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"GUERRA al NARCO",COMBATES al "TOPON",DESORDENADOS y SIN INTELIGENCIA,"REVELA ESTUDIO"

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Los autores revisan aquí la actuación de las fuerzas del Estado durante los primeros años de la “guerra contra las drogas”.

El análisis demuestra que la estrategia contra el crimen organizado constó de prácticas institucionales poco o nada controladas, y fue agresiva, improvisada, crecientemente letal. 

Con datos de la Base CIDE-PPD, este ensayo demuestra que los resultados fueron catastróficos, tanto para la seguridad como para los derechos humanos

La guerra contra las drogas echada a andar en 2006 por Felipe Calderón tuvo como objetivo explícito “recuperar la fortaleza del Estado y la seguridad en la convivencia social mediante el combate frontal y eficaz al narcotráfico y otras expresiones del crimen organizado”.1 La estrategia se centró en el despliegue de las distintas corporaciones federales —castrenses o de seguridad— a lo largo del territorio nacional2 en operativos supuestamente planificados. 

Además, la estrategia buscaba generar capacidad de reacción ante presuntas agresiones de los grupos definidos como antagonistas que pusieran en riesgo el orden público o la seguridad interior del país.3

La información conocida desde entonces muestra que el efecto más notable de la estrategia ha sido un aumento ingente de la violencia, reflejado sobre todo en el incremento de la tasa de homicidios (entre 2007 y 2011 la tasa pasó de 8.1 a 23.7 homicidios por cada 100 mil habitantes)4 concentrados precisamente en las zonas de actuación de las fuerzas federales (ver al respecto el texto de Laura Atuesta publicado en estas páginas el mes pasado).5 

La epidemia de homicidios es de tal magnitud que revirtió la tendencia —hasta entonces creciente— en la esperanza de vida en hombres mexicanos.6 Además, los indicios de violaciones a los derechos humanos, reflejados en muchos casos en denuncias concretas, y la falta de eficacia en la obtención de los resultados esperados respecto al tráfico de sustancias y otros delitos colaterales, hace indispensable una evaluación a fondo de los resultados de la política pública emprendida. Sin embargo, la información oficial publicada no registra lo que debería de ser uno de los objetos de estudio centrales para entender, analizar, planear y ejecutar estas actuaciones. Las autoridades no fiscalizan su propio proceder. Tampoco evalúan el impacto de las intervenciones, las actuaciones y las prácticas que despliegan. La guerra contra el narcotráfico tampoco ha sido supervisada con seriedad por el Congreso. Mucho menos se conoce evaluación seria alguna sobre costo-beneficio de sus resultados por parte del Ejecutivo.

Cualquier reflexión sobre las consecuencias de la estrategia bélica empleada en los últimos 10 años debe enfocarse en un asunto crucial: ¿cómo actúan las fuerzas del Estado en la práctica? Si las fuerzas coactivas continuarán siendo la pieza central de la actuación gubernamental en materia de seguridad es indispensable conocer su proceder, su desempeño, su impacto, y si es que actúan no sólo conforme a derecho, sino con base en el derecho. Por supuesto, además debemos evaluar si realmente se han cumplido los objetivos perseguidos. En este artículo vamos a enfocarnos en el proceder de las fuerzas coactivas del Estado, específicamente en las ocasiones en que participaron en intercambios de fuego (combates) con fuerzas civiles (en adelante, “civiles opositores”), en el contexto de la guerra contra las drogas.

La actuación de las fuerzas federales es la principal pieza sobre la que el gobierno puede incidir en el complejo fenómeno de la sostenida, y de nuevo creciente, violencia. La violencia tiene múltiples causas y que las autoridades federales son sólo una. Pero la violencia que ejercen las fuerzas federales es la violencia sobre la cual el gobierno tiene mayor control y, por supuesto, sobre la que tenemos todos —como comunidad política representada por ese gobierno— mayor responsabilidad.

En este contexto consideramos prioritario, al revisar la información recogida de los casi 40 mil registros de actos violentos incluídos7 en la base de datos que fue puesta en manos del Programa de Política de Drogas (en adelante, PPD) del CIDE,8 enfocarnos en entender el papel de las fuerzas públicas en la violencia. Este artículo ofrece los hallazgos preliminares de uno de los trabajos realizados a partir de esta base de datos.9

Para hacer pública la base de datos (en adelante, Base CIDE-PPD) retiramos las descripciones narrativas de los eventos contenidas en la base original (Base Madre), pues no hacerlo habría hecho pública información sensible que en algunos casos permite identificar individuos involucrados en los hechos. Optamos por codificar parte de la información contenida en esas descripciones y publicar sólo la información ya codificada. Sin embargo, esa versión es insuficiente para responder algunas preguntas centrales sobre la manera concreta en la que han actuado las fuerzas del Estado: ¿con base en qué información deciden actuar las autoridades en eventos específicos de esta “guerra”? ¿Bajo qué parámetros orientan su proceder al hacerlo? ¿Fincan su proceder en un marco normativo preexistente? Cuando usan la fuerza, ¿cómo deciden usarla? ¿Es ese uso de la fuerza proporcional, racional? ¿Bajo qué parámetros? ¿Qué tan juridificadas están las acciones de las fuerzas públicas cuando se ven involucradas en este tipo de eventos? Esto es, ¿obedecen a una orden judicial o ministerial? ¿Son el resultado de las pesquisas llevadas a cabo en el marco de una averiguación previa? ¿En qué proporción son respuesta a la flagrancia? Desafortunadamente, este tipo de información no podía codificarse utilizando la metodología con la que se utilizó para el resto de la información hecha pública. En consecuencia, decidimos llevar a cabo una codificación manual revisando caso por caso para comprender mejor la actuación de las fuerzas públicas en el contexto de la “guerra contra las drogas”.

Del total de registros seleccionamos tres mil 327 eventos para codificar manualmente. La selección se realizó incluyendo todos los eventos clasificados como “Enfrentamientos” o “Agresiones” (sub-bases contenidas en la Base Madre, excluyendo sólo la tercera sub-base, la de “Ejecuciones” pues en ella se registran homicidios, no intercambios de fuego) en los que estuvieron involucradas de un modo u otro las fuerzas del Estado, ya fueran cuerpos policiacos o las fuerzas armadas, y descartamos los eventos en que no participasen fuerzas públicas. Así, del total de “Enfrentamientos” y “Agresiones” (que juntos suman cinco mil 396 registros), excluimos todos aquellos en que sólo se involucraban grupos de civiles opositores en una balacera. Al conjunto resultante le llamamos “Combates”, para distinguirlos de los conjuntos de “Enfrentamientos” y “Agresiones” o de su agregación.

Cuando iniciamos el ejercicio buscábamos responder a dos preguntas. La primera es qué tanto la actuación del Estado es el resultado de una orden emitida por autoridad competente —judicial o ministerial— para realizar una acción en el contexto del sistema de justicia penal, o bien qué tan frecuente es que el combate ocurra en el marco de una averiguación previa existente. La segunda pregunta que buscábamos responder era ¿quién inicia el fuego cuando se suscita un combate entre fuerzas públicas y civiles opositores? La primera pregunta tiene una respuesta brevísima: la juridificación del actuar de las fuerzas públicas en el contexto de la guerra contra las drogas es escasa, la excepción más que la regla. La segunda pregunta resultó imposible de responder, pues las descripciones rara vez precisan quién abrió fuego, pero sistemáticamente incluyen la frase acuñada “repelimos la agresión” —y, en menor medida, algunos casos emplean “abatir”— para referirse a cuando la fuerza pública usó armas de fuego. Con mucha frecuencia la frase parece inserta arbitrariamente en la descripción. Esto es, los eventos descritos hasta ese momento no indican, en modo alguno, que hubiese o que pudiese llegar a haber una “agresión”. Con frecuencia la afirmación simplemente no tiene sentido en la narrativa de la descripción. Decidimos, en consecuencia, modificar nuestro método de codificación. En lugar de buscar respuestas a preguntas específicas sólo clasificamos las acciones descritas de mayor a menor generalidad, en función de los patrones que fuimos encontrando en las descripciones.

El trabajo de interpretación no fue sencillo,10 pues requirió del análisis atento de cada una de las más de tres mil descripciones que involucraban a fuerzas estatales y su codificación a partir de patrones generales que agruparan en categorías comunes hechos de diversa índole. Para ello elaboramos un diccionario con entradas que correspondieran aproximadamente a los hechos descritos.

La dificultad principal para realizar la clasificación radicó en la heterogeneidad de las descripciones de los hechos, pues es evidente que en la metodología original de la base no se siguieron criterios claros para recoger la información y se dependió de fuentes diversas: algunas veces las descripciones parecen ser extraídas de reportes policiacos, otras de partes militares, otras más parecen notas elaboradas por agentes de campo del propio CISEN y, en menor medida, algunas sugerían ser notas tomadas de los medios de comunicación. No siempre se puede establecer con precisión cuál fue el detonante del combate o qué motivó la actuación estatal. En consecuencia, la clasificación depende de una interpretación de lo narrado en contexto, y en relación con las demás variables registradas para cada evento (esto es, variables codificadas numéricamente). Cuando la información contenida en la descripción no era suficiente para ubicar al evento dentro de una categoría o subcategoría se le clasificaba como “indeterminado”.

Las categorías que sirvieron para codificar la información fueron propuestas inicialmente por los autores.11 Tras cada propuesta se realizaba individualmente un ejercicio de codificación de una muestra de los eventos y después se revisaba colectivamente. Así, las categorías fueron refinadas —algunas descartadas, otras agregadas— mediante aproximaciones. En total, se realizaron 11 sesiones de trabajo para definir el diccionario completo. Una vez definido, se realizaron ejercicios de codificación más amplios en lo individual y se sometieron, nuevamente, a discusión del grupo para revisar la clasificación de eventos concretos dentro de una u otra categoría. Este proceso se repitió hasta que las categorías se estimaron estables. Hecho esto, se continuó con la codificación de los eventos y periódicamente se sometieron a consideración del grupo sólo los casos dudosos. En total se realizaron 22 reuniones a lo largo de un periodo de 13 meses. 

La clasificación primaria distingue si el proceder de las fuerzas públicas involucradas en el evento, al detonarse, era de actividad o pasividad. Se trataba de distinguir si un evento tenía como detonante la actividad estatal o si se trataba de la respuesta a un ataque por parte de civiles opositores. Así, en la categoría de “actividad de las fuerzas públicas como detonante” (en adelante, “actividad”) se incluyeron todos aquellos casos en que (1) las autoridades involucradas se encontraban realizando alguna actividad al momento de detonarse el combate y (2) si de la descripción se infiere que fue dicha actividad lo que detonó el combate.12 Cuando estas condiciones no se reunían, se revisaba en la información disponible si había al menos algún dato que permitiera inferir que al momento de la detonación la autoridad era pasiva, en cuyo caso el evento era clasificado bajo “pasividad de las fuerzas públicas como detonante” (en adelante, “pasividad”). Cuando la información no era suficiente como para reunir las condiciones de “actividad”, pero tampoco quedaba claro que la autoridad estaba pasiva al momento de detonarse el evento, el evento se clasificaba como “indeterminado”.

En caso de que el evento hubiera sido detonado por la “actividad”, éste se podía categorizar en: “presencia física”, “información por terceros” o “actividad previa”.

“Presencia física” hacía referencia a que la autoridad se encontraba en un espacio público o en una instalación gubernamental, realizando determinada labor, por esta razón la categoría se subdividió en “instalaciones” o “fuera de instalaciones”. La segunda de éstas daba posibilidad a distintas actuaciones de las autoridades, por ello se subdividió en “ambulatorio”, que correspondía en todas aquellas actuaciones que requirieran constante movimiento en cualquier tipo de vehículo; en “presencia física indeterminado”, todo evento que describiera alguna actuación en un espacio público pero no fuera claro qué tipo de actuaciones —si ambulatorio o fijo—; y, finalmente, en “fijo”, quedaron aquellas actuaciones en espacios públicos en las cuales los servidores públicos permanecían inmóviles.

De estas actuaciones la categoría de ambulatorio se dividió en “patrullaje” que son aquellas actuaciones en las que los actores estatales recorren un lugar pero sin haber indicios de que el recorrido procuraba un objetivo específico; “persecución” refiriéndose a aquellos casos en los que algún tipo de corporación perseguía a un presunto infractor; “erradicación” cuando se realizaban labores para eliminar plantaciones o laboratorios de algún tipo de droga ilegal; “fuera de instalaciones indeterminado” son aquellas actuaciones que hacían referencia a labores fuera de instalaciones y en movimiento, pero sin elementos que permitieran otra clasificación, y “flagrancia” cuando al realizar alguna actividad fuera de instalaciones estatales, mientras están desplazándose, y detienen a algún infractor al momento de estar cometiendo el delito. A la vez, de la categoría fijo se dividió en “retén”, esto es que las autoridades estatales habían establecido un puesto de revisión y control.
“Información por terceros” implicaba toda actividad estatal que tenía su origen a partir de una llamada o denuncia ciudadana en la cual se manifestaba algún hecho que pudiera ser constitutivo de delito, o bien por un reporte entre corporaciones distintas a las participantes que manifestara que se había o se estaba cometiendo algún delito. De esta forma, información por terceros se dividió en “llamada por terceros”, “denuncia” y “reporte”. Sobre la primera subdivisión de esta categoría se dividió en tres tipos de llamadas: “anónima”, es decir que en el evento no se identificaba un autor de la llamada, “identificable” cuando se podía reconocer quién hacía la llamada, aun cuando la identificación fuese precaria (ej. “vecinos”), y “llamada de fuente indeterminada”, en este caso la descripción del evento no si había autor identificable o no de la llamada.

“Actividad previa” son todos aquellos eventos en los cuales las actuaciones de los servidores públicos parten de que hubo una planeación o investigación previa antes del actuar. Esta categoría se subdivide en: “orden judicial”, es decir hay una manifestación de mandamiento judicial o ministerial para hacer tanto una detención o bien un cateo; “inteligencia/investigación” son eventos en donde existe evidencia de que hubo una planeación previa o cuando había un conocimiento previo y se buscaba capturar más información, o bien, verificar cierta información; “otros” se refiere a todos aquellos eventos en donde existe la realización de actividad estatal previa, pero no existe certeza sobre qué y se hace referencia a un seguimiento (ej. corporaciones que van en apoyo de otra); “operativos” son todas aquellas actuaciones en donde hubo planeación o se podía percibir algún tipo de estrategia para ir detrás de un objetivo en particular (a diferencia, por ejemplo, de “patrullaje”, en que ningún elemento permite inferir que se perseguía algún objetivo concreto). De estas subcategorías de “actividad previa” se desagregan de “orden judicial” las siguientes categorías: “orden de presentación” son aquellas actuaciones en las que las autoridades iban tras un sujeto para comparecer ante determinada autoridad; “cateo” cuando los servidores públicos realizaban actuaciones en las cuales buscaban hacer una revisión dentro de un domicilio particular (ej. casa u oficinas), “aprehensión” aquellas actuaciones en las que las autoridades estatales buscan llevar a cabo la detención de un sujeto previamente determinado en una orden judicial; “reaprehensión” son actuaciones en donde los servidores públicos aprehenden a un sujeto que ya se encontraba bajo un proceso penal, pero no ha cumplido totalmente con su obligación procesal.

Los eventos categorizados dentro de “pasividad” se clasificaron como “atentado” cuando los civiles opositores que detonaban el combate atacaban a alguna persona; “emboscada” cuando el combate seguía a un ataque sorpresivo a uno o más vehículos en tránsito, con señales de haber sido premeditado, por parte de civiles opositores; “ataque” un acto violento perpetuado por civiles opositores en los que agredían inmuebles o vehículos (estos últimos en contextos distintos a una emboscada).

El primer dato que salta es que de los tres mil 327 hechos catalogados, 84% fue detonado por las fuerzas estatales, mientras que apenas 7% fue producto de un atentado, una emboscada o un ataque. En 9% de los casos no fue posible determinar, de acuerdo con las descripciones, el detonante del combate .

De los combates detonados por “actividad” (84% del total), sólo 14.7% fue producto de “actividad previa”, esto es resultado de (1) una investigación o labores de inteligencia, (2) de la ejecución de una orden ministerial o judicial, (3) de operativos dirigidos o bien de (4)  “otros” casos en que hay alguna evidencia de planeación. Por su parte, 10.8% fue producto de información proporcionada por terceros. Eso significa que la mera presencia física de las fuerzas públicas, sin objetivos concretos, explica 74.5% de los combates detonados por actividad oficial. 

Respecto de nuestra pregunta inicial sobre qué tan juridificada podíamos considerar la actuación de las fuerzas públicas, encontramos que del total de combates detonados por actividad estatal sólo 2% derivó de la ejecución de una orden judicial o ministerial; y 2.7% fue producto de inteligencia o investigación previa. Esto significa que sólo 4.7% del total de eventos detonados por actividad tiene registro de haber ocurrido como resultado de la procuración de justicia o la investigación de delitos. Nuestra expectativa era que la proporción de estos casos sería considerablemente mayor.

Una política pública de seguridad bien planeada y ejecutada debería reflejarse en que el grueso del uso de la fuerza pública fuese resultado de la ejecución de un mandato judicial o ministerial, o bien de la investigación previa o, como mínimo, de trabajos de inteligencia. El ínfimo porcentaje que representa universo de combates resultantes de un actuar juridificado alerta sobre el alto grado de improvisación en el uso de la fuerza pública. Si bien la estrategia es agresiva por el despliegue y uso de la fuerza pública, es improvisada (o reactiva) en términos de su juridificación, la planeación y la investigación. Al menos la planeación y la investigación deberían ser las precondiciones para hacer un uso controlado y estratégico de la fuerza pública.

Si la investigación y la persecución de los delitos no guían el actuar de las fuerzas públicas, entonces ¿qué las orienta? La mayoría de los combates detonados por actividad fueron resultado de la simple presencia física. En su mayoría este subconjunto se explica por actividad ambulatoria, sobre todo patrullajes —30.7% del total de eventos detonados por actividad—. En muy escasas ocasiones existen registros de flagrancia —sólo en 3.5%— y únicamente en 2.9% se reporta una persecución.13 Los enfrentamientos derivados de una tarea de erradicación o destrucción de laboratorios alcanzan apenas 0.5% del total de eventos por “actividad”. 

La mayoría de los combates fueron resultado de hechos aparentemente fortuitos, sobre todo de tareas de patrullaje sin objetivos previamente definidos. Esto refuerza la impresión de que estamos ante una estrategia a la vez agresiva en el uso de la fuerza e improvisada (reactiva) en el uso de la inteligencia.

De los combates detonados por actividad estatal derivados de información proporcionada por terceros, la mayoría resultó de una llamada anónima —7.7% de los combates por “actividad”—, mientras que apenas 0.7% se produjo por una denuncia formal de algún ciudadano y 1% de un reporte de alguna institución pública distinta a la involucrada en el combate. El peso relativo de las llamadas anónimas es preocupante. Una llamada anónima puede originarse por algún ciudadano afectado o preocupado que prefiere el anonimato, pero lo mismo puede originarse por algún grupo de civiles opositores rivales del grupo que es reportado. En consecuencia, el uso de la fuerza pública con capacidad de fuego a raíz de una fuente indeterminada habla, nuevamente, de la falta de control y criterio en el despliegue de la coacción estatal.

Para darnos una idea más clara del contraste entre el uso controlado y direccionado de la fuerza pública y el uso de la misma a raíz de la improvisación elegimos cuatro categorías a fin de contrastarlas y observar su evolución en el tiempo. Al patrullaje decidimos oponer la orden judicial-ministerial. A la llamada anónima escogimos para oponer la de “inteligencia”. En ambos casos buscamos contrastar la subcategoría más poblada de su clasificación —presencia física o información de terceros— con una tomada de “actividad previa” que estimamos debía servir de canon al uso de la fuerza pública. Los resultados son notables (ver gráfica 3). Mientras que el número de combates resultantes de una orden judicial o ministerial comienza siendo escaso (en 2008 son 23) y tiende a disminuir (para 2011 son ocho), lo correspondiente a patrullaje se inicia en niveles comparables al correspondiente a la orden judicial o ministerial (con 27 registrados en 2008, comparado con 23 del segundo tipo), pero termina en un rango radicalmente distinto (para 2011 se registran 545). “Llamada anónima” e “inteligencia” crecen en forma semejante —se quintuplican entre 2008 y 2011—, pero inician con números muy distintos, por lo que contrastan notablemente hacia el final del periodo. En 2010 y 2011 los combates producidos por patrullajes y llamadas anónimas se disparan.

Un tema especialmente relevante en esta discusión es la evolución de letalidad de las fuerzas públicas en sus combates con los grupos de civiles opositores. El fenómeno ya había sido documentado y analizado anteriormente por Catalina Pérez Correa, Carlos Silva Forné y Rodrigo Gutiérrez Rivas en dos artículos publicados en nexos (julio de 2015 y noviembre de 2011).14 Es especialmente alarmante el número de casos en los que los enfrentamientos producen sólo civiles opositores muertos, sin heridos. Al analizar la Base CIDE-PPD encontramos que este tipo de eventos no sólo eran frecuentes, sino que aportan la mayoría de las muertes de civiles en manos de autoridades en el periodo comprendido. A continuación, nos enfocamos en la importancia de estos eventos para comprender la política de drogas. Tentativamente, nos referiremos a estos combates como “eventos de letalidad incalculable”, por no existir parámetro para establecer una tasa .

Lo primero que destaca es que 37% de todos los combates16 califican como eventos de letalidad incalculable. Sobresale también respecto al porcentaje que corresponde a eventos en que sólo hay heridos reportados (apenas 10%). Y contrasta con los eventos en que hubo tanto muertos como heridos. El grupo más amplio, con 46%, es el de combates sin muertos o heridos.

De los 37 puntos porcentuales correspondientes a combates con letalidad incalculable, la franca mayoría —25 puntos porcentuales— son eventos en que sólo participaron fuerzas militares, sin presencia de policías o ministerios públicos (esto es, 67.4% de los eventos de letalidad incalculable), comparado con 10 puntos porcentuales correspondientes a combates en que sólo participaron fuerzas policiacas (esto es, 28% respecto al total de los eventos de letalidad incalculable).      

Alerta el hecho de que en 2010 y 2011 el número de eventos de letalidad incalculable crece enormemente y que son las fuerzas armadas (Ejército y Marina) los cuerpos del Estado involucrados. El porcentaje de muertos civiles aportados por los combates de letalidad incalculable crece sistemáticamente a partir de 2008, pasando de 60% a 90%. El peso de los combates de letalidad incalculable en la guerra contra las drogas fue creciente a lo largo del periodo estudiado .

Más allá de la frecuencia en que se presentan eventos de letalidad incalculable, su importancia radica en la aportación de muertes de civiles opositores que corresponden a este tipo de combates. En el caso de las actuaciones de las fuerzas armadas, 90% de los muertos ocurrieron en combates sin heridos, mientras que se trató de 77.5% de los muertos en las actuaciones policiales.

En contraste, las fuerzas armadas aportan menos daños colaterales (esto es, civiles no opositores fallecidos en combates) que las fuerzas policiacas. Sin embargo, cuando se contabiliza el total de muertes de civiles opositores las fuerzas armadas fueron los cuerpos que más fallecidos produjeron en sus combates, mientras que las policías produjeron más cantidad de daños colaterales (civiles no opositores).

Los resultados aquí expuestos son una primera aproximación al análisis de la actuación de las fuerzas del Estado durante los primeros años de la guerra contra las drogas. Estos datos deben informar la valoración de la eficacia de la estrategia para alcanzar los objetivos propuestos así como su apego al orden constitucional y legal, especialmente en materia de derechos humanos. Las señales de alarma se disparan cuando son muy pocos los casos reportados de actuación ceñida a los requerimientos legales y constitucionales —órdenes judiciales y ministeriales; o averiguaciones previas, investigaciones o, en todo caso, inteligencia—, cuando se hace evidente la falta de planeación de las actuaciones, cuando se trata de respuestas a llamadas anónimas y cuando el resultado de los combates no es la detención de “presuntos delincuentes”, sino su aniquilamiento.

Los resultados preliminares aquí expuestos reflejan, en síntesis, una estrategia agresiva, improvisada y crecientemente letal. La otra posible lectura es, simplemente, que no existe en realidad una estrategia articulada y debidamente ejecutada, sino prácticas institucionales poco o nada controladas por las instancias que decidieron usarlas y deberían sancionarlas, corregirlas y evitarlas. Los resultados, en cualquier caso, son catastróficos, tanto para la seguridad como para los derechos humanos. Sobre todo, exigen profundizar el análisis de los datos existentes y preguntar sobre la sistematicidad e intencionalidad de la violencia oficial ejercida sobre la población civil.

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