Su travesía comenzó hace dos años: luego de ser secuestrado y brutalmente golpeado, delincuentes ingresaron a su casa para robarle sus pertenencias, su escaso dinero y sus pocos animales de corral.
Ni siquiera es un hombre rico. Es un modesto campesino.
En esas horas Vicente tomó a sus seis hijos y a su mujer. Huyeron de San Miguel Totolapan, Guerrero, y empezaron a buscar dónde hallar una nueva vida. Una vida sin zozobra, sin miedo, sin terror.
“Agarramos lo primero que teníamos a la mano de dinero. No nos dio tiempo de hacer maleta o preparar algunas tortillas para el camino. El miedo era mucho y teníamos que salir muy rápido. Ya cuando entran así a tu casa, sabes que no tienes seguridad de nada”, recuerda.
Era marzo de 2014 cuando el hombre de tez morena y manos curtidas llegó a Tecpan de Galeana junto con otras 50 familias. Sin casa donde vivir, se dirigieron al hotel América, el mismo lugar donde un mes antes habían llegado 25 vecinos de su comunidad, también huyendo de la violencia.
Las 20 habitaciones estaban sobreocupadas: vivían familias enteras en cada cuarto. Para solucionar los problemas de espacio, muchos hombres decidieron dormir en el patio.
Poco tiempo después el hotel aledaño fue habitado para recibir a más desplazados provenientes de San Miguel Totolapan y del municipio de Heliodoro Castillo Tlacotepec. Poco a poco eran más los que huían de la violencia. La posibilidad de regresar se desvanecía.
“Yo sueño mucho con volver a mi tierra, que es la tierra de mis padres. Creo que todos tienen muchas ganas de regresar a sus casas. Volver a tener sus animalitos y dejar estos hoteles para volver a nuestras casas. Si a mí me dijeran que ya hay condiciones para regresar, en ese momento agarro a mis hijos y hasta caminando nos vamos, no importan los días ni nada, solo con volver a casa”, añora.
Al llegar a otra comunidad los desplazados sufren de discriminación y falta de oportunidades. Quienes lo padecen más son los niños, sus hijos: los requisitos para aceptarlos en las escuelas llegan a ser muy severos, incluso inmisericordes para quienes lo perdieron todo y carecen de papeles que acrediten sus estudios, sus domicilios.
“A mí me da mucha tristeza, como ahora que fue el inicio del ciclo escolar, ver a muchos niños con sus uniformes nuevos y sus útiles limpios. Y uno manda a sus hijos con sus uniformes viejitos, rotos y con los útiles que van dejando otros niños”, narra con voz tristísima.
Y del trabajo ni hablar: la ausencia de ofertas para los desplazados es cotidiana. Solo los contratan por temporadas para hacer labores del campo y los pocos ingresos que tienen los utilizan para sobrevivir.
“A veces leo que a los campesinos les dan casitas o ingenios para trabajar sus tierritas y me pregunto ¿pos dónde es eso? Porque yo también soy campesino y tengo mucha necesidad. Acá lo poco que gano es para comer, para la renta, los hijos y pues no me puedo comprar una casita ni unas tierras para sacar más dinero”, lamenta.
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Carlos Illades, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), narra que, de acuerdo con recuentos que ha podido hacer a través de estudios, en los seis años recientes al menos 590 familias guerrerenses han huido de sus sitios de origen, mientras que otras 487 lo hicieron solas.
San Miguel Totolapan es de los peores lugares expulsores. Está enclavado en la Tierra Caliente de Guerrero. Sus pobladores cuentan que hasta 2010 era un lugar tranquilo donde la vida transcurría sin sobresaltos. Ahora hay un toque de queda virtual y a las seis de la tarde se acaban las actividades. Todos se encierran en sus casas. Ni un alma anda por las calles.
Antes de que se desatara la violencia, tenían uno de los tianguis más populares de la zona, hasta donde llegaban comerciantes de la entidad pero también de Michoacán y el Estado de México. Eso se acabó. “Solo lo más valientes se arriesgan a venir a la vendimia”, cuenta un poblador.
Una gasolinera desolada con impactos de bala da una muda bienvenida a la cabecera municipal. Metros más adelante se observan los tatuajes de la violencia: viviendas abandonadas con rastros de balazos, crespones negros en las puertas principales de las casas.
“Mucha de la gente de aquí se ve obligada a participar en las actividades del narco. Los niños como informantes y carne de cañón y los más grandes en la siembra de amapola en la zona de la sierra”, confiesa otro poblador.
El presidente municipal de San Miguel Totolapan, Juan Álvarez, califica de “grave” la situación del municipio, pues la ola de criminalidad está acabando con su pueblo. Indica que la única solución es que el gobierno federal los apoye con efectivos armados.
Él solamente cuenta con nueve policías que están desarmados desde la administración pasada y ahora… “hacen labores de aseo y cuidado de escuelas”.
“Necesitamos que la Federación nos voltee a ver, está muy difícil la situación acá. Cerca de 70 por ciento de nuestros comercios fueron cerrados porque no soportaron las extorsiones ni los secuestros”, acepta.
Comenta que ni él ha sido ajeno a los grupos delincuenciales. Relata que en una ocasión lo llamaron por teléfono amenazándolo de muerte si no apoyaba al grupo de Los Tequileros.
Y claro, el miedo que siempre está ahí, nunca no lo deja:
“Por las noches duermes y no duermes, tienes en todo momento el pendiente de que lleguen a tu casa, de que suene el celular y te molesten. Antes era un privilegio ser presidente municipal; hoy es un riesgo porque tu vida peligra con esta gente”, dice.
De acuerdo con autoridades federales la ola de violencia se desató cuando al ex jefe de plaza de La Familia Michoacana, Raybel Jacobo de Almonte, El Tequilero, le levantaron a su esposa e hijos y fueron asesinados por otro integrante de su mismo grupo criminal.
El Tequilero le pidió a su superior, Johnny Hurtado Olascoaga, El Pez(célebre por su participación en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa), que lo dejara matar a su rival, petición que le fue negada. De Almonte fundó su grupo criminal y arremetió contra sus ex compañeros, dejando una estela de asesinatos, desaparecidos y desplazados, gente inocente que nada tenía que ver.
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El presidente municipal de Tecpan de Galeana (municipio receptor de desplazados), Leopoldo Soberanis, reconoce que los tres niveles de gobierno han olvidado a los desplazados: no los consideraran dentro de sus presupuestos ni en programas sociales. No existen para los gobiernos, no hay ley que los identifique, que los reconozca.
Él, de su bolsillo, paga la renta de hoteles de algunas familias y busca que al menos una vez a la semana una pipa de agua llene tinacos y piletas, pero ante la creciente demanda, esos apoyos son insuficientes.
“Tenemos una deuda con esas personas por no poderles generar las condiciones mínimas para que estén en sus comunidades y no poderles apoyar a vivir en los lugares receptores. Es hora que nos sentemos los tres niveles de gobierno y reconozcamos el problema para dar una pronta solución”, convoca.
Vicente, el desplazado, el campesino sin hogar, sin arraigo, sueña. Sueña con que la pesadilla acabe pronto y que el siguiente sitio a donde se desplace sea a su hogar, el de antes, en la tierra de sus padres, para dejar de andar por aquí, deambulando como alma en pena…