975 metros por segundo. Esa es la velocidad alcanzada por una bala de fusil AR-15 como las descargadas contra Miguel Ángel Rodríguez Viviano, un muchacho de 17 años originario de Ajuchitán del Progreso, Guerrero. Fue el primero en ser ejecutado en Tlatlaya por un militar, quien luego sembró esa arma junto al cuerpo de otro para así cuadrar la escena en la masacre que usó como coartada un enfrentamiento.
Agentes del gobierno del Estado de México, dicen ahora las investigaciones, estaban allí. Ellos torturaron a otro testigo para que no hablara y ayudaron a encubrir el crimen. Pero Eruviel Ávila ordenó “guardar” durante más de una década el caso, lo mismos que la PGR y las Fuerzas Armadas.
SinEmbargo presenta la reconstrucción de los minutos de la matanza con base en el conjunto de declaraciones y peritajes –declarados como “confidenciales” por el Gobierno federal y del Estado de México–. En las 268 páginas del apretado texto pericial, se observa el horror de una madre al encontrar a su hija de 15 años agonizante, y luego muerta.
O se distingue a un muchacho de 17 años tratando de detener, con sus manos, la muerte lanzada como un relámpago por un militar mexicano a velocidad de 975 metros por segundo.
El expediente revela más: que hay otros involucrados en esta tragedia (que descarriló el gobierno de Enrique Peña Nieto como la de los 43 normalistas desaparecidos) y siguen libres.
Uno de esos que no han pagado es el coronel Castro. Eso dice la evidencia…
Dentro de un cuarto interior a la bodega rebosante de cadáveres, dos o tres militares con traje de campaña llevan a cinco personas sobrevivientes del tiroteo del 30 de junio de 2014.
En el cubo de ladrillos, acomodan a Clara, una mujer que minutos atrás ha visto morir a su hija de 15 años de edad; a su lado, a Cinthya, una muchacha de 20 años de edad; luego a una mujer de nombre Patricia y, a la derecha de ésta, a dos varones jóvenes.
Los soldados efectúan una investigación exprés con los sobrevivientes. Algo concluyen los militares que desamarran a quienes continúan atados.
Sobre este momento, dirá Clara ante la autoridad:
“Como a las siete de la mañana –ya con luz del día–, llega una persona alta, de bigote, con uniforme diferente al de los demás militares. Se acerca a los dos muchachos y les pregunta en qué trabajaban y su edad. Les dice que lo acompañen porque les tomarán una foto. Sale esta persona de uniforme distinto y los saca [a los jóvenes]. En eso, escucho disparos provenientes de atrás de la caseta. Después de los disparos, la persona uniformada entra otra vez, pero ya sin los dos muchachos”.
Cynthia también hablará de este momento:
“Un militar le dice a los dos chavos que estaban amarrados junto conmigo que fueran con él para tomarles unas fotos y los lleva a la vuelta del cuarto y escucho unos disparos, después regresó el soldado, pero ya sin los dos chavos”.
[Esta doble ejecución no será descrita en las acusaciones federales. Las autoridades ministeriales y judiciales, civiles y militares, presentarán cargos por homicidio contra un sargento y dos soldados, cuyos uniformes sólo se distinguen en que el primero lleva dos cintas a manera de insignias y los otros no, aunque este es un pormenor difícil entre civiles ajenos a la milicia, además que en los trajes de campaña las distinciones son camufladas].
–Esa pinche vieja no me convence –repite el militar de uniforme diferente respecto a Clara.
–¡Si no quieres cooperar, yo veo que te metan 10 años a la cárcel! –la amenaza el militar de vestimenta diferente.
–¡Me violaron! –solloza Cynthia.
–Vamos a buscar al que te violó –propone un soldado y ambos salen del lugar. A unos pasos, Cynthia reconoce, inertes, a los tipos interrogados segundos atrás.
Más balazos. Patricia imagina al joven rostro de Cynthia con los ojos abiertos sin que nadie se compadezca en cerrarlos y ayudarle a descansar en paz.
Pero no, Cynthia vuelve con una cuenta en mente: en medio del matadero humano, ha observado, además de los ejecutados afuera del cuarto, ocho muertos y, del lado izquierdo del lugar, otros cinco, estos encimados como borregos antes de partir con el tablajero.
El uniformado responsable de transmisiones contacta con la zona militar “a las seis de la mañana”, según las actuaciones, y más personal castrense llega al sitio.
Hacia las 12:30 del día, cerca de ocho horas después dela masacre, se presentan funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJEM) y, de acuerdo con al menos uno de los testimonios, también de la delegación mexiquense de la Procuraduría General de la República (PGR).
“Un gordito que dijo que era de la PGR de Toluca, nos sacó de la caseta a una por una y nos cruzábamos la calle, en frente de la bodega y nos interrogaba”, revelará Clara y dejará abierto otro dato: personal federal habría conocido, desde el inicio de la investigación o la simulación de ésta, la escena del crimen alterada por el Ejército mexicano.
***
Lo anterior quedará asentado en declaraciones ministeriales, las mismas actuaciones útiles para incriminar a militares de la tropa en los “asesinatos calificados”, según tipificación del Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, “ejecuciones extrajudiciales”, ha definido la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Pero lo descrito por el propio agente del Ministerio Público del Estado de México da más clave. El abogado mexiquense da cuenta de la presencia, anterior a su arribo, de un mando castrense:
“[El] sitio se encuentra resguardado por personal militar, a cargo de tres camionetas de la Secretaría de la Defensa Nacional [Sedena] al mando del Coronel del Batallón 102 de Infantería, con sede en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, Estado de México, Raúl Castro Aparicio”, quien, momentos antes, avisó por teléfono al Ministerio Público del Estado de México, instancia investigadora a la que tocaba intervenir en primera instancia.
En adelante, la Procuraduría mexiquense sostendrá la confiabilidad de su investigación en función del resguardo del sitio realizado por el coronel Castro. La autoridad investigadora dependiente del Gobernador Eruviel Ávila concluirá oficialmente:
“Por las observaciones realizadas en el lugar de la investigación, se determina que este fue preservado en su estado original momentos previos a nuestra intervención criminalística, lo que se corrobora ya que a nuestro arribo al lugar se encontraba resguardado por elementos del Ejército mexicano”.
En el documento existen más referencias de la intervención del coronel en el sitio de la investigación. En algún momento de la mañana, los investigadores descubren un pequeño arsenal en una de las camionetas relacionadas con los supuestos criminales. Entre las armas, incautan una granada con seguro y espoleta, “la cual por seguridad del personal de actuaciones y por indicación del coronel del 102 Batallón de Infantería de nombre Raúl Castro Aparicio le ordenó al capitán segundo de Infantería de nombre Alberto Francisco Cruz Hernández que retira dicha granada y fuera llevada a sus instalaciones militares para su desfragmentación”.
Raúl Castro Aparicio pidió a las autoridades civiles la entrega de la camioneta militar involucrada en el enfrentamiento. Las condiciones de este mismo vehículo luego del tiroteo suponen otra contradicción, pues la Secretaría de la Defensa Nacional reportará un número mayor de impactos recibidos al contabilizado en el sitio por la Procuraduría del Estado de México.
Contrario a los discursos de apertura y transparencia propagados por los gobiernos de la federación y mexiquense, el caso Tlatlaya es una caja oscura hoy bajo reserva por la Procuraduría General de la República y la Procuraduría General de Justicia del Estado de México hasta el año 2026.
¿Qué ocultan el ejército mexicano y el gobierno del Estado de México?
Muchas claves están en un documento clave del caso obtenido, la acusación contra los únicos siete militares presos hasta hoy por la madrugada de Tlatlaya, esas horas en que el Ejército mexicano se abrogó el derecho de llevar al paredón a mexicanos indefensos.
Documento Tlatlaya
El militar hace un lado su fusil de cargo, un largo, incómodo e inconveniente para el rifle alemán. Envuelve con su mano el pistolete de este AR-15 estadunidense. Aprieta y suelta el gatillo por primera vez. En los tubos y cajas de acero, el percutor se libera y golpea el cartucho. La bala se expulsa y gira por los ranuras del cañón donde el pequeño cono de plomo vestido de latón se raya de manera única e irrepetible: se imprime la huella dactilar de esta arma que, para quien sabe usarla, es más útil en espacios reducidos y aquí concurren ambas condiciones: la masacre de Tlatlaya tiene por protagonistas a soldados del Ejército mexicano y por escenario una bodega de apenas 400 metros cuadrados en un solo nivel.
El gas de la detonación inunda el túnel de salida del rifle y mil luciérnagas parecen salir de la punta del conducto, pero lo que sale es la muerte, exactamente, a 975 metros por segundo.
La culata golpea el hombro cubierto de verde olivo. Dos, tres, cuatro, cinco veces más ocurre el retroceso y regreso del cilindro del émbolo. Los cinco proyectiles atraviesan al hombre contra el que dispara de lado alado, del pecho y el estómago a la espalda.
Los cinco casquillos empleados salen, uno a la vez, expulsados hacia un lado, pero las vainas de cobre golpean en silencio el suelo, que es de tierra floja. Cesan los lamentos de Miguel Ángel Rodríguez Viviano, un chavalo de 17 años originario de Ajuchitán del Progreso, Guerrero. Esto se sabe porque su madre lo reconocerá en pocos días con la barriga zurcida de arriba abajo y los ojos abiertos a la nada.
El fusil recogido de entre los cadáveres por el militar y utilizado para asesinar al muchacho es marca DPMS Phanter Arms, una firma basada en Saint Cloud, Minnesota, proveedora de ejércitos y policías. En Estados Unidos, por ejemplo, provee a la Patrulla Fronteriza. En su publicidad, la compañía se dice “orgullosa de proveer a aquellos que pelean por defender nuestra libertad” o lo idea que de esto tienen los militaristas estadunidenses. Con este mismo rifle será asesinado en unos momentos Jesús Jaime Adame.
Los soldados han conducido a Miguel Ángel y otros cuatro hombres hacia el muro izquierdo de la bodega, un lugar en medio de la nada o del infierno, como se quiera, y los colocan contra la pared.
Pero decir hombres es sólo un decir: dos apenas han pasado los 20 años de edad, uno los 18 y, los dos restantes, 17. Pero, para los militares, eso no importa. En el mejor de los casos para su conciencia, son sicarios, cuando mucho niños asesinos cuya vida no sólo es prescindible sino de erradicación obligada. En la peor de las posibilidades, los militares están aquí para tomar la vida de esos “contras”, rivales de negocios de drogas y secuestro y extorsión.
Nadie sabe bien cuáles son los motivos que han traído hoy, 30 de junio de 2014, a ocho militares a este lugar en San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, al sur del Estado de México.
Los soldados han entrado con la adrenalina al tope. Vienen de ocho minutos en que a ese pedazo de la Tierra Caliente el aire se le convirtió en fuego. Y ahora, ellos tres, un sargento y dos soldados de infantería, están ahí dentro y lo que no huele sangre se oye a muerte.
Hasta 15 varones y una muchachita han muerto o agonizan y los uniformados quieren más. Reúnen a los hombres rendidos, al menos ocho, y los llevan a un cuarto interior, una caseta en que los interrogan al vapor. Escogen a cinco de ellos que, sin las armas, no son más que niños suplicantes.
Los llevan a la pared izquierda, orientada hacia el norte del lugar. Los muchachos evitan los muertos regados en la tierra floja.
Los militares hacen a un lado sus fusiles de cargo, los largos rifles alemanes G3, y toman del suelo cuernos de chivo, los favoritos de los pistoleros del narco mexicano. Introducen el dedo en el guardamonte, a milímetros del gatillo. Ponen a los jóvenes contra la pared.
La súplica es el más doloroso de los aguijones.
–¿No irá a rebotar? –duda uno de los de verde.
El llanto de los chavos espolea la furia.
–No, no hay problema –resuelve otro.
Uno de los soldados se dirige a un grupo de tres mujeres y dos hombres atados con cable de las manos en la espalda y sentados sobre ladrillos.
–Agachen la cara, no volteen –ordena el militar, pero es imposible cerrar los ojos, al menos una mujer que ha llegado ahí para ver la muerte de su hija de 15 años decide no enceguecer.
–¿No que muy cabrones? –la voz del militar es un relámpago golpeando la lámina galvanizada de la construcción.
¡Pum! El primer disparo se escucha como una barda cayendo contra el suelo dentro de la cabeza de quienes escuchan.
–¡Aguanten la verga!
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!…
–¿No que muchos huevos, hijos de su puta madre?
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!…
Los cadáveres yacen apilados y los militares dan vuelta, porque el trabajo de paredón no ha terminado.
***
Desde febrero, Clara buscó a su hija Érika con todas las angustias encima y todos los chismes detrás de la niña de 15 años de edad.
A las tres de las tarde del 29 de junio, la mujer recibió la llamada esperada en su teléfono celular.
–¿Dónde estás? –preguntó Clara a Érika.
–Vengo de Palmar y vamos hacia San Pedro –respondió la jovencita.
–¿Qué estás haciendo ahí? –regañó Clara, una maestra del Consejo Nacional de Fomento Educativo, institución de gobierno dedicada a llevar escuela las comunidades más alejadas del país.
–Nada.
–Quiero hablar contigo. Yo voy por ti –quiso exigir o suplicar Clara, pero la niña terminó la llamada.
Movida por un mal presentimiento, dirá ella misma en una futura declaración ministerial, Clara toma un camión de Arcelia, Guerrero, hacia el vecino pueblo de San Pedro Limón, ya en el Estado de México. Desciende del ruletero, justo frente a una clínica, a las ocho y media de la noche. La mujer busca asiento en la calle, sin idea de qué dirección tomar para buscar a Érika.
Una hora después de morderse las uñas, observa una camioneta Ford Ranger color gris con doble cabina. Reconoce a su hija adentro del vehículo y este frena. La niña baja.
–Vámonos a la casa. Te voy a meter a un internado –intenta ordenar la madre.
Tras 15 minutos de discusión, un hombre joven abandona la camioneta y se acerca.
–No tienen mucho tiempo para hablar –dice el muchacho con tono fastidiado y un fusil consigo. –Suban a la camioneta –ordena.
Clara obedece. En la parte delantera de la Ford, junto a Érika, se sientan dos jóvenes; en el asiento trasero quedan la maestra y otro tipo, y, en la batea, se acomodan dos sujetos más. Todos los hombres lucen armados.
Arrancan el motor y abandonan el pueblo. Bajo la opacidad de la luna nueva, se internan en un camino con el asfalto deteriorado. Reducen la velocidad al acercarse a una bodega. Son las diez y media de la noche. El edificio tiene un frente de casi 20 metros de largo por 19.80 metros de fondo. La entrada, sin puerta, mide 11.60 metros de ancho y está flanqueada por dos cuartos sin ventanas. El techo es una estructura cóncava de lámina.
–Aquí no se permiten mujeres –reclama otro hombre apenas se acerca.
–Yo vine por mi hija –habla Clara. –Me la tengo que llevar, porque es menor de edad.
Por respuesta, el sicario toma su teléfono celular y le extrae la tarjeta.
–Te lo quito, porque nos vas a echar al gobierno.
–No… Yo sólo quiero llevarme a mi hija. No quiero problemas.
–No te voy a dejar ir.
La construcción está en obra negra y el piso es de tierra suelta y grava en el centro. El sicario ordena a Clara arrellanarse sobre unos tabiques apilados al fondo e izquierda del sitio. En la penumbra, por aquí y por allá, surgen voces y, en el fondo, se escucha música de banda.
Adentro del lugar, además de la camioneta en que llegaron, había dos más, ambas blancas y de doble cabina.
Hay 25 personas en la bodega, todas con vida.