La vida de Carolina fue marcada desde su infancia, desde que vio a su tío, Lamberto Quintero, un famoso y generoso capo de la localidad, esnifeando cocaína. Él estaba arriba de un caballo blanco, con esa guayabera manga larga, también blanca. Dentro de un frasco pequeño, con una tapadera que tenía integrada una pequeña cuchara, el polvo. Tenía la nariz blanca.
Carolina le pregunto si estaba enfermo. El tío le dijo que tenía gripa. Y se dio un pason.
Tíos, primos, narcos. Toda la familia rodeada de traficantes. Era la década de los setenta, el imperio de las ametralladoras rugiendo asta en los funerales. Ellos copados. Su madre, insistente, hizo esfuerzos por deslindarse, sobre todo después de que mataron a balazos a su esposo, por culpa de uno de sus parientes.
Quiso estar lejos de Rafael Caro Quintero, de Octavio Páez, quien prácticamente era dueña de Caborca, en el estado de Sonora, y de otros. Pintó la raya, aunque no fue suficiente.
Pero el abismo del narcotráfico os esperaba. Siempre, agazapado, aguardaba detrás de los matorrales, pasando la esquina, detrás de la puerta, las paredes, en la oscura mirada de una nueve milímetros, en las manos duras del novio de Carolina.
Héctor era empleado de una empresa de paquetería. Ahí se conocieron él y Carolina. Era un joven tranquilo, que no tomaba ni fumaba mucho menos consumía droga. Pero canjeo esa mirada apacible, con destello de buenas atenciones y palabras bonitas, de esas que enamoran a cualquier adolecente, cuando empezó a irse a Chihuahua, a la pizca de manzana. Una manzana verde, frondosa, con cola de borrego: la mariguana.
El padre de Carolina era un buen hombre. Rosalío Caro Páez trabajaba como agente secreto de un funcionario del gobierno estatal. Era un funcionario, un político encumbrado quien lo mantenía ahí, captando información en la calle, los eventos, las reuniones. Rosalío le entregaba la información para que él tomara las medidas que considerara importantes. Rosalío era policía y era honesto. Además, tenía camiones de volteo, unidades para el transporte de materiales para la construcción.
A Rosalío no le gustaban las broncas y si se metía con ellas era para resolverlas, en calidad de negociador o intermediario. Así le entro al problema que traía su primo. El pariente ese era narco y se metía en embrollos porque era gandaya: sabia del día, la hora, trayectoria, todo, cuando alguien de sus contrincantes iba a entregar algún cargamento de droga. Los sorprendía encañonándolos, superándolos en número de pistoleros se quedaba con la mercancía. Así le hizo muchas veces, metiéndose en embrollos y metiendo también a su parentela. Y en esa ocasión le toco a Rosalío.
Llegaron varios desconocidos a buscar a su primo. Rosalío estaba ahí, de visita, en ese poblado. Él salió a atenderlos con la intención de platicar con ellos, arreglar las cosas, tener un acuerdo. Ellos no escucharon. Era evidente que no querían negociar, sino ajustar cuentas a plomo y fuego, y como no encontraron al pariente narco, mataron a Rosalío. Tenía 42 años y su hija Carolina, solo siete, y también hermanos, cuatro de ellos hombres. Rosalío, que siempre daba la cara por amigos y parientes, ahora había dado la vida.
A la muerte del padre, la familia de Carolina quedó a la deriva... solo uno de los tios, Lamberto Quintero Páez, fue solidario con ellos. Mientras que otros, como Octavio Páez, los abandonaron.
Lamberto siempre andaba de blanco: esa guayabera de manga larga, para ocultar el lunar grande que asomaba en su antebrazo y que lo tenía acomplejado. Llegaba en su camioneta de lujo y le gritaba a Carolina y a sus hermanos que fueran a la caja de la unidad y bajaran todo lo que tenía ahí, que era para ellos: leche, huevos, carne, verduras etc.
En apuros, cuando la despensa se acababa y el refrigerador enflaquecía, la madre de Carolina os mandaba a buscar a su tío Lamberto, en su casa de la colonia Hidalgo en Culiacán, para que les ayudara con algo de dinero. Lamberto en su patio, con sus cinco, seis guardaespaldas, custodiado. Y el sobre su caballo blanco, con su frasco transparente y el polvo para aspirar, se veía encumbrado, enorme, inalcanzable. Pero no para sus sobrinos. Sacaba rollos de billetes y se los entregaba.
Carolina recuerda que "él siempre nos decía 'tengan m'ijos, denle a su madre, díganle que cuando se les ofrezca, que no hay problema que no dude en buscarme, yo siempre voy a ayudarles', y así fue, nunca nos abandonó ni dejo de echarnos las mano".
Todavía recuerda aquella anécdota que contaba Lamberto, entre risas que siempre terminaban en carcajadas, sobre su tío Manuel, un narco que fue muy bravo con sus enemigos y con las federales.
En un enfrentamiento a balazos, los agentes le reclamaron al capo por qué les disparaba con una pistola calibre .45 y él les contestó: "Porque no tengo calibre .46."
Lamberto era así, divertido, generoso y familiar. Tenía casas para sus cuatro mujeres. Y a todos atendía, igual que a los hijos que tenía con cada una de ellas. Comida, billetes, regalos, automóviles, fiestas y caprichos para todos. Jugaba con los niños y los visitaba. Amaba a su esposa y a sus parejas.
Se esmeraba en nuevas conquistas, igual que en los negocios, las movidas de droga, el dinero como fruto de tanta transacción.
Lamberto era amigo y socio de Pedro Avilés y Heliodoro Cázares Laija, "El Culichi", y enemigo de los Lafarga, una familia que le estaba haciendo la competencia en el negocio local del narcotráfico.
Fueron ellos, los Lafarga, quienes lo persiguieron y acribillaron en las inmediaciones de El Salado, por la carretera México 15, aquel 28 de enero de 1975, en Culiacán. Lamberto respondió la agresión pero resulto malherido y fue trasladado a una clínica privada, la Santa María, donde murió horas después, según reportes de la PGJ de Sinaloa.
La respuesta de los socios de Quintero no fue menos violenta. En una de esas jornadas fueron abatidas a tiros 10 personas. Los bandos compartieron balas y ráfagas, pero también muertos.
Carolina al ser todavía una niña, vio su vida lacerada, empequeñecida y triste, por la pérdida de su padre, y por los contrastes: su pobreza que los orillaba a pedir dinero para pagar la luz y el agua, y a comer lo que les mandaba su tío Lamberto, y la riqueza de sus parientes, algunos de ellos cercanos, cuyos hijos quemaban los billete de 20 pesos, recién salidos del mercado, para prender cuetes en navidad y año nuevo.
Al iniciar los ochenta, Carolina llegó a los 17 años y acudió con sus hermanos y madre a una boda a Caborca, en la parte norte del estado de Sonora. El novio era Miguel Caro Quintero, hermano de Rafael, el capo de capos, que tenía un poderío creciente en el noroeste del país.
En las mesas, cubiertas de blancos manteles, con encajes, había refrescos, depósitos de aluminio para conservar los cubos de hielo, cervezas, botellas de whisky y tequila, y porciones generosas de cocaína. El polvo blanco estaba ahí, sobre la mesa, como si fuera botana o bebida, aperitivo, adorno, galletas o paté. Los invitados actuaron sin disimulo: en bolsas de plástico o sobres que ellos mismos hacían con pedazos de papel o cartón, se servían del plato, tomaban un poco con alguna cuchara, llenaban sus pequeños depósitos y se iban al baño o al patio a inhalar.
La fiesta fue en un local enorme, dentro de un hotel. El hotel, la gasolinera, media ciudad y otros negocios eran de uno de los tíos: Octavio Páez. Al otro día fue la posboda y los familiares aprovecharon para celebrar un bautizo. Estaban todos en un rancho cercano a la ciudad, también propiedad del capo. Los padrinos, que estaban en el negocio como la mayoría de los asistentes convocaron a todos los presentes al tradicional “bolo padrino”. Sacaron bolsas y valijas. Metieron manos y emergieron pacas de dólares. Desamarraron los paquetes y los aventaron al aire. Los billetes caían danzando al ritmo del viento. Algunos se conservaban junto a otros billetes y caían más rápido. Y los asistentes se tiraron al suelo, empujaron, rompieron medias y se rasparon para alcanzar billetes de 10 y 20 dólares.
Carolina vio la escena. Quiso corres, aventarse también a la rapiña de billetes, rebatinga de su propia oqueosidad. Pero se detuvo. Le pareció indigno, humillante. Se sintió asqueada, trajo a su mente el dolor de haber perdido a su padre, las carencias, el trabajo de su madre con tal de seguir teniendo casa y comida, y las caras volteadas de sus tíos cuando acudieron a ellos para pedirles apoyo. “’Yo no voy a mantener a esos méndigos perros’, dijo uno, y yo lo escuche desde afuera de la casa a la que habíamos acudido para pedirles un poco de azúcar.”
Y entonces quiso saltar. Revolcarse, pelear, empujar y morder si era necesario. Atrapar uno, dos, tres, cuatro billetes. Llevándoselos a sus hermanos, a su madre. Y mostrarlos triunfante, sacudirlos, sentirlos suyos, de ella y su familia, y tener para comer mañana y pasado y tal vez la semana entrante. Quiso y se detuvo. Se dijo por dentro que no. Y comparo la rebatinga con un pleito de perros. Perros sarnosos, hambrientos y miserables.
En diciembre de ese año, como para machacarle la herida y abofetearle la carestía, vio a sus primos en el festejo previo a la cena de navidad. Los niños estrenaban ropa y algunos traían sombrero. Actuaban como capitos, como sus padres, dueños, reyes, semidioses del poder y del dinero. Se paraban como ellos, hablaban, repetían sus ademanes, ordenaban y traían, igual que ellos, los billetes rebosándoles las bolsas delanteras. Y de nuevo la escena: uno de ellos, ufano, erguido y presuntuoso, sacó un paquete de billetes. Eran de 20 pesos. Los prendían con un encendedor. Y luego prendían con el fuego de los billetes las palomitas, buscapiés y chifladores.
Carolina deseaba quitárselos, hacerse de los billetes. Evitar que incendiaran frente a ella sus esperanzas.
Carolina tiene calcado en su memoria el día que su tío Octavio se le acerco. Muy cerca, a distancia de abeja. Aprovecho que la madre de Carolina estaba a varios metros y no lo escucharía.
“Él me dijo que si yo quería todo eso podía se mío. Mi tío Octavio extendía el brazo y apuntaba hacia el frente, a los lados, señalaba los territorios, los árboles frutales, la siembra de maíz, decenas, cientos de cabezas de ganado, tierras y más tierras.” Carolina pensó que era por su padre, quien había muerto a balazos por culpa de su tío, y que era una forma de querer retribuirle.
El señor tenía alrededor de 50 años y el control que ejercía en la región era inobjetable. El viento tenía su nombre. Los políticos se le arrodillaban. Los empresarios se santiguaban a su paso.
Y me dijo: “No andes con ese plebe.” A juicio de él, su sobrino Héctor no le iba a dar lo que ella merecía. Y en cambio, con su tío tendría todo a sus pies, lo que veían sus ojos y más allá, pero tenía que irse a vivir con él a Caborca, Sonora y ser su mujer. Una de ellas.
Su madre siguió ausente. Ni cuenta se dio. Ella lo miro sin hacer gestos. Sintió nauseas, vergüenza, terror. Su tío. El tío de su novio. Aquel que robaba droga de otros, gandaya y tramposo. Era el mismo. Carolina no pudo contestar. No dijo nada. Enmudeció.
La ciudad empezaba a crecer en las orillas, las casas se multiplicaban y aparecían los nuevos fraccionamientos. El pavimento no llega ni alcanza, el asfalto apenas cubre algunas vías. El empedrado permanece, queda, trasciende: así está en Tierra Blanca, muy cerca de los ríos, recibiendo a las familias que bajaron de la sierra, que emigraron a Durango, de los pueblos cercanos como Mocorito y Badiraguato, huyendo de los operativos de destrucción de enervantes del ejército, saliendo de las montañas donde abundan los pinos y el aire fresco, pero no hay futuro.
Eran los tiempos de Pedro Avilés, el “Culichi”, Lamberto Quintero, Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo, Alfonso Cabada, Manuel Salcido, a quien apodaban el “Cochiloco”, y Ernesto Fonseca, entre otros capos. Tiempos oscuros. Tiempos violentos.
Los casos de homicidios dolosos sumaron alrededor de 6 mil durante el gobierno de Antonio Toledo Corro y de acuerdo con organismos defensores de derechos humanos, 3 mil 700 en el de Francisco Labastida Ochoa.
En Tierra Blanca quedaron concentrados los capos y sus familias. Los narcos, los sicarios, operadores, vendedores, ahí, porque está cerca de la montaña, porque la carretera comunica rápido a una de las salidas de la ciudad. Todos ahí, en una colonia de calles con alfombra de piedra de rio: piedras redondas, geométricas, casi del mismo tamaño, estéticas y boludas.
Las mansiones alojan a los narcos y a sus familias. Las balaceras están concentradas en este sector de Culiacán. Ahí se agarran, se topan en las calles y se balean. Se retan de carro a carro, ensangrientan las cabinas, la lámina de los LTD, los asientos de cuero del lado del conductor y del copiloto. No hay “levantones” ni secuestros. La ciudad de entonces era de homicidios, raptos y violaciones, pero había códigos de honor, reglas de oro que nadie debía quebrantar a la hora de los asesinatos y las ejecuciones: no mujeres ni niños.
Las casas en Tierra Blanca son mansiones, búnker, espacios seguros: tienen pasadizos que comunican con otros inmuebles, escondites para las esposas y los hijos, para guardar dinero y droga, sótanos para la perdición.
La bronca era entre ellos y entre ellos se las arreglaban. El resto de los espacios citadinos, los cines y centros comerciales, los nuevos fraccionamientos y la ciudad vieja, permanecían todavía ajenos, cerca de Tierra Blanca, pero lejos de tantas balaceras y su saldo sangriento.
“Héctor llegó con un melón”, cuenta Carolina. Así les llamaban a los jóvenes al millón de pesos. Era su primera paga, su ganancia, después de varios meses en tierra ajena, en la siembra de la yerba.
Llevaban seis años de noviazgo bonito, enmielado de cortesías, cariños y atenciones. Él pasaba la mitad del año con ellas, con las manos entrelazadas, abrazándola tiernamente. La otra mitad se desaparecía para dedicarse al cultivo de enervantes. Seis meses en las montañas. Héctor decidió gastarse ese dinero en arreglarle la casa a su madre. Hasta que optó por casarse con Carolina, en 1988.
Al año tuvieron una niña, con quien él se encariño tanto que no se animó a dejarla para ir a la boda de unos amigos y parientes en Guadalajara. Aquellos eran hombres que estaban en el negocio. Él debía asistir, cerrar tratos, hacer relaciones públicas, tener roce, mirar hacia adelante. Pero el bebé le lloró tanto que decidió quedarse en su casa. Al otro día leyó en los periódicos y supo que se había salvado.
Los invitados estaban en casa del novio, de nombre Macario Quintero, quien salió un momento a realizar unas compras. Estaban listos para la boda. Convivían y se aprestaban para la fiesta, cuando llego la policía. A los que estaban dentro de la casa los acostaron boca abajo, esposados y con las manos atrás. A cada nuevo invitado que llegaba a la residencia lo iban tirando en el suelo y esposando. Por alguna razón el novio o volvió. La noticia en los periódicos decía que entre los detenidos estaba un narcotraficante “Pesado”.
Héctor se puso como loco. No fue suficiente no haber estado ahí y haberse salvado del operativo de la policía y sus detenciones. La noticia le provoco una ansiedad desbordante, un desespero que ocupo todo su cuerpo.
Esa tarde, cuando pardeaba, se tomó su primera cerveza y desapareció. Volvió demente, con la nariz empolvada y la banda tocando. Así estuvo hasta la madrugada. Música, coca y cerveza. Hasta embrutecer.
Él pensó hacerse rico traficando droga. Pensó en eso y en acabarse el polvo coqueando toda la noche, pagando la tambora, comprando y comprando cerveza hasta gastarse en una sola jornada los 110 mil pesos que tenía, desde la tarde o noche, hasta la madrugada.
Carolina lo vio y lo desconoció. No era el mismo que le sostenía la mano cuando caminaban apaciblemente. Pero después ella misma se desconoció.
Ella iba con su hija, de meses. Héctor iba manejando, rumbo al norte, cuando los pararon en un retén de la Policía Judicial Federal. A Héctor le temblaban las manos cuando le pidieron que se bajara. Descendió del automóvil, lo esculcaron minuciosamente, le hicieron unas preguntas. Otro policía miró a la mujer con el bebé en brazos. La tapaba porque la estaba amamantando. El policía pasó la vista por los interiores, sin mover nada.
Los dejaron pasar, Héctor soltó al aire. La bebé dejó de mamar. Carolina se palpó más. Tocó con su derecha el pequeño bulto de un kilo de peso, envuelto en plástico asido a su piel con cinta adhesiva. Lo traía en la panza, a lo ancho. Era heroína.
Héctor se hizo alcohólico, drogadicto, vendedor de droga, traficante y mequetrefe. Le gustaba gritar. Hacer ruido. Entraba a su casa gritando, golpeando la puerta, los muebles, abriendo y cerrando cajones, mentándole la madre a todos y a nadie.
En 1989 Carolina se embarazó por segunda vez. Después de vivir en casa de la madre de ella se fueron a la vivienda que él había construido con dinero ilícito.
Héctor trabajaba con un narco de nombre Ramón Meza, quien se dedicaba a vender droga por kilos. Era músico, interprete de narcocorridos , muy famoso. Iba y venía de Caborca, a llevar y traer mercancía. Se perdía por semanas, meses. Y regresaba con un dineral. A gastárselo en bacanales.
Invirtió parte de sus ganancias construyendo compartimientos, “Clavos”, en los tráileres para que la mercancía no fuera encontrada por la policía. Cubrían estos compartimientos con papel carbón. De esa forma, pensaba, no lo detectarían las cámaras de la aduana de Estados Unidos.
Héctor empezó a gritarle a Carolina y a golpearla. Ella, asustada, regresaba a casa de su madre, en busca de refugio. Lo demandó por violencia intrafamiliar ante el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), pero no le hicieron nada. Y se fue a Nayarit, con unos parientes antes de que él regresara.
Resuelta, Carolina le pidió el divorcio. Argumento ante él y frente al Juez de lo Familiar que ya no quería estar con él, que le pegaba y la maltrataba. Dijo que no quería esa situación para ella ni para sus hijos. Él se río y la mandó a la chingada. Ella contrató a una abogada para que lo representara y llevara la demanda. Él, labioso y echón, usó sus dones de conquistador, y termino comiendo pescado zarandeado y mariscos con esa abogada en un puerto cercano.
Aunque no era bien parecido, tenía sus golpes de “lengua”, de buen hablantín, fanfarrón, que todo lo resolvía hablando, convenciendo y enseñando dinero. Comprándolo todo.
En 1990 Carolina tuvo a su hijo. Héctor se fue a hacer un ‘trabajito’ a Estados Unidos y al siguiente mes ella parió. Cuando él regreso traía un carro nuevo, del año. Era un Buick de edición limitada, especial, de lujo, con el logotipo de las olimpiadas en los asientos. Vio a su familia casi de reojo y pasó a visitar a una de sus novias. Le regaló el vehículo a la dama pero prometió entregárselo después. Tenía un hijo con ella. La llevaba a su casa, cuando Carolina no estaba, y le ofrecía la vivienda, pero que se esperara a que estuviera terminada y con muebles.
Así siguió, yendo y viniendo, entre golpes, cachetadas, amenazas y coca. Ido de la mente. Ido, convertido en un orate. Un ogro habitaba en el cuerpo de Héctor. Un monstruo que emergía cuando él andaba briago, coco.
Contactó con gente de Tijuana. Acordaron que le facilitarían la chamba e hicieron trabajos juntos. Le dieron identificación falsa, otro nombre y hasta cartilla del seguro social. Él llevaba exitosamente ‘chiva’ pegado al cuerpo, bajo los zapatos, dentro del tenis, en los huecos de las suelas, en los calcetines.
Los familiares lo vieron enfermo. Supieron de los golpes a Carolina y de todos los infiernos y lo convencieron para que entrara en un centro de rehabilitación, en San Luis Río Colorado, en el que permaneció recluido cuatro meses. El 12 de diciembre regreso prometiéndose a él y a todos, incluida su mujer, que trabajaría honestamente. Le creyeron. Pero antes de que se cumpliera un mes se enredó de nuevo con botellas y polvo. Y embarazó de nuevo a Carolina.
Aquella tarde Héctor regreso con un grupo de amigos, todos de su calaña. La vio afuera de su casa y le aventó una bolsa de carne para asar. Ella se molestó y le grito. Héctor la metió a empujones y empezó a ahorcarla. Una vecina los vio y le gritó. Llevaron a Carolina al hospital porque sintió duro el abdomen, tuvo cólicos y contracciones. Héctor le llegó con flores y discursos por su perdón. Y lo perdonó.
Ese niño nació mal. Tiene problemas de aprendizaje. No retiene. Ella cree que todo se originó en ese incidente. Fue el saldo de esa frustrada carne asada.
Cuando todavía Carolina debía guardar reposo, o tener relaciones sexuales al menos en los cuarenta días posteriores al parto, mantenerse así, descansar y tomar medicinas como parte de un largo tratamiento, a Héctor se le ocurrió hacer una fiesta con sus parientes. De noche, la tomó por sorpresa, le metió los dedos a la boca alcanzando su garganta. La ahogaba… la violaba.
Héctor se ausentó durante algunas horas. Carolina se sentía mal, con dolor de garganta, humillada. Él regresó y le puso una pistola en la frente. “Qué se siente”, le preguntaba. “Qué se siente.”
Como pudo, Carolina se le soltó y habló a la policía. Cuando la patrulla llegó, se quedaron afuera los gendarmes. Él, adentro, la golpeaba, la insultaba. Carolina y los niños gritaban. Afuera los agentes sólo se miraban entre sí.
Ella salió, ensangrentada, a medio caminar y les reclamó. Él salió victorioso, con una nueve milímetros en la derecha. Los insultó. Les dijo “Váyanse a la chingada”, y los policías se fueron.
“Me gustan las armas, pero no sé usarlas.” Carolina habla de la nueve milímetros y le brillan los ojos. No es la mirada del homicida, sino del narco nuestro de cada día, de su narco. “Está bien bonita el arma. Me gusta. Me gusta y me da miedo porque no sé usarlas. Son peligrosas.”
Alguien de confianza le dijo a Carolina que le hiciera lo mismo, que agarrara la pistola y se la pusiera en el pecho o en la cabeza…
Esa noche él llegó y en cuanto abrió la puerta le dio un golpe a Carolina con una cruceta. Ella sangraba de la cabeza, de arriba de la oreja. Sacó la mano que guardaba detrás, que mantuvo en su espalda. Le apuntó.
Él se puso amarillo. Blanco. Se le salieron los ojos. “Él me dijo ‘No, Carolina’, y yo le contesté ‘Cómo no’. Y le preguntaba ‘ a ver qué se siente, qué se siente que te estén apuntando con una pistola, que te la pongan en el corazón”’.
Ambos se calmaron. Uno de los hijos vio la escena y aprovechó un descuido para tomar el arma y guardarla bajo un cesto en el patio.
En su terquedad, Héctor metía a dios y al diablo en la licuadora de su vida. Rumbo a la fiesta infantil, le dijo a su hijo mayor, que llevara el paquete de cartón en el que iba el regalo. El paquete llevaba un moño y estaba forrado con papel para regalo, de colores.
La niña se emocionó porque llevar el regalo significaba que también se lo entregaría al festejado. La madre le advirtió a Héctor que no los involucrara, pero el padre se limitó a decirle a la niña, pase lo que pase, no lo sueltes, no se lo des a nadie, hasta que yo te diga.” Y en el camino, con los niños en el carro, los detuvo un retén de la policía y el ejército. A él y a Carolina los bajaron. Los niños se quedaron adentro, mientras los agentes revisaban a Héctor, a Carolina y al carro sin mucho afán. La niña se quedó quieta, con los brazos duros, de madera y los pies de palo. “Todo está bien”, gritó uno de los uniformados, y los dejaron ir. Cuando llegaron a la fiesta, Héctor le quitó el regalo a su hija. Le dijo “ahorita vengo”, y se fue a conseguir buena lana por un kilo de coca.
Cuando la niña creció, quería fiesta de 15 años. Quería y no. Le dijo a su mamá que mejor no, porque su padre seguramente se iba a emborrachar, iba a armar un alboroto, a pegarle.
Mejor no. Pero su padre le prometió que se portaría bien. Y lo cumplió… durante la fiesta.
Al final, quiso agarrar la camioneta de Carolina. Ella se la negó. Ya borracho y con varios pasones en sus fosas nasales, Héctor la agarró de los cabellos, y la sacudió con fuerza, sacándole sangre de la cabeza.
En enero de 2002, Carolina se fue a Nayarit cinco meses. Y empezó a futurear. Buscó trabajo en el gobierno y lo consiguió. Vio la casa que él había construido y no la asumió como suya. Consiguió un crédito y se compró una vivienda de interés social, en las orillas de la ciudad. La amplió, puso cochera, barandales, barda y cocina integral.
Héctor emigró a Estados Unidos. Sus escándalos llegaron allende las fronteras. Una hermana suya, que era de una religión, lo llamó y lo metió a rehabilitación. Era un método drástico: ni cerveza ni refresco ni café. Solamente orar.
Héctor regresó y permaneció en paz unos meses. Su disfraz se esfumó cuando se les perdió y regreso transformado, cayéndose de briago y con las quijadas congeladas, trabadas por el alcaloide.
En un nuevo intento, su hija lo metió a otro centro de rescate de adictos. Iba en las noches a las secciones: llegaba a las cinco de la tarde y se regresaba a las 3 de la mañana, para acompañarlo, y veía como les daban sopapos a los pacientes que en las secciones, que eran de 12 horas, cabeceaban o se dormían. Él debía permanecer así, despierto. Y su hija, con él.
“Para que vean”, les decían los especialistas, los administradores de los centros de rehabilitación y supuestos terapeutas, “lo que sienten sus esposas, sus madres, sus hermanos e hijos, cuando ustedes no llegan a sus casas, de noche o madrugada, porque andan en la borrachera, drogándose, adictos”.
Otra oportunidad pidió Héctor. Otra vez lo perdonó Carolina. Otra vez casi la mata. Borracho y drogado, le pidió las llaves de la camioneta y ella se las negó. Entonces, él le echó thiner a la unidad y antes de que le prendiera fuego Carolina le aventó las llaves.
Al otro día Carolina fue al Ministerio Público. Lo denuncio por lesiones, amenazas de muerte, robo de automóvil y daños en propiedad ajena. La Procuraduría General de Justicia determino que ella y sus hijos necesitaban seguridad, por eso les asignaron escoltas y vigilancia policiaca.
Héctor, según cuenta Carolina, insistía, en medio de un dudoso arrepentimiento, decía que no quería perder a su esposa ni a sus hijos. Y ellos, los parientes que antes le ayudaban y que ahora se habían dado por vencidos ante tantas reincidencias, le contestaban que era demasiado tarde: “Ya los perdiste.”
A Héctor cada vez le iba peor. Ya pocos querían hacer negocios con él. Su fama de problemático, irresponsable, echón y drogo, lo dejo fuera de la jugada. De traficante, de tener miles y millones de pesos, había disminuido a un simple adicto. Un drogo conflictivo, pesado, golpeador y bocón.
Carolina y sus hijos tenían una buena relación, pero no faltaban las discusiones. Los hijos andaban psicóticos, alterados. Es la herencia de un padre como Héctor, los testimonios vivos de tantas agresiones y frustraciones. En medio de un diferendo, la joven hija le anunció a su madre que mejor se iba con su papá. Pero de noche, en la casa a la que Héctor metía a otros hombres con quienes se emborrachaba y coqueteaba, ella no dormía. Ponía cerrojo a la puerta y recordaba que su madre tampoco dormía cuando estaba en circunstancias similares. La hija permanecía agazapada, escondida, bajo llave, temblorosa, arredrada en su recámara. Y mejor se regresó.
Lo mismo pasó son el hijo mayor, que quiso quedarse con él a vivir un tiempo, pero volvió con su mamá cuando su padre estuvo a punto de ahorcarlo.
Un grupo de agentes del área de homicidios dolosos interceptó a Héctor. Ejecutaron en su contra una orden de aprehensión por intento de homicidio, lesiones, amenazas. Él se sorprendió, movió a su gente, habló con sus contactos, intento sobornarlos. Pero nada le resultó. Nadie le hizo caso. Hablaba por teléfono con su hija, diciéndole iba a cambiar, que le pidiera a su madre le otorgara el perdón, que no lo dejaran en la cárcel, que firmaría todo incluso el divorcio. La hija le dijo a la madre. Carolina no creía nada, pero tanta insistencia y la intervención de su hija la desarmaron. Y se descuidó: aquel lunes de 2008 fue a la penitenciaria y firmó el perdón. Héctor salió, dio las gracias y se fue. Ella se dio cuenta, entonces, cuando él huyó de ahí, que no le había firmado el divorcio ni nada. Que de nuevo había perdido.
Héctor andaba por ahí, Pululando. Sus amigos eran drogos y no traficantes. Andaban con os centavos, sin billetes, en una camioneta vieja y descolorida. Quiso atropellar a Carolina y a su madre, pero la unidad se estrelló con unas piedras que estaban cerca de la banqueta y se embancó. Los drogos lograron salir de ahí a arrempujones, entre la furia de él y esa mirada inyectada de rojos, cafés y morados. Y el susto de Carolina y su madre.
Carolina mantiene su trabajo y a sus hijos, que estudian y trabajan. Vende flores en el día de las madres, claveles y crisantemos en el día de los muertos, juguetes en navidad y ropa cuando llega el invierno.
No quiere nada con los narco. No son de ella ni de su mundo. Acaso de su pasado. Se quedó con el recuerdo de sus tres hermanos muertos a tiros, uno de ellos al parecer, por órdenes de su esposa que, ambiciosa, quiso quedarse con el dinero que igual él no le negaba.
Su tío Octavio Páez fue asesinado por un sobrino a balazos, por traiciones, deudas, drogas, agandalles y mentiras. “Y algunas de sus hijas salieron corriendo, gritando ‘no quiero ser rica, no quiero dinero, quiero ser pobre’, cuando hubo operativos de la policía y el ejército para detener a su padre, en Caborca.”
Su tío Rafael Caro está en la cárcel (ahora libre), en el penal de Máxima Seguridad de La Palma, en el Estado de México. Lamberto Quintero está muerto. Y otros más están detenidos, ultimados a balazos o huyendo.
Carolina mantiene sus sesiones de terapia. Por eso no llora, aunque parezca que se ahoga. Sostiene la mirada y recupera la voz. “De todo aprende uno. Fue una etapa muy dura eso de vivir con una persona alcohólica, un golpeador. Es un calvario. Es denigrante, debutante.
“Estaba acostumbrada a vivir bien, a cambio de esos golpes. Tanto chingadazo me pudo haber matado.”
Y recuerda con una sonrisa medias los 10 mil dólares que se gastaba en compras, en Estados Unidos: ropa, zapatos, joyas, perfumes.
“Pero paga uno muy caro lo bien vivido.” Pagó un precio alto. Y lo sigue pagando. Sus restos asoman en esa nostalgia adolorida. Parecen los restos de ella, lo que queda, lo que se percibe y proyecta. Pero ella se sabe una heroína. Y quien conoce su historia así la ubica. Un héroe nacional en la patria de su casa, de sí misma, su hogar, sus hijos. Porque, asegura, volvió de un calvario. Traspasó el fuego. O, más bien, resucitó.