Era evidente que El Chapo se iba del país.
Un día, su celular dejó de comunicarse. Carpizo supuso que finalmente había sido detenido.
Un grupo de elite del ejército guatemalteco lo capturó en junio de 1993 en el Hotel Panamericana. Lo acompañaban tres hombres y una mujer. El Chapo revelaría después que la milicia de ese país lo había traicionado: que el teniente coronel Carlos Humberto Rosales le quitó un millón y medio de dólares, antes de entregarlo en el puente Talismán al coordinador de la lucha contra el narcotráfico, Jorge Carrillo Olea.
Un avión de la fuerza aérea lo trasladó a Toluca. “¿Cuánto dinero quieren? Tengo mucho”, les dijo a los funcionarios que lo escoltaban. “Les doy los nombres de comandantes, de funcionarios, de gente a mi servicio. Estoy arreglado muy arriba”, agregó.
Durante el vuelo, el narcotraficante detalló las redes de corrupción en que apoyaba sus actividades. Salpicó a un ex procurador, cuyo nombre no se hizo público. Luego se supo que había embarrado también al ex subprocurador Federico Ponce Rojas, a una persona que trabajaba muy cerca del presidente Salinas de Gortari (presuntamente, Justo Ceja) y a un colaborador del primer círculo de Jorge Carpizo (Rodolfo León Aragón). Relató la entrega de millones de dólares a los comandantes José Luis Larrazolo Rubio, Cristian Peralta y Guillermo Salazar. Desnudó la maquinaria de infinita corrupción que había en el gobierno de Salinas de Gortari.
El procurador Carpizo archivó la información. “Los datos proporcionados por el jefe del Cártel de Sinaloa eran sugerentes —escribió después—, pero no tenían la fuerza, por sí solos, para realizar una consignación”. Otro de los pasajeros del vuelo, el general Guillermo Álvarez Nara, consignó la declaración en un oficio de cuatro cuartillas que luego entregó a la Procuraduría General de Justicia Militar.
El PRI que hoy señala a Guzmán Loera como capo favorito del panismo, decidió guardar silencio y desviar la vista. La declaración hundió a algunos policías y a ciertos funcionarios de nivel medio. Se produjeron ceses y súbitas remociones. En La Palma, El Chapo se negó a ratificar lo que había declarado y constaba en los partes levantados por funcionarios de inteligencia. Dijo que le habían leído la cartilla, y que mejor ahí lo dejaba.
La noche del Krystal
—Oye, Chapo, ¿es cierto que eres el rey de la coca?
—Yo no me dedico a eso.
—¿A qué te dedicas?
—Soy agricultor.
—¿Qué siembras?
—Frijol.
—¿Y qué más?
—Tengo una abarrotería con un amigo.
Pese a lo que declaró cuando fue presentado ante la prensa, El Chapo era poseedor de una biografía menos modesta. Durante varios años fue dueño absoluto del hangar 17 zona D del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, en el que según elementos de la Policía Bancaria e Industrial encargados de custodiar el lugar, dos aviones efectuaban vuelos constantes bajo la protección del comandante Mario Alberto González Treviño. La DEA lo consideraba pionero en la construcción de narcotúneles: uno de ellos, de 450 metros de longitud, habilitado con rieles, luz eléctrica y sistema de ventilación, era empleado para introducir drogas en San Diego y sacar dinero en efectivo del país. Había ideado la exportación de cocaína dentro de latas de chile jalapeños, en remesas etiquetadas bajo la marca “Comadre”, que enviaba regularmente al otro lado de la frontera por medio de trenes de carga. Acostumbraba rentar, en hoteles lujosos, pisos completos para él solo. Era afecto a las mujeres, la música de tambora, el oro y las piedras preciosas. Poseía fincas, ranchos, casas de playa. Tenía dos yates anclados en Playa Pichilingue: el Chapito II y el Giselle (los nombres de sus hijos). Según la declaración del testigo protegido “Julio”, antes de huir rumbo a Guatemala había entregado a un primo suyo 200 millones de dólares para que los guardara por si la cosa se ponía fea. La leyenda de aquel dinero hizo que un narcotraficante apodado El Colo viajara a Nayarit para matar al familiar de El Chapo y adueñarse de esa fortuna...
En realidad, las cosas iban mal desde 1989, cuando el primer capo de capos que hubo en el país, Miguel Ángel Félix Gallardo, fue llamado a cuentas por la justicia. Por indicaciones de Félix Gallardo, el narcotraficante Juan José Esparragosa Moreno, El Azul, convocó a una cumbre de capos y repartió el país entre ellos a fin de evitar una guerra. En el orbe de las declaraciones ministeriales y los testigos protegidos, las versiones de un mismo hecho suelen ser contradictorias. Para algunos, el desastre comenzó cuando los hermanos Arellano Félix mataron en Tijuana a El Rayo López —a quien El Chapo consideraba un hermano—, porque éste se había metido en su territorio. Para otros, todo se pudrió cuando los Arellano robaron 300 kilos de coca que pertenecían al Cártel de Sinaloa. Amigos durante el reinado de Miguel Ángel Félix Gallardo, para 1992 El Chapo y los Arellano se habían convertido en enemigos mortales.
En octubre de ese año El Chapo fue objeto de su primer atentado. Mientras circulaba en un Cutlass por el Periférico de Guadalajara, una Ram lo embistió y tres sujetos descendieron accionando sus metralletas. El Chapo metió a fondo el acelerador y se abrió camino entre el fuego. Tuvo tiempo de reconocer a sus atacantes: Ramón Arellano Félix y dos de sus lugartenientes, Armando y Lino Portillo.
En cuanto se puso a salvo contó los agujeros de bala que había en el Cutlass, 12 en total, y marcó el 77-16-21, número celular de Benjamín Arellano. El líder del Cártel de Tijuana le dijo:
—Nosotros no fuimos.
El Chapo declaró después: “Desde ese día les perdí la confianza”. Le tomó menos de un mes devolver la cortesía. Sus servicios de información revelaron que con la custodia del comandante federal Adolfo Mondragón Aguirre, los Arellano llevaban tres noches en Puerto Vallarta, derrochando dinero en el Christine, el centro nocturno del Hotel Krystal. El 8 de noviembre de 1992, un camión Dina aparcó a las puertas de la discoteca. De la caja metálica bajaron en formación 50 hombres con chalecos antibalas, rifles de asalto e identificaciones de la Policía Judicial Federal. Se introdujeron en el lugar y en cosa de ocho minutos percutieron mil casquillos. Armando Portillo, uno de los responsables del atentado contra El Chapo en el Periférico de Guadalajara, cayó bajo las balas. Pero Ramón y Francisco Javier Arellano Félix lograron huir por los ductos de aire acondicionado del baño. Varios de sus escoltas murieron en la refriega.
La espiral de violencia alcanzó su punto culminante en el aeropuerto de Guadalajara, el día en que El Chapo Guzmán iba a viajar a Puerto Vallarta y el comando del barrio Logan recibió la instrucción de regresar a Tijuana pues el objetivo de su viaje, localizarlo y ejecutarlo, no había podido cumplirse. Ése fue el día en que, según las autoridades, ambos grupos se hallaron por accidente a las afueras del aeropuerto Miguel Hidalgo. Ese fue el día en que el cardenal Posadas tuvo el mal fario de irse a meter directamente entre las balas y el país entero descubrió que había comenzado la Edad de la Delincuencia Organizada.
Vivir en Puente Grande
En noviembre de 1995 El Chapo Guzmán consiguió su traslado al penal de Puente Grande, ubicado a 18 kilómetros de Guadalajara. Ahí lo esperaba su viejo camarada de correrías, Héctor El Güero Palma, detenido en junio de ese año cuando la avioneta en que viajaba se desplomó a consecuencia del mal tiempo. En apariencia, El Chapo se dedicó a defenderse de los 10 procesos que tenía abiertos por homicidio, delitos contra la salud, cohecho, delincuencia organizada, tráfico de drogas y acopio de armas. El entonces director de la DEA, Thomas Constantine, diría después que, en realidad, Guzmán Loera siguió operando desde la cárcel. Su hermano El Pollo bajaba cargamentos de cocaína procedentes de Sudamérica, “apadrinado” por Juan José Esparragosa, El Azul, y Albino Quintero Meraz. Otras figuras del cártel, como los hermanos Héctor y Arturo Beltrán Leyva, enviaban maletines de dinero a Puente Grande cada que El Chapo lo necesitaba.
Guzmán Loera conocía a la perfección el camino que iba a recorrer: en 1991 había sobornado al jefe de la policía capitalina, Santiago Tapia Aceves, a quien le entregó 255 mil dólares y 14 millones de pesos a cambio de su libertad. Aquel episodio sería recordado como “la primera fuga de El Chapo”. Una patrulla lo había detenido en el Viaducto. Se dice que dentro de la Suburban en que viajaba había varios ladrillos de cocaína, e incluso un muerto. El jefe policiaco pidió que lo trasladaran a instalaciones de la delegación Venustiano Carranza. Tapia Aceves llegó a ese lugar en helicóptero, y volvió a subir en él con varias bolsas de Aurrerá repletas de dólares.
Fiel a su propia lógica, El Chapo tardó poco en someter Puente Grande. Puso a sueldo a custodios y comandantes; lentamente, tendió un circuito de complicidad que se extendió a todos los niveles. El mismo director del penal, Leonardo Beltrán Santana, estaba bajo sus órdenes. El Chapo escogía el menú, imponía el rol de vigilancia, intervenía en cada uno de los mecanismos de operación de la cárcel. Poseía cuatro celulares, estéreo, televisión y una computadora personal. No asistía a clases y ni siquiera pasaba lista. Según el tercer visitador de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, José Antonio Bernal, a poco de su llegada “entraban drogas, alcohol y mujeres para reclusos privilegiados… había hielos, chicles, comida, pastillas no autorizadas, medicamentos no permitidos, vitaminas y mujeres a las que pasaban en camionetas del mismo penal”.
El Chapo, El Güero Palma y Arturo Martínez, El Texas, los tres reclusos más importantes, celebraban rumbosas fiestas para las que se adquirían hasta 500 litros de vino, y en las que había tambora y mariachi. Algunas mujeres traídas de fuera permanecían al lado de El Chapo durante semanas. En otras ocasiones, el capo prostituía a las cocineras del penal (una vez fue denunciado por violación).
Los custodios que se negaban a integrarse a la red de complicidad eran golpeados o amenazados: “Oiga, dicen que usted anda enojado y que no quiere nuestra amistad. No se preocupe, aquí tenemos los datos de su domicilio y de su familia. No hay ningún problema”. Narcotraficantes y familiares ingresaban al penal sin importar la hora: “Aquí traemos a las visitas de los señores”.
A fines de 1997, El Chapo, que acostumbraba enviar rosas a las cocineras, le mandó una botella de whisky a una de las cinco mujeres recluidas en el penal: Zulema Hernández. Era alta, rubia, y poseía un cuerpo “casi perfecto”. Tenía tatuado un murciélago en la espalda y un unicornio en la pierna derecha. Se hallaba en Puente Grande bajo el cargo de secuestro. Julio Scherer la entrevistó alguna vez y publicó las cartas de amor que El Chapo dictaba a su secretario: “Zulema, te adoro… y pensar que dos personas que no se conocían podían encontrarse en un lugar como este”...
Zulema fue una de las pocas personas a las que el capo confió sus proyectos de evasión: “Después nos volvimos a ver y me dijo que ya se iba a hacer. Él me decía, tranquila, no va a pasar nada, todo está bien”. Guzmán Loera enfrentaba un proceso de extradición, que con seguridad iba a perder en los tribunales. El plan que había fraguado minuciosamente desde 1999 fue puesto en marcha el 19 de enero de 2001. Vicente Fox acababa de llegar a la presidencia. Un cambio de director en Puente Grande podía echar por tierra años de trabajo. No le quedaba tiempo para comenzar de cero.
Antes de irse, Guzmán prometió a Zulema la ayuda de un abogado. Pero el abogado nunca llegó y el narcotraficante se olvidó de ella. Jamás volvieron a verse: ella salió de prisión en 2003, se enroló en la organización de un abastecedor de droga llamado Pablo Rojas, El Halcón, y regresó a la cárcel al año siguiente. En 2006 la liberaron. El 17 de diciembre de 2008 la policía encontró el murciélago y el unicornio dentro de la cajuela de un auto. Zulema había sido asfixiada con una bolsa de plástico y tenía varias “Z” marcadas con una navaja en el cuerpo.
La fuga de El Chapo comenzó a las 19:15 y terminó 13 minutos más tarde. En un carro de lavandería empujado por Francisco Javier Camberros, El Chito, empleado del área de mantenimiento, y luego de ubicar en puntos estratégicos al equipo de celadores a su servicio, El Chapo salió del módulo 3 y atravesó pasillos, diamantes de seguridad y puertas electrónicas, hasta cruzar la aduana de vehículos. El sistema de video interno había sido bloqueado. En el estacionamiento general, se metió en la cajuela de un viejo Montecarlo. El Chito se hallaba a tal punto bajo la voluntad del narcotraficante que, dijo después, no cobró un solo peso “por el favor que le hice al señor Guzmán”.
El Chapo se había quejado ante él de su extradición inminente. “Me dijo que ya había pagado sus culpas y aún así lo querían llevar a Estados Unidos”. Sucedió este diálogo:
—¿Me apoyas para irme de aquí?
—Como va.
Una vez en el Montecarlo, El Chito apretó el acelerador. Pasaron dos topes. El auto enfilaba por la carretera libre a Zapotlanejo. Antes de llegar a la ciudad, el empleado abrió la cajuela.
—Yo aquí lo dejo —dijo.
El Chapo le recomendó:
—Mejor vente conmigo. A partir de mañana va a estar la noticia, pero en grande.
Con el narcotraficante instalado en el asiento del copiloto, llegaron a la esquina de Maestranza y Madero. El Chapo admitió que tenía la boca seca. Camberros estacionó el auto y se metió a una tienda para comprar agua. Cuando regresó, el jefe del Cártel de Sinaloa se había ido. “Primero se fugó de Puente Grande y luego se le fugó a él”, escribió un reportero.
“Al ver el problema en el que me encontraba… agarré un carro de sitio a la central de Guadalajara y ahí tomé un camión para el Distrito Federal, en donde yo creía que nadie me conocía”, confesó Camberros el día en que el miedo, el escándalo, la presión, lo llevaron a entregarse.
En Puente Grande sólo encontraron el uniforme y los zapatos de El Chapo. El director Beltrán Santana, que esa tarde había recibido la visita en el penal del subsecretario de Seguridad Pública, Jorge Tello Peón, y del director de Readaptación Social, Enrique Pérez Rodríguez (quienes viajaron a Puente Grande, según dijeron, para atender denuncias sobre el relajamiento en los esquemas de seguridad), tardó dos horas en informar a sus superiores. El sistema de corrupción del que este servidor se había beneficiado le estalló como una granada entre las manos: la huida ocasionó la consignación más grande en la historia reciente del país: 71 custodios y funcionarios fueron detenidos.
Nueve años después de la fuga, sólo seis procesados continuaban en la cárcel. Incluso Beltrán Santana había obtenido la libertad. Los priistas que solaparon el esquema de corrupción que durante el gobierno de Ernesto Zedillo permitió a Guzmán Loera reinar a sus anchas en Puente Grande, acusaron a los panistas de haber facilitado la fuga. Lo único claro, según se vio después, era la facilidad con que El Chapo compraba a unos y otros.