su fuerte saludo y cantando el estribillo final del corrido de su pueblo:
pa' un lado está el Capulín
pa'l otro el Cerro Pelón
pa' arriba está Mohoneras
y pa' abajo está el panteón
ahí quiero que me entierren
el día que me muera yo