La extradición del narcotraficante Joaquín El Chapo Guzmán a Estados Unidos, ha suscitado diversas manifestaciones en uno y otro lado de la frontera, precisamente con relación al destino que deben tener los bienes que se le han decomisados, ya sea como producto de los delitos que cometió o bien por haberlos utilizado para ese propósito.
Según varias fuentes consultadas, como la revista Forbes, de 2009 a 2012, su fortuna personal podría haber alcanzado los mil millones de dólares, ubicándose en la actualidad entre los veintiún a catorce mil, además de haber sido catalogado como uno de los individuos más poderosos del mundo por Foreign Policy en 2013.
Las propuestas sobre el posible destino han ido desde la construcción del odioso muro de Trump, hasta la repartición del dinero incautado en partes iguales, entre México y su vecino país; esto último con la finalidad de regenerar el tejido social que ha sido dañado y por considerar que fue detenido gracias a la cooperación internacional.
Sin embargo, ninguna de las principales voces ha tenido en cuenta un factor esencial, que incorpora tanto el Derecho Internacional como el mexicano, exactamente con relación a quienes han resentido sobre su persona la afectación generada por la delincuencia organizada, de modo directo o por haber sido lesionados o puestos en peligro.
Al respecto, la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Trasnacional, también conocida como Convención de Palermo, que se adoptó en Nueva York el 15 de noviembre de 2000 y que entró en vigor el 29 de septiembre de 2003, reclama de forma prioritaria la efectiva protección de dichas víctimas y ofendidos.
Ese relevante instrumento, que fue ratificado por nuestro país el 4 de marzo de 2003 y por Estados Unidos el 3 de noviembre de 2005, concede un lugar prioritario a la devolución del producto del delito o de los bienes decomisados, al país miembro que así lo requiera, justamente con el fin de indemnizar a la víctima o de restituir al legítimo propietario.
Esa exigencia recíproca se apega de manera total a nuestro régimen constitucional, cuyo proceso penal tiene como uno de sus objetivos medulares, que los daños causados por la delincuencia organizada se reparen de forma íntegra, efectiva y oportuna, tanto a la víctima como al ofendido, a modo de un derecho humano irrenunciable.
Así, cuando resulta procedente, el Ministerio Público mexicano está obligado a solicitar la reparación del daño en esos términos, sin perjuicio de que la víctima u ofendido lo pueda requerir directamente al juzgador, además de que éste nunca debe absolver al sentenciado de esa reparación en el caso de que emita una sentencia condenatoria.
Con todo ello, se pretende que nuestras autoridades, con estricto apego a la constitucionalidad y convencionalidad que los obliga, salvaguarden en todo momento la dignidad de la víctima u ofendido mediante estas vías: a) La restitución de sus derechos; La reparación del daño causado por el delito; y, c) La efectiva indemnización durante el proceso.
En resumen, los gobiernos estadounidense y mexicano deberían trabajar de manera coordinada y por interés mutuo, para que cuando los líderes de la delincuencia organizada sean detenidos y juzgados, como en el supuesto de El Chapo Guzmán, su patrimonio cumpla con el derecho humano que los obliga a privilegiar la indemnización y restitución de las personas que resienten su conducta ilícita.
La disposición de su riqueza debería ajustarse a ese principio de justicia, para lo cual México debería solicitar su devolución a Estados Unidos, con base en el artículo 14.2 de la propia Convención de Palermo, sobre todo si se considera que en ese país el narcotráfico se reduce a un problema de salud pública, mientras que en el nuestro sus efectos son devastadores, al provocar homicidios, lesiones y desplazamientos humanos.