Arturo Beltrán Leyva murió como vivió: entre fajos de dólares, armas y joyas. Pero tuvo una muerte horrible. Lo dicen su boca abierta en desmesura y sus ojos desorbitados, qué es la forma de morir con terror, la forma de morir de quienes creen que son eternos.
Tampoco había cenado como era de imaginar en el “jefe de jefes”: antes de sentir la repentina y fuerte opresión en el pecho que precede a la muerte, venga como venga, apenas se comió unos huevos con jamón y pan tostado, que bajó con sorbos de Coca Cola.
Quizá el balazo de M-16 que le arrancó de cuajo el hombro derecho no fue el que lo mató, pero sin género de dudas le hizo comprender, en un ramalazo de nostalgia, que todo el poder y la gloria caben en un grano de maíz. En ese momento se le fueron del cuerpo los 21 gramos que pesa el alma. Beltrán Leyva supo que la vida no era un narcocorrido en el momento en que el ángulo de 90 grados de su hombro derecho ya no existía, y en su lugar surgió un hueco oscuro y profundo de masa sanguinolenta.
Por eso la boca abierta y los ojos asustados. O lo que es lo mismo: su azoro ante la indiscutible brevedad de la vida.
Lo demás ya eran detalles técnicos: una bala de M-16 viaja a una velocidad cercana a la del sonido, se mantiene siempre en el límite del equilibrio y cuando impacta en el cuerpo humano no se detiene, sino que gira sobre sí misma, se retuerce, rompe y corta carne y huesos sin parar. “¿Sabes por qué hay tan pocos heridos entre los vietcong? Porque normalmente resultan heridos por los M-16 y, por consiguiente, no permanecen demasiado tiempo heridos: mueren siempre”, le cuenta un marine a Oriana Fallaci en su legendario relato Historia de una bala.
Detrás, en toda la casa de Beltrán Leyva, quedaron, también, detalles humanos: un cuadro de la Virgen de San Juan de los Lagos, otro de la Virgen de Guadalupe, una estatuilla de la Virgen María, un pequeño altar, escapularios y collares de Santería.
Todo esto estaba sobre un mueble que, a pesar de la balacera de fin de mundo, quedó intacto, aun cuando las paredes fueron perforadas minuciosamente por los proyectiles, mientras los muros, el piso, los sillones, las camas terminaron manchados de sangre.
Sin embargo, lo que más impresiona de “el jefe de jefes” muerto son sus ojos petrificados por el espanto, en un intento postrero por ver más y por llevarse los últimos detalles del mundo de los vivos. Mario Puzo lo describe magistralmente en las últimas palabras de Vito Corleone:
“¡Es tan hermosa la vida!”