En el paraíso, arden sin control las llamas del infierno.
Esta semana, en el kilómetro 4.5 de la carretera que une a San José del Cabo con la reserva natural de Cabo Pulmo, fue hallada una fosa. Clandestina y de gran tamaño. Hasta el momento de escribir estas líneas, 18 cadáveres habían sido encontrados en el sitio.
No es la única muestra reciente de horror en la península. En los primeros cuatro meses de 2017, 183 personas fueron asesinadas en Baja California Sur. Eso implica un crecimiento de 358% con respecto al mismo periodo de 2016. Y si bien los homicidios se desplomaron en abril con respecto a marzo, eso parece haber sido sólo una breve tregua.
En la primera semana de junio, además del descubrimiento de la fosa, se registraron los siguientes hechos de alto impacto: a) el subdirector del penal estatal de Los Cabos; Carlos Paul Hernández Cota, fue asesinado cuando salía de su casa, b) dos cadáveres desmembrados fueron hallados en una zona no urbanizada de San José del Cabo, y c) un niño de ocho años murió en el fuego cruzado entre dos grupos de pistoleros en el mismo municipio.
El sur de la península bajacaliforniana no es la única región turística que enfrenta serios problemas de inseguridad. Del otro lado del país, en la Riviera Maya, se siguen multiplicando los hechos de violencia. Según autoridades de Quintana Roo, se han acumulado, en lo que va del año, 61 homicidios tan sólo en Cancún.
No son hechos discretos: ha habido balaceras en festivales de música electrónica en Playa del Carmen, persecuciones y enfrentamientos en el perímetro de la Secretaría de Seguridad Pública del estado, y ejecuciones en bares de la zona turística de Cancún. Algunos casos han tenido ya reverberaciones internacionales: a finales de abril, una ciudadana argentina fue hallada muerta en Playa del Carmen. El asunto fue tema de primera plana en su país natal durante varios días.
Pero con todo y esos casos terribles, Los Cabos o la Riviera Maya se parecen a Ginebra comparados con Acapulco. En los primeros cuatro meses de 2017, se acumularon 262 homicidios dolosos en el puerto. Y eso cuenta como un buen año: en 2016, se registraron 315 asesinatos en el mismo periodo. Además, la violencia no se reduce al homicidio: la extorsión (a comerciantes, transportistas, maestros, taxistas, etc.) se ha vuelto endémica en Acapulco.
Cada una de estas regiones —Los Cabos, la Riviera Maya, Acapulco— cuenta una historia distinta. Pero comparten características comunes. Así las describí para el caso hace algunos meses: “Crecimiento demográfico explosivo, expansión desordenada de la mancha urbana, débil capital social, alta concentración de hombres jóvenes con pobres perspectivas económicas, mercados ilícitos pujantes y una economía regional próspera con muchos blancos para la extorsión”.
Eso es no es casualidad. Es el resultado directo del patrón de desarrollo de esas regiones. Enclaves turísticos que generan empleos mal pagados y no mucho más, donde nadie se interesa por la dotación de bienes públicos y donde nadie se preocupa por lo que pasa en la periferia que nunca ven los visitantes. Es desarrollo de fachada. Potemkin junto al mar.
Pero esa simulación institucionalizada no se puede sostener en el largo plazo. Inevitablemente, la periferia se come al enclave. La violencia alcanza a los turistas y los acaba espantando. El infierno, pues.
Luego entonces, si queremos evitar la proliferación de nuevos infiernos, tenemos que pensar a fondo cómo construimos nuestros paraísos. Pero muy a fondo.