Varios funcionarios del gobierno de México han alardeado recientemente acerca de los logros del país en cuanto a la captura de los jefes criminales, lo cual ha reabierto el debate acerca de los objetivos estratégicos de las políticas de México contra el crimen organizado.
La administración del presidente Enrique Peña Nieto señaló recientemente que, durante sus cinco años y medio de mandato, 107 de los 122 cabecillas de los grupos del crimen organizado han sido arrestados o dados de baja.
Entre ellos se encuentran Joaquín "El Chapo" Guzmán, jefe del Cartel de Sinaloa; Dámaso López Núñez, alias "El Licenciado", la mano derecha de El Chapo; Servando Gómez "La Tuta", fundador de los Caballeros Templarios; Vicente Carrillo, jefe del Cartel de Juárez, y Héctor Beltrán Leyva, líder de la organización homónima en Sinaloa.
Estos capos muertos o tras las rejas representan una gran parte de las élites criminales, aunque podría decirse que el gobierno de México no ha logrado dar con las figuras más importantes del Cartel de Sinaloa —una de las mayores críticas que recibió la política de la administración anterior, encabezada por Felipe Calderón—. Entre los jefes del grupo de Sinaloa que permanecen prófugos se encuentran Ismael "El Mayo" Zambada y Juan José "El Azul" Esparragoza (sobre cuya muerte circularon rumores en el año 2014), y los hijos de El Chapo Guzmán: Iván Archivaldo y Alfredo.
Otra importante figura que aún está por fuera del control del gobierno es el jefe del Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), Nemesio "El Mencho" Oseguera Cervantes. Si bien éste tiene un perfil más bajo que muchos otros presuntos criminales, su grupo ha llegado a ser uno de los más temibles de México en los últimos años, generando guerras territoriales en el occidente de México.
Análisis de InSight Crime
La administración de Peña Nieto presentó los resultados de la captura de criminales como una muestra de su firmeza y de los logros en la lucha contra el crimen organizado, pero la realidad es mucho más compleja.
Como tal, las cifras son en efecto impresionantes. Pocos jefes criminales han logrado escapar del gobierno, y convertirse en un gran capo en México casi siempre equivale a terminar preso o muerto. Esto es una muestra de la superioridad del Estado sobre quienes se encuentran por fuera de la ley, algo que no ha sido constante en la historia reciente de México. En el largo plazo, este parecería ser un requisito para que México supere definitivamente sus problemas de seguridad pública.
Pero aunque es una condición necesaria, buscar la seguridad interna no parece ser suficiente en México; la capacidad de dar con los criminales no implica que se aborden los problemas de corrupción o la ausencia de oportunidades económicas en la comunidades marginadas, eso sin mencionar la prohibición de las drogas, que ha elevado los precios de las mismas, y por lo tanto ha creado márgenes de ganancias estratosféricos. Mientras no se aborden estos asuntos y otros más, es poco probable que dicha estrategia arroje suficientes resultados.
Peor aún, existe bastante evidencia de que acabar con los cabecillas de los grupos criminales impulsa el ciclo de violencia. Esta conclusión tiene una lógica bastante clara: el arresto o el asesinato de un capo debilita a las organizaciones afectadas, lo que a su vez alienta a los rivales a expulsarlas de su territorio. Y lo que es peor aún, a veces este debilitamiento conduce a enfrentamientos al interior de los grupos criminales, dado que quienes ocupaban puestos intermedios intentan dominar a las organizaciones que han quedado sin sus líderes.
En la mayoría de los casos, las estadísticas sustentan la teoría de que derribar a los cabecillas conduce a un aumento a corto plazo en los asesinatos. Desde que el expresidente Felipe Calderón puso la estrategia contra los capos en el centro de su política contra los grupos criminales, México ha experimentado un constante aumento en la violencia. En 2007, el primer año de Calderón en el cargo, el país registró menos de 11.000 asesinatos; durante los últimos cinco años, la cifra ha superado comúnmente los 20.000, y nunca ha estado por debajo de los 15.000. Este aumento se ha debido en gran medida a la desestabilización de los grupos del crimen organizado.
Los desafortunados efectos secundarios de la estrategia contra los capos son también evidentes a pequeña escala. La eliminación de uno o varios capos ha provocado el aumento de la violencia en el país, como ha ocurrido en Sinaloa, Michoacán y Guerrero. La caída de un grupo hegemónico, un fenómeno ligado a la estrategia contra los capos, generó largas guerras en Tijuana y Juárez. Aunque hay algunos ejemplos que demuestran lo contrario, en general el arresto de los capos ha provocado más derramamiento de sangre y por muchos años.
Las recientes revelaciones del gobierno también muestran que Peña Nieto en realidad no ha hecho cambios estratégicos con respecto a las prioridades de Calderón frente al crimen. Según sus promesas de campaña y sus declaraciones iniciales como presidente, Peña Nieto intentó distanciarse de la agresiva estrategia de su predecesor, con el fin de enfocarse más en la prevención de la violencia, en lugar de ir tras los capos. Su equipo prometió hacer frente a los crímenes que más afectan a la sociedad mexicana, como la extorsión y el secuestro.
En realidad, lo que Peña Nieto prometía era una estrategia similar a la de Calderón, pero vendiéndola en otros términos. Y aunque durante algún tiempo logró que los ciudadanos mexicanos y los medios de comunicación internacionales se enfocaran menos en la inseguridad, dicho logro fue sólo superficial, y en última instancia se vio opacado por los innumerables errores del gobierno y por su falta de direccionamiento estratégico.