“Como en sus ranchos, también en sus tumbas: Jardines del Humaya se ha ganado esa fama de ser un cementerio narco".
La entrada es libre. El portal que se abre a los visitantes tiene una caseta a un lado, desde dónde un hombre silencioso observa. A la derecha, un grupo de obreros trabaja colgado del andamio en la construcción de un domo gigantesco, una cúpula para el descanso eterno diseñada especialmente por el estudio Serrato. El arquitecto que supervisa también se queda clavado con los visitantes. Los obreros demoran el golpe de martillo. La escena se enlentece.
Caminitos finos abren una salida rápida y sombreada por los árboles que los flanquean. No hay ruido en el reino del descanso eterno. Tampoco hay nadie que recorra esas veredas flacas en este mediodía de febrero. Las advertencias de los colegas locales fueron claras: entran con confianza, dan un rol de no más de una hora y se van. Si les preguntan, digan que son periodistas. Si los corren, váyanse. Sea como sea, no fotografíen a nadie.
Hay un grupo de camionetas estacionada a un lado, pero no tienen los vidrios polarizados, por suerte, y eso brinda algún tipo de calma inexplicable. Son de otro grupo de trabajadores quienes, esos sí, literalmente se paran a observar los movimientos de los visitantes. La opción es torcer por alguna de las laterales dónde los panteones protegen de todas esas miradas, y así poder fotografiar lo que los ojos ven. Es como jugar al fútbol, dijeron los colegas: disparar al ver la oportunidad, rápido y certero. Tiro al arco y gol.
Los edificios más altos son la meta, pero aún están algo retirados, porque ocupan la fila más al fondo, al borde del descampado hacia dónde el cementerio tiene espacio para crecer. Las fotos pueden tomarse evitando el corredor central de lugar. ¿Habrá cámaras además de todos estos vigilantes de carne y hueso disfrazados de albañiles?
Mientras se avanza cuidando que las piernas no se aceleren demasiado, para que el paso no delate que uno anda buscando alguna pista que revele el verdadero cariz de este cementerio, la señal aparece. Tres jóvenes hablan fuerte con el acento del norte y se hacen selfies frente a un panteón con balcones, vidrios polarizados y rejas en las ventanas. Dos pisos de fierro, varios aparatos de aire acondicionado y conexión wifi para no aburrirse con tanta calma. A ellos no parece importarles que los vean los albañiles, no parecen haber notado siquiera que todos los observan. Entonces, levantan la mirada y uno de ellos dispara hacia los periodistas disfrazados de turistas: "¿Saben ustedes cuál es la tumba del Mayo Zambada?". Gol.
Que el Mayo Zambada —uno de los grandes nombres del cártel de Sinaloa— no haya muerto no parece ser impedimento para que su tumba ya exista. Puede ser cualquiera de estos edificios monolíticos de lujo para muertos. Las tumbas se planean en vida a gusto del futuro inquilino; Para él y su familia, para sus hombres de confianza.
En el Panteón Jardines del Humaya, al borde de Culiacán (capital del Sinaloa), sobre la carretera México 15, hay muchísimas tumbas sin nombre. Y ese es otro elemento que abona la lectura de que éste es el cementerio narco en la cuna del crimen organizado. O la cuna, al menos, de sus principales exponentes. Desde Joaquín Loera, "el chapo Guzmán", hasta los hermanos Beltrán Leyva, pasando por el propio Zambada (originario de El Salado, al sur de Culiacán) y Don Neto (Ernesto Fonseca, de Badiraguato). Señaló un reportero sinaloense que de este estado proviene la mayoría de los jefes que hoy se encargan del narcotráfico en la frontera norte de México. De aquí provienen y aquí regresan cuando la muerte los encuentra.
Es un cementerio privado, cuyos dueños son los hijos de un ex gobernador —aunque no se indicó específicamente cuál— que en un inicio, a fines de la década de 1960, albergó gente de clase media y alta, entre ellos muchos políticos que decidían que sus restos no descansarían en un panteón público junto al resto de los mortales. Éste les ofrece el lugar de descanso y mantenimiento de las tumbas mediante el pago de una cuota anual que varía según el predio ocupado y la cantidad de personas enterradas en él. Además del dinero que se invierte por acceder a un lugar en este camposanto.
En la primera línea, casi al frente de la entrada principal están las tumbas al ras del piso, apenas señalizadas con una lápida, una junto a otra, como formando un batallón. Luego hay un segundo nivel de tumbas y pequeños panteones entre los que abundan las figurillas de aviones: son los pilotos. Siguiendo el razonamiento, los capos están en el fondo. En la muerte, el narco también respeta la estructura vertical y castrense con la que funciona en su accionar de empresa. Los peones en el piso, los pilotos en el aire y los jefes en sus mansiones cerca del cielo.
Es necesario aclarar que, como todo lo que tiene que ver con el crimen organizado, no todos los que aquí descansan son parte de alguna organización criminal o cometieron un delito. Entre los enterramientos anónimos y las tumbas que lucen mantas grandes con fotos de la persona fallecida, está lleno de abuelos que se despiden hasta volverse a encontrar, juramentos de amor eterno a los hermanos que se fueron, está, incluso, la tumba monumental de un bebé, en la que suena sin parar un juguetito que toca una tonada algo macabra para hacer dormir.
Lo que sí se hace evidente, es que esos jovencitos que murieron con 14, o 17 o 25 años son víctimas de la guerra contra el narco que desató el estado mexicano desde diciembre de 2006. Las fechas de muerte en las lápidas que sí están identificadas se repiten: 2006, 2008, 2010. Una crónica rigurosa debería contar cuántos muertos se lleva cada año y cotejarlo con las cifras oficiales. Seguro coincidirían: el cementerio es una muestra, un extracto y un reflejo de esa estadística.
Según el informe del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) una base de datos apócrifa (publicada por VICE News y disponible en línea) que registra y sistematiza la información de 36 mil enfrentamientos armados entre las fuerzas de seguridad y las organizaciones del crimen organizado en el país, entre 2006 y 2011, éstos tuvieron un índice de mortalidad perfecto. La de México es una guerra sin heridos: todos los que se ven envueltos en un hecho de violencia y sangre acaban varios metros bajo la tierra.
No se sabe cuánto cuesta el metro cuadrado de ésta tierra, pero seguro que es alto. Sólo en enero y sólo en Sinaloa, fueron asesinadas más de cien personas. Si apenas el diez o el veinte por ciento de sus familias viene a pagar un pedacito de esta tierra para enterrarlas, asoma el filo de un negocio robusto.
Deambulando entre las tumbas se consume la hora permitida. Las puertas siguen abiertas. A una cuadra del lugar está una fila de florerías. La primera se llama Malverde.
El taxista no tarda más de diez minutos, incluyendo las preguntas de rigor (¿de dónde vienen? ¿a dónde van?), para pronunciar la palabra "levantón". Pegada a esa viene secuestro, extorsión, amenaza. Cuenta cómo su sobrina falta desde hace semanas y su hermano la rastrea, siguiendo la pista que el GPS de su celular marca en una colonia popular que cruzamos raudos alejándonos del panteón, hacia el centro de la ciudad. Él, el chofer, también fue levantado por un comando armado. Entonces se dedicaba a la ordeña de gasolina: negociaba con los piperos que le vendieran el combustible que transportaban, pero más barato. Una noche estaba echando una chela en un pool cuando paró una camioneta blanca a la que lo subieron. El comando lo golpeó, amenazó y le envió un mensaje para el compa con quien trabajaba. Eso fue hace diez años, dice. "Ayer mismito levantaron a ese compa", agrega, "pero yo ya me quedo en el taxi".
A un café del centro de Culiacán llega Javier Valdez Cárdenas, saludando a todos. Es un habitué, se nota, que recomienda que se pruebe cierto tipo de la bebida, especialidad de la casa. Es uno de los periodistas más importantes del medio local, editor y reportero del periódico Río Doce, y un experto en temas de narcotráfico, particularmente de su Sinaloa natal. Acaba de publicar su último libro: Narcoperiodismo: la prensa en medio del crimen y la denuncia.
"Jardines del Humaya se ha ganado esa fama de ser un cementerio narco. Es parte de la ostentación del crimen organizado: como en sus ranchos, también en sus tumbas. Alguna gente suele ir a pasar allí el domingo con sus muertos, van a pistear, a escuchar banda y ha habido casos en que disparan al aire. Pero en realidad, no es el único cementerio en el que hay narcos, en todos los panteones del estado hay narcos".
Si uno aguza la mirada y los busca, se da cuenta cómo, en un cementerio de una comunidad chiquita, como El Quelite, por ejemplo —un pueblito de 1,700 habitantes a 38 kilómetros de Mazatlán, al sur de la capital del estado— puede adivinarse que esas tumbotas se pagaron con dinero del narcotráfico.
"El tipo de narco mequetrefe, ruidoso, quien cree que cuando le temes, lo respetas; al que ves pero no ves, con quien disimulas y tratas de no meterte, de no sostenerle la mirada es el que permea la convivencia. El narco está presente en todas las colonias de Culiacán, por eso la convivencia es inevitable. Es una forma de vida que se ha forjado tras cien años de estar viviendo con las drogas y la venta. La sinaloense es una sociedad narco, enferma, rendida, dónde avanzó la paranoia y se pudrió la convivencia, dónde se perdieron los espacios públicos, y que tiene a sus mejores representantes en la segunda generación. Son los hijos, los sobrinos y los nietos de los primeros: siguen siendo las mismas familias las que controlan el negocio".
Valdez explica que esta generación es una camada que "mamó las mieles" de la riqueza y que no tuvo que esforzarse por conseguir nada como sí hizo la generación de sus padres. Los narcos que nacieron ricos, pues. Y que desde ese lugar, no tienen el sentido de pertenencia con sus pueblos que tuvieron los de antaño, ni el arraigo, ni la conciencia del lugar que ocupaban en esas comunidades.
"Son más peligrosos que los viejos, más ambiciosos. Y tienen una actitud beligerante, esos morros sí te matan. El Chapo o el Mayo se bajaban del carro con un fajo de billetes, con la pistola o el fusil, y empezaban a repartir. Es una relación extraña la de los sinaloenses con el narco, hasta hipócrita podría decir, porque de repente nos enorgullecemos de esos sujetos, por su poder, su fama y su capacidad para ubicarse por encima de la autoridad".
Jesús Malverde también se ubicó por encima, pero la autoridad lo bajó y lo colgó sobre la Avenida Insurgentes de Culiacán, el 3 de mayo de 1909. Había nacido en 1870, en Sinaloa.
¿Malverde era un contrabandista? "No, era un bandido generoso; él le robaba a los ricos para darle a los pobres, como un Robin Hood", responde una de las mujeres que vende velas, e imágenes, cartelitos, medallitas y todo lo que se ocupe del santo local de bigotito. "No es un santo porque la iglesia no lo acepta; es un ánima, es el ánima de Malverde", corrige.
El acento norteño hace que el "ánima de Malverde" se transforme en una palabra sola que suena como "animalverde" en boca de los fieles que lo acompañan en esa tarde. Hay unas mujeres de lentes de sol que llaman a un uber para irse, hay mendigos que entran a la capilla a comprar cigarrillos sueltos, hay una maestra que llegó de paseo con su pareja que vive en otro estado y quiso venir a conocer. Ella no es devota, dice, y aunque viva en Culiacán, no fue sino hasta esa tarde que entró a la capilla por primera vez. Cuenta el cuento de cómo Malverde antes de ser ánima fue ahorcado injustamente y su cadáver quedó colgando en el cadalso. La gente, que había recibido sus favores durante años y de repente quedaba huérfana de sus ayudas, fue congregándose junto a su cuerpo tambaleante, y para que ya no colgara y se siguiera profanando, comenzaron a arrimarle piedras hasta formar un pequeño altar, que se elevó hasta la altura de sus pies para sostenerlo.
A continuación, lógicamente, el "ániMalverde" hizo una serie de milagros que probaron su poder y fidelizaron a la banda. También, cuentan, que durante cierto tiempo boicoteó cualquier construcción en ese predio dónde fue colgado: las máquinas dejaban de funcionar sin razón, había accidentes aparatosos que cortaban las obras. Sólo cuando le construyeron su capilla frente a dónde murió, sobre la Avenida Independencia —a unos metros de dónde fue asesinado— parece que el ánima se sentó a descansar.
Y en el descanso le llovieron las visitas. La capilla del "viejón", como le dicen también, está repleta de flores, pero sobre todo está repleta de dinero. Hay decenas de dólares pegados a las paredes, muchos de ellos firmados, o que indican de dónde salió esa plata. También hay billetes de Cuba, billetes de China, de Trinidad y Tobago. Está tapizado por dentro y por fuera con placas de bronce que agradecen por los favores recibidos y que tienen una clara tendencia a venir de personas que lograron cruzar el río Bravo: de Jalisco a California; de Rialto a Sinaloa; de Higueras de Abuya a Phoenix, Arizona. Hay placas de Nampa, Idaho; de Fresno, de Modesto, ambas en California; hay placas de Morelia, Michoacán y de Aguascalientes.
¿La clave de la devoción? "sus milagros, todo lo que tú pides, te lo concede".
Tere, una de las vendedoras de la capilla a Jesús Malverde en Culiacán, Sinaloa, se refleja en un espejo de su puesto.
Doña Tere lleva varios años —muchos en realidad, aunque pide que no se publique cuántos exactamente— atendiendo su puesto en la capilla, acompañada por Niño, su perico. "Tienes que leer la oración del ánima de Malverde, pedir tu milagro y lo que le vas a traer, prenderle dos veladoras durante 9 días; y rezarle 3 padre nuestro y 3 ave marías cada vez".
Explica que hace 14 años fueron trasladadas a esta sede su tumbita y sus piedritas que ocupan el centro del lugar, que mirado rápido, podría pasar por un bar concurrido o una cantina de pueblo. Dice que también se hacen fiestas para los niños de la zona, que se hacen regalos, que se colabora con la gente que precisa, como lo hizo antes el dueño de casa, cuando aún tenía un cuerpo. Don Eligio González fue el fundador de esta capilla, una vez que se salvó de un atraco que incluyó golpes y balazos en su contra y así decidió agradecérselo. Ya fallecido, la capilla la gestiona su hijo, Jesús Manuel.
¿Por qué se dice que Malverde es el santo del narco? "Si la gente habla eso, no habla por hablar. Nadie pregunta qué piden, ni nos importa. Tú vienes y pagas tu manda, que cure una enfermedad, o un accidente, pides trabajo, o porque no tenías qué comer. Siempre se ha dicho eso, pero no podemos contestar porque no sabemos. Sí sabemos que Malverde es de nosotros, de Culiacán, Sinaloa."
A espaldas de la capilla, las vías ruinosas de la Bestia, el tren que recorre todo México, aguardan silenciosas a que algo pase. Bajo uno de los vagones estacionados, tres jóvenes flaquísimos y sucios se inyectan heroína.