El periodista Raymundo Pérez Arellano narra los detalles del secuestro sufrió en Tamaulipas.
Bienvenidos a mi reino, Reynosa querida donde a diario la gente se rifa la vida (“Reynosa la Maldosa”, canción de Cano y Blunt) La oscuridad, eso es lo que sigue. Atrás quedaron los amigos, la familia, los compañeros de trabajo, el amor, la vida. Ahora sólo existen el desahucio y la resignación. La cara de la muerte se asoma por una rendija de la capucha que pusieron en tu cabeza.
Ya no llegué a los 30 años, ni tuve hijos. Ojalá que me maten pronto. No quiero que me torturen. Quiero que me dejen en un lugar público. Que encuentren mi cuerpo. He visto el rostro de los entrevistados a quienes les han secuestrado a alguien. Viven en la incertidumbre por no saber si su pariente regresará algún día. La muerte se extiende a los familiares de los desaparecidos. Unos mueren poco, y otros mucho, y no quiero eso para los míos.
La oscuridad, eso es lo que sigue.
Ni modo, elegiste dedicarte a esta profesión de riesgo, así que asume las consecuencias.
Qué cara pondrán en el trabajo cuando les digan que te llenaron de plomo. Tendrán remordimientos por haberme mandado al matadero. Ya veo los titulares de los periódicos lamentando de nuevo la muerte de un reportero y un camarógrafo, y al día siguiente pasando a otro tema.
Fue una pendejada venir a esta zona de guerra. Pero ya ni lamentarse, ya qué. La camioneta avanza y no hay forma de detenerla. Los sicarios sólo cumplirán órdenes. Quizá el error fue andar en un coche rentado con placas de Coahuila, luego de que los periódicos publicaron, sin revelar la fuente, que comandos de Zetas provenientes de ese estado llegaron a Reynosa. O habrá sido mi corte a rape, mis lentes oscuros y el tatuaje en mi brazo. No lo sé.
Lo único cierto es que voy a morir en Reynosa, y todo porque estos sicarios creen que soy un pinche Zeta.
Las llantas de una Escalade negra rechinaron en el pavimento ardiente. Juan Carlos Martínez pisó el freno con fuerza cuando esa camioneta enfiló contra nuestro vehículo. Se abrieron las puertas y cuatro sujetos con chalecos blindados saltaron hacia nosotros. Unas siglas en el pecho revelaban la organización criminal a la que pertenecían. Sin pudor alguno exhibían tres letras en color blanco: cdg (Cártel del Golfo).
No estábamos en un barrio solitario a la media noche, sino en una avenida transitada de Reynosa, en plena hora pico. Era el 3 de marzo de 2010.
Poco antes habíamos visto a la Escalade negra recorrer en caravana las calles de la ciudad, junto con otras seis camionetas de algunas de las marcas favoritas del crimen organizado. El convoy era la visión de un dragón, peligroso y seductor. No podía quitarle los ojos de encima. En los vidrios de las camionetas habían rotulado las letras cdg con pintura blanca, de la que se usa para lustrar calzado. La Cherokee gris que encabezaba la fila exhibía una placa con el mismo distintivo, como si fuera uno más de los diseños que pueden verse en las matrículas vehiculares en los estados del país.
“¡No mames, güey! ¿Viste eso? Qué pedo con esta ciudad. Y la gente no dice nada”, le dije a Juan Carlos, el camarógrafo que me acompañaba en esta misión. Era el más experimentado en la empresa. Comenzó desde abajo, asistiendo a los camarógrafos de la vieja guardia. Dedicó quince años a aprender los trucos de la lente. A sus 30 años era uno de los mejores.
Esperamos a que el tráfico, que se había paralizado con el convoy de sicarios, se normalizara. Dos cuadras más adelante doblamos a la derecha. En las redes sociales seguíamos los reportes ciudadanos que informaban sobre balaceras en varios puntos de la ciudad. Ahí queríamos estar, a eso nos habían enviado a Reynosa.
Volvimos a girar a la derecha y los vimos otra vez. Los más de veinte tripulantes de las siete camionetas habían descendido en un parque público y se preparaban para combatir. Unos revisaban su armamento, otros se colocaban el chaleco antibalas y tres o cuatro vigilaban.
“Pendejo, ve por los del carro rojo”, dijo alguien. Luego se escucharon silbidos y el rugir de un motor.
“Esto ya valió madre”, le dije a Juan Carlos cuando vi lo que pasaba. “Acelérale, cabrón?”
Para febrero de 2010 había mucha inquietud por saber qué pasaba en Reynosa. A las redacciones del Distrito Federal llegaba información fragmentada: balaceras, bloqueos viales, asesinatos y, en resumen, una ciudad enloquecida por la violencia. Pero los medios capitalinos no alcanzaban a comprender lo que ocurría en la “frontera chica” de Tamaulipas, como se conoce a los cinco municipios ubicados entre Reynosa y Nuevo Laredo.
“Hay un desmadre en Reynosa, queremos que te vayas para allá y busques las mejores imágenes”. Ésa fue la instrucción que recibí mientras destapaba la segunda cerveza, durante una fiesta en mis vacaciones. Yo estaba en Monterrey, cubría las fuentes de seguridad pública y era el que estaba más cerca de Tamaulipas. “Mañana te alcanza un camarógrafo. Lo vamos a mandar por avión. Tú vete por tierra, estás a tres horas de distancia”.
Hacía tiempo que Reynosa no tenía fama de ser un lugar tranquilo. Esa ciudad se hizo famosa por el contrabando de licor durante la prohibición en Estados Unidos, y después se convirtió en paso obligado de la droga hacia ese país.
Reynosa, al igual que Matamoros y Nuevo Laredo, es sede histórica del Cártel del Golfo y de su grupo armado, los Zetas. Sin embargo, al iniciar 2010 las cosas cambiaron entre los antiguos socios. Donde antes hubo pactos y hermandad ya sólo existían enfrentamientos, traición y matanzas. La guerra entre el cdg y los Zetas estaba declarada antes de que aparecieran mantas en varias ciudades del norte del país.
En los últimos días de febrero de 2010, apareció frente al palacio municipal una narcomanta dirigida al presidente Felipe Calderón: “Con todo el respeto que se merece deje de ayudarnos, el veneno se combate con el mismo veneno Atte. Fusion de Carteles de Mexico unidos contra los “Z” despues de que acabemos continue siguendonos RETIRE AL EJERCITO” [ sic ]
Sus golpes aterrizaban sobre mi cara una y otra vez, y con la misma fuerza lanzaba sus acusaciones: “Eres un pinche Zeta, ¿verdad? Eres un puto guacho (soldado). Eres de la Federal. Nos estás vigilando, por eso nos seguiste. Eres halcón (espía). Dinos la verdad, es tu última oportunidad, o te vamos a chingar aquí mismo”.
El escenario era una de las muchas plazas públicas que hay en Reynosa. Una mole de más de 120 kilos fue comisionado para interrogarme. Flamas de colores tatuadas en su cuello asomaban entre pliegues de grasa. Sus manos iban y venían sobre mi rostro, sobre las carótidas o sobre las orejas, desorientándome y aturdiéndome a la vez.
“Somos reporteros. Venimos de la Ciudad de México para hacer un reportaje sobre la cuenta de Twitter que creó el gobierno de Reynosa. Los teléfonos de la redacción están en mi identificación, hablen a México para que vean que les decimos la verdad…”, alcancé a responder.
Pero la razón no logró imponerse a su lógica de guerra. Regresaron las cachetadas y los cachazos y, en su desesperación por no conseguir la respuesta que quería, vinieron los simulacros de ejecución.
“Préstame tu corta, la mía se me olvidó en mi casa”, le dijo a su acompañante el sicario que me golpeaba. Después sacó de la guantera de la Escalade una pistola nueve milímetros pavonada. Cortó cartucho y la encajó en mis costillas.
“Ésta es la última oportunidad para que me digas la verdad o le jalo? por qué tartamudeas? dime la verdad o te quiebro”.
La situación del camarógrafo no era mejor. El jefe del convoy lo había bajado de la camioneta. Le preguntó de dónde era.
“¡Ah, chilango!”, dijo el comandante al escuchar la respuesta, mientras lo golpeaba en el rostro. Su ayudante aprovechó para mostrar su hombría ante el jefe. Tomó del cabello a Juan Carlos y estrelló su cabeza una, dos, tres veces contra el vidrio trasero de la Escalade, como si su lugar de nacimiento fuera a cambiar con la tortura.
El día que nos secuestraron llegó un mensaje a mi correo electrónico. La fuente era de fiar, y me contaba que cuatro reporteros de Reynosa no aparecían. Entre fines de febrero y principios de marzo de 2010 hubo seis secuestros de comunicadores en Reynosa, un hecho inédito en el país. Uno de ellos había muerto en circunstancias extrañas en un hospital.
Pedro Argüello y David Silva del periódico El mañana; Amancio Cantú, de La Prensa de Reynosa, y Miguel Domínguez del periódico La Tarde eran los nombres que aparecían en aquel mensaje. Luego supe que Guillermo Martínez, director del portal Metro Noticias del Golfo, también estaba desaparecido.
José Rábago Valdez, reportero de Radio Rey, murió por un supuesto coma diabético en el hospital Christus Muguerza. Una versión decía que la elevación en sus niveles de azúcar fue causada por los golpes recibidos durante su secuestro.
A José lo encontraron tirado en la calle, con la cara hinchada por la golpiza. Los paramédicos de la Cruz Roja lo recogieron aún con vida, pero no sobrevivió. Logré hablar por teléfono con su viuda. No confirmó ni desmintió esa versión, pero me pidió que platicáramos después. Iba rumbo a Tampico a enterrar a su esposo. Ya no pude conversar de nuevo con ella. Apunté los nombres de los periodistas raptados en mi libreta y salí a cubrir una balacera que reportaban los usuarios de Twitter.
El viaje en autobús de Monterrey a Reynosa duró tres horas. Junto a los letreros que dan la bienvenida a los visitantes, al entrar a la ciudad tamaulipeca había un retén de la policía municipal. Un agente que portaba un AR-15 subió para revisar a los pasajeros. Con la mirada examinó a todos, pero sólo reparó en mi aspecto: cabello a rape, barba de candado y lentes oscuros.
“Su identificación? ¿A qué viene a Reynosa?”, me preguntó.
Le mostré mi credencial de elector y le dije que era reportero. Me pidió mi identificación del medio. La vio y después se fue. No interrogó a nadie más.
Al llegar a la central de autobuses llamé a un amigo que vive en Reynosa. No quería tomar un taxi. Muchos conductores son espías para el Cártel del Golfo o los Zetas. En esos detalles se refleja el grado de penetración del narcotráfico en este lugar.
Mientras esperaba a mi amigo sonó mi celular. Era uno de los directivos de mi empresa.
“Te llamo para pedirte que no te acerques mucho a las oficinas que tenemos en Reynosa. Nos acaban de informar que uno de los camarógrafos que trabajan ahí es informante de grupos de la delincuencia”, me dijo.
“¿Y por qué no lo han despedido?”, pregunté.
“Los de recursos humanos tienen miedo de echarlo, por las represalias que pueda tomar?”
El entonces alcalde de rey-nosa, óscar Luebbert, que por seguridad vive en McAllen, Texas, nos recibió en su oficina el primer viernes que estuvimos en Tamaulipas. ¿Qué estaba pasando en la ciudad que los grupos de la delincuencia habían enloquecido?, le pregunté de entrada.
Luebbert, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), me dijo que la presencia de la Marina y la detención y muerte de varios operadores de las bandas delictivas explicaba la situación. Pero ese argumento era sólo la punta del iceberg de lo que realmente pasaba.
Era cierto que el 8 de febrero de 2010 hubo una balacera entre marineros y delincuentes en el fraccionamiento Puerta del Sol, en el que incluso fueron lanzadas algunas granadas. No hubo una cifra oficial de muertos, pero los vecinos hablaban de más de treinta cadáveres.
El enfrentamiento en Puerta del Sol fue uno de muchos. El alcalde no nos pudo explicar los bloqueos viales en el Periférico, ni el intento de rescate en el Penal de Reynosa ocurrido el 25 de febrero de ese año, unos días antes de que nosotros llegáramos a la frontera.
Fuimos al Centro de Readaptación Social en la camioneta todo terreno que habíamos alquilado. Al vernos, los custodios empuñaron sus armas. Bajamos del vehículo y nos identificamos como periodistas, lo que los tranquilizó un poco. En la frontera, este tipo de camionetas son sinónimo de crimen organizado; de ahí la alarma. Y no era para menos. A algunos de esos guardias les había tocado enfrentar a varios pistoleros que trataron de rescatar a presos de esta cárcel.
La pared y las torres principales del reclusorio estaban llenas de agujeros. No había un espacio donde no se apreciara el impacto de una bala. Los atacantes no pudieron rescatar a nadie, pero los muros son los testigos principales de la batalla que se libró en ese sitio.
Nos fuimos a dormir. Pedimos viáticos para escoger el hotel que prefiriéramos. Había acordado con Juan Carlos que, como estrategia de seguridad, cambiaríamos de alojamiento cada noche. Y así lo hicimos. A veces la precaución, la paranoia o el miedo provocaban actitudes que parecerían absurdas. Una noche pedí que me cambiaran a una habitación que tuviera ventana a la calle, por si era necesario salir huyendo, aunque nunca supe realmente a dónde iba a correr para estar seguro. Reynosa entera le pertenece a los narcos.
También cambiamos la todo terreno por un sedán rojo con placas de Coahuila. No había autos con matrículas de otro estado en la arrendadora de Reynosa.
La guerra no sólo era entre los Golfos y los Zetas, sino que también se extendió a las corporaciones policíacas que recibían sobornos de uno u otro cártel.
Al caer la noche, la calle que pasa frente a la Secretaría de Seguridad Pública Municipal era cerrada por completo. Varias patrullas con elementos armados impedían el paso a cualquier vehículo hasta la siguiente mañana. Las precauciones no eran exageradas. Días antes de nuestra llegada, dos granadas fueron lanzadas contra esas instalaciones desde una camioneta en movimiento. El ataque, del que fueron responsabilizados los Zetas, provocó daños materiales y dejó en el aire el temor de que se repitiera.
El miedo era aún más grande entre los policías que vigilaban las calles. Para mi reportaje quería captar a esos policías. Acordé con Juan Carlos que iríamos al retén que se encontraba a la entrada de Reynosa. Llegamos montados en la todo terreno. Nos colocamos a unos 500 metros de donde estaban las patrullas, con una vista panorámica perfecta de la escena. Juan Carlos colocó el tripié y la cámara, y comenzó a grabar. Un instante después llegó una camioneta con varios policías que nos apuntaban con sus armas.
“Bájense con las manos en alto”, nos dijo un agente regordete que traía una pistola nueve milímetros.
Yo salí del vehículo con la calma de saber que nosotros éramos los buenos y me identifiqué como periodista. Los policías respiraron aliviados.
“¿De Milenio, verdad? Desde hace varios días ya sabíamos que andaban por acá. Perdone, jefe”, me dijo el que estaba a cargo del retén, “es que las cosas aquí en Reynosa han estado muy calientes en los últimos días”. Y bajando la voz agregó: “Es que esos pinches Zetas se están chingando la plaza, por eso estamos aquí, para evitar que se metan y para sacar a los que ya están aquí”. No hubo más comentarios.
Existen al menos dos versiones de lo que ocurrió en Reynosa. En la prensa, fuentes anónimas relataron que el Cártel del Golfo secuestró en diciembre de 2009 a un operador financiero de los Zetas, Víctor Peña Mendoza, alias Cóncord 3. Heriberto Lazcano, líder de los Zetas, pidió que lo liberaran. Pero sólo devolvieron su cadáver. No hay información oficial sobre este suceso, aunque toda la historia está contada en foros de páginas de Internet ligadas al narco, como lo constató la investigadora Guadalupe Correa-Cabrera, autora del estudio “La Frontera ?Olvidada? El Caso Tamaulipas: Clave para Entender la Nueva Configuración del Crimen Organizado en México”.
Otra versión es que la ruptura se dio luego de que Osiel Cárdenas Guillén, extraditado en 2007 a Estados Unidos (jefe del Cártel del Golfo y creador de los Zetas), decidió dar informacion al gobierno estadounidense sobre la estructura de los Zetas, con tal de reducir a 25 años su encierro en aquel país.
Los Zetas comenzaron como un grupo de ex militares de elite desertores del Ejército, que se convirtieron en sicarios de Cárdenas Guillén. Luego, al extorsionar, secuestrar, cobrar derecho de piso y encargarse de giros ilegales como la prostitución o la piratería, pasaron de ser un ejército privado a convertirse en un cártel, como lo describe el académico Carlos Resa Nestares en su ensayo “Los Zetas: de narcos a mafiosos”. Creció tanto su poder de fuego y su capacidad organizativa que decidieron independizarse del Cártel del Golfo.
Hoy las autoridades mexicanas reconocen a los Zetas como otro de los cárteles que operan en el país y el que mayor capacidad de fuego posee.
Le pregunté a un colega tamaulipeco: ¿Quién es el jefe de la plaza en Reynosa?”.
“El bato que está bien pesado es uno al que le dicen Metro 3, Samuel Flores Borrego”, fue su respuesta.
En Internet encontré varias referencias a Metro 3, que trabajaba para el Cártel del Golfo: la dea ofrecía cinco millones de dólares por información que llevara a su captura, y una corte del distrito de Columbia tenía un proceso abierto contra él por traficar cocaína y marihuana a Estados Unidos.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención al teclear Metro 3 es que el buscador te dirigía a un video colgado en YouTube. Los autores son Cano y Blunt, dos jóvenes originarios de Tamaulipas que cantan, a ritmo de hip-hop, sobre la vida y obra de los capos del narcotráfico en la “frontera chica”. El lenguaje era el de los jóvenes que viven en los barrios marginales de las ciudades:
Sobres, gente, la cosa como es
viene dedicada
p’al señor Metro 3
uno de los buenos
el reino es su terreno
con la corta, con el cuerno
te manda p’al infierno
Él es el 3, señor de respeto
bandido conocido como el Metro
le han querido dar p?abajo,
eso es muy cierto
los que lo intentaron
han quedado en el concreto
La gente controla,
¿a poco no lo ven?
todo controlado
por el Comandante 3
toda su gente lista a cualquier horario,trucha está la guardia,
listos los sicarios…
Hice varias llamadas a conocidos de la escena musical para localizar a Cano y Blunt, pero sólo obtuve el nombre de una colonia en las afueras de Reynosa, cerca de la zona donde se ubican las maquiladoras. Y, como no hay reportero sin suerte, a la entrada del complejo habitacional había un gran muro graffiteado, igual al que había visto en el video de YouTube. “Cali Records”, decía con letras estilizadas junto a la imagen de dos jóvenes con sombreros de pachuco. Eran ellos.
Pedí más datos en una vinatería de la colonia y me dijeron que dos calles más adelante vivía uno de los músicos. Llegamos, y de nuevo la camioneta en la que íbamos causó temor entre los vecinos.
“Buscamos a Cano y Blunt”, dije, después de saludar.
“¿Y para qué los quieren? ¿Son judiciales o qué?”, respondió una mujer que, luego me enteraría, era la madre de Blunt.
Después de pasar horas convenciéndolos para hacer una entrevista, Cano y Blunt aceptaron, con la condición de que no hablarían sobre las canciones “dedicadas”. Estas composiciones son pagadas por los miembros del crimen organizado: por 300 dólares, los gatilleros que quieren halagar a su jefe les cuentan a los músicos las hazañas que deben ser narradas; los músicos trabajan la letra y entregan un tema a ritmo de hip-hop.
Pero no sólo le cantan a los narcos. Cano y Blunt tienen otras canciones que reflejan lo que ven a diario en su ciudad:
Somos puro Reynosa
un chingo de malandros,
pura gente mafiosa
lo sufres o lo gozas
Reynosa la maldosa,
la calle es peligrosa
póngaseme trucha,
pura gente maldosa
Bienvenidos a mi reino,
Reynosa querida
donde a diario la gente
se rifa la vida
gente que pesa,
gente que te vuela la cabeza,
ándate con cuidadito
o de balas te atraviesan
Samuel Flores Borrego, Metro 3, ya no escuchará las canciones de Cano y Blunt, ni ninguna otra. El 3 de septiembre de 2011 el Ejército y la PGR lo declararon muerto. Lo balearon cuando iba a bordo de una Ford Lobo. Los asesinos abandonaron su cadáver junto al de uno de sus cómplices en el kilómetro 21 de la carretera Reynosa-Monterrey. Ahora la ciudad es controlada por alguien más, alguien a quien seguramente ya le han dedicado varias canciones.
Los delincuentes registraron nuestra ropa. Encontraron nuestros celulares, los apagaron y les quitaron el chip. También nos arrebataron las carteras.
El jefe de los sicarios empezó a revisar mi libreta de reportero. Si no hubiera sabido que pertenecía al Cártel del Golfo, me habría parecido que estaba frente a un militar de fuerzas especiales. Tenía el cabello corto, barba de candado, cuerpo fortalecido por horas y horas de gimnasio, y varios tatuajes que recorrían sus brazos. Llevaba chaleco antibalas, pantalones cargo, una fornitura en su pierna con una escuadra nueve milímetros y, atravesando su pecho, un fusil AR-15 con un cargador de tambor doble, de los llamados “huevos de toro”.
Este Rambo moderno pasaba una y otra vez las páginas de mi libreta. “¿Por qué tienes teléfonos del director de seguridad pública? ¿Por qué tienes apuntado aquí ?Plan Marina?? ¿Y estos nombres qué hacen aquí?”, preguntó refiriéndose a los nombres de los reporteros desaparecidos en Reynosa. Yo los había apuntado para tratar de investigar su paradero, pero el jefe de los sicarios se alteró visiblemente al encontrarlos.
“¿Qué quieres saber sobre ellos, por qué los tienes anotados en tu libreta?”, dijo y, dirigiéndose a sus cómplices, les soltó: “Éstos andan mal, muy mal”. Y, tras pensarlo unos segundos, agregó: “Llévenselos y denles piso (mátenlos)”.
A Juan Carlos lo esposaron. Yo corrí con más suerte porque no encontraron el otro par de esposas. Nos cubrieron el rostro con capuchas negras, nos subieron a la Escalade y nos obligaron a bajar la cabeza. La camioneta avanzó mientras nuestros secuestradores nos apuntaban con una pistola en la nuca.
Juan Carlos se puso a rezar y a pensar en sus dos hijos. Le pidió a Dios que lo sacara vivo de ésta y que protegiera a los suyos. Y no es que fuera muy devoto, pero en ese momento sintió la necesidad de que una fuerza más grande que él resolviera sus problemas.
Recordó a su hija mayor, que había crecido casi hasta alcanzarlo, y a su hijo menor, que estaba obsesionado con el futbol, tanto que a veces reñían porque el chico prefería ir a la cancha que a la escuela. Además pensó en las constantes discusiones con su mujer y tuvo la certeza de que todo eso no importaba, porque en unos minutos lo iban a matar, me contó después.
En el equipo de radiofrecuencia de la Escalade se escuchaba el parte de guerra de lo que ocurría en Reynosa: la ubicación de convoyes del Ejército; el número de camionetas de los Zetas que circulaban por el Periférico, cuántos tripulantes llevaban y qué armamento usaban; y dónde requería apoyo el Cártel del Golfo.
Fueron diez minutos los que estuvimos sentados en los asientos de piel, mientras el conductor aceleraba y se detenía en su frenético recorrido por Reynosa. El aire acondicionado no era suficiente para acabar con el copioso sudor del miedo a la muerte.
La Escalade frenó su marcha. El de las llamas en el cuello pidió las llaves de la casa. Sus achichincles no las tenían.
“Cómo son pendejos. Se ganaron una ronda de tablazos para que no vuelvan a olvidar las llaves”, les dijo. Hizo una llamada telefónica y, después de esperar unos diez minutos, le trajeron las llaves. Entraron, abrieron el portón eléctrico y estacionaron la camioneta. Nos aventaron sobre dos sillas que estaban entre la cochera y la casa.
Las manos de Juan Carlos empezaban a amoratarse por lo apretado de las esposas. Se movía de un lado a otro para tratar de estar menos incómodo. “¿Por qué te mueves, cabrón?”, gritó el sicario de las llamas en el cuello. “¡Quieto! Ya deja de moverte, con una chingada”.
“Es que las esposas están muy apretadas”, dijo Juan Carlos.
Un golpe en la boca del estómago dejó paso a un quejido seco y ahogado.
“Que ya dejes de estarte moviendo, hijo de la chingada”, dijo el sicario.
Nos quedamos en silencio y sentí cómo aumentaba la velocidad de mi pulso. En mis tímpanos seguía sonando el lamento sordo de mi compañero.
“¿Por qué tiemblas, cabrón?”, le preguntaron a Juan Carlos.
“Porque tengo miedo de que me maten”.
“Miedo de qué, cabrón, si todavía ni te hemos hecho nada”, le decían con sorna.
El jefe de los sicarios entró por la puerta principal y comenzó de nuevo con el interrogatorio: “¿Quiénes son? ¿Para quién trabajan? ¿Son Zetas o son espías? Si no dicen la verdad se los va a cargar la verga”. Sus subalternos ya no revisaban mi libreta. Ahora analizaban el contenido de mi cámara y de mi computadora.
“Ya valiste madre. ¿Quién es este militar?”, me preguntó el Rambo.
“No lo sé señor, no veo”.
“Quítenle la capucha”.
Lo obedecieron, y entonces pude ver que me encontraba en una casa con paredes de color verde y blanco, con piso de cemento y algunas jardineras donde sólo había tierra estéril. El jefe estaba sentado frente a mí en una mecedora de hierro blanca, típica del noroeste de México. El Rambo tenía mi cámara y me preguntaba por Sergio Ayón Rodríguez, quien aparecía en una foto ataviado con traje de campaña y una boina negra con las tres estrellas de general de División.
“Es el general encargado del desfile del 20 de noviembre”, dije. “Lo entrevisté hace unos meses, señor”.
El Rambo se quedó sin preguntas. Uno de los pistoleros buscaba afanosamente en mi computadora.
“Este güey trae un chingo de mierda en su computadora”, dijo el pistolero. “Tiene muchos documentos de la PGR, de Seguridad Pública y también tiene un chingo de fotos de Beltrán Leyva”.
“¿Por qué tienes las fotos de Beltrán Levya?, ¿qué son los documentos de la PGR?”, preguntó el Rambo.
“Me tocó cubrir el operativo en el que lo mataron en Cuernavaca (a Beltrán Leyva), señor”, respondí. “Los documentos de la PGR son boletines. Me toca cubrir la fuente de justicia y seguridad pública”.
“Ah, entonces tú eres el macizo que anda en todas las plazas calientes, donde hay chingadazos”, dijo el Rambo.
Quise contestarle que más bien yo era el único pendejo que había accedido a ir a Reynosa, una ciudad donde las autoridades no pueden garantizar la seguridad de los periodistas que cubren la guerra aquí.
“No, señor”, contesté con timidez y me quedé callado. En esas situaciones, pensé, es mejor responder sólo aquello que te preguntan. El que tiene las armas y el poder es el otro, en esos momentos no vale el discurso de la libertad de expresión. Ellos disponen de tu vida, son Dios.
Me volvieron a colocar la capucha. Pasaron cerca de diez minutos en los que el Rambo hizo algunas llamadas. Supongo que habló con sus jefes.
“¿Cuánto dinero traían?”, preguntó el Rambo.
Juan Carlos dijo que unos cuatro mil pesos y yo que unos mil.
“Ahí están sus cosas, su dinero, sus carteras, todo. Nosotros no somos rateros”. El jefe de los sicarios continuó con su discurso: “El pedo no es con ustedes, ahorita el pedo es con los Zetas. Pero ustedes vienen y dicen puras mamadas y calientan la plaza y llegan los militares?”
El Rambo fue tajante. “Los vamos a dejar ir, pero no los queremos volver a ver aquí”, dijo. “Si regresan los vamos a levantar y les vamos a dar piso. Y aquí no ha pasado nada. Si ustedes comienzan a decir mamadas en México, nosotros vamos a ir por ustedes. Tenemos gente que opera en el Distrito Federal y van a ir a buscarlos”.
Los sicarios volvieron a subirnos a la Escalade y nos ordenaron que nos agacháramos para no ver el camino. Poco después se detuvieron en el estacionamiento de una farmacia. Abrieron las puertas y nos quitaron las capuchas y las esposas. El sicario que manejaba nuestro sedán rojo se subió a la camioneta. Juan Carlos y yo nos quedamos pasmados, inmóviles, no sabíamos si la liberación era verdad o si nos iban a coser a balazos.
“Ya váyanse a la verga, pendejos. ¿O quieren que los volvamos a levantar?”.
Ésa fue la frase de despedida de la mole con las llamas en el cuello. La violencia de sus palabras nos sacó del estupor. Subimos al coche y nos largamos al hotel para recoger las maletas, con la idea de no volver a Reynosa nunca más.
Mi plan era ir a Monterrey por carretera. Carlos Marín, el director de Milenio, me hizo desistir de esas idea: “Son tres horas de carretera y la zona está peligrosa. Vete al aeropuerto, ya te están esperando”.
El comandante de la Policía Federal en Reynosa y varios elementos armados custodiaron el aeropuerto mientras esperábamos para regresar al df, luego de librar dos horas de secuestro. Antes de despegar llamé a mi colega Diego Osorno, para contarle lo que había pasado. También le dije que dejaría el periodismo. “Lo que hacemos no sirve para nada”, añadí. Diego no atinó a decir nada.
Contra todo pronóstico, regresé a Reynosa ocho meses después. Los militares me llevaron a ver de cerca los estragos que causó la batalla entre los Zetas y los Golfos en Ciudad Mier, a una hora de Reynosa.
Con cinco camionetas llenas de soldados, uno podía sentirse seguro en aquella frontera sin ley, pero en realidad las cosas no habían cambiado mucho. Uno de los mandos militares me contó que los grupos del crimen organizado aún tenían gran influencia en la ciudad.
“Pedimos un escáner para monitorear frecuencias de radio por donde pasamos”, agregó. “Los malandros creían que ustedes, los periodistas, eran detenidos que habíamos traído del aeropuerto. Al menos eso reportaban los halcones de la mafia a sus superiores”.
De los periodistas secuestrados en Reynosa el año pasado, sólo David Silva ha regresado vivo. De Amancio Cantú, Pedro Argüello, Miguel Domínguez y Guillermo Martínez no se tiene información. La PGR ni siquiera abrió indagatorias tras su desaparición. Tampoco se aclararon las circunstancias en que murió José Rábago Valdez.
Hoy, Reynosa vive una situación hasta cierto punto diferente. Aunque no desaparecieron, las balaceras entre los cárteles son menos frecuentes. Los enfrentamientos entre los Zetas y el Cartel del Golfo se mudaron a otros estados: Veracruz, Nuevo León o Coahuila. En cambio, es más notoria la presencia de soldados y marinos que realizan operativos contra la delincuencia organizada.
Lo que sigue igual es el contenido en los medios de comunicación en Reynosa. Se informa de las fugas de agua, de los baches en las colonias e incluso de la violencia en lugares como Chihuahua o Guerrero, pero no se cuenta cómo, donde y cuándo actúan en esa ciudad las bandas del crimen organizado.
El 4 de marzo de 2010 el diario Milenio dio a conocer, de manera discreta, lo que nos había ocurrido. Ni Juan Carlos ni yo quisimos que se publicara una nota con nombres y datos precisos. Estábamos muy asustados. Acordamos que Ciro Gómez Leyva dejara constancia del secuestro, y esto fue lo que escribió en su columna “Historia en Breve”.
Dos reporteros de Milenio: el día que el periodismo murió
“Un reportero y un camarógrafo de Milenio Televisión fueron levantados ayer al mediodía en Reynosa. Llevaban cuatro días como enviados (yo los envié), sus trabajos estuvieron en nuestra pantalla el lunes y martes. Esta vez los sicarios fueron piadosos, los dejaron vivir. Tomaron el primer vuelo de regreso. Charlamos con los dos a las nueve de la noche, en mi oficina. Están también Carlos Marín y Roberto López. Sobrecogedor testimonio. Están lastimados. Deciden que no se sepa más, que no se cuente más, nada más. Acatamos, porque el mensaje de los criminales fue claro: ‘No nos vengan a calentar la plaza’. Cada vez en más regiones de México es imposible hacer periodismo. El periodismo está muerto en Reynosa y un largo etcétera. No tengo nada más que decir…”.