La madrugada del 30 de septiembre, el país fue sacudido por la muerte de cinco soldados en Culiacán, Sinaloa, en una emboscada que tendieron aproximadamente 60 integrantes de un cártel contra un convoy militar que transportaba a un capo herido a un hospital. El ataque evidenció el poderío de los grupos de la delincuencia organizada, la debilidad del Estado mexicano para garantizar la seguridad –incluso la de sus propias Fuerzas Armadas– y, desde luego, el peligro constante en el que vive la población, pues aunque no hubo víctimas civiles el riesgo existe.
La condenable agresión en la que, además, 17 soldados resultaron heridos, no es un hecho aislado, sino la manifestación más grotesca de la creciente inseguridad que vive el país desde septiembre de 2014. Esta violencia se ha recrudecido en el presente año. Las cifras oficiales revelan esta tendencia: en 2014 se perpetraron 20 mil 10 homicidios dolosos; en 2015, 23 mil 63, y en los primeros siete meses de este año, 12 mil 376; en julio, la cifra llegó a 2 mil 73, la segunda más alta desde agosto de 2012.
Hasta el último día de julio, son escalofriantes los saldos de esta guerra contra el narcotráfico (declarada en diciembre de 2006 por el entonces presidente Felipe Calderón): 197 mil 225 homicidios dolosos (121 mil 923 durante el sexenio calderonista y 75 mil 302 en el de Enrique Peña Nieto (hasta julio de este año), amén de 215 militares abatidos por la delincuencia organizada (158 con Calderón y 57 en el actual), y 82 alcaldes asesinados.
Paralelamente, el índice de letalidad de las Fuerzas Armadas de México es alarmante, y según los expertos puede evidenciar “ejecuciones sumarias” sistemáticas: el Ejército mata a ocho presuntos delincuentes por cada uno que deja herido. La situación es peor en la Marina: un herido por cada 30 muertos, cuando en todas las guerras que se han librado en el mundo desde los años setenta la relación es de un muerto por cada cuatro heridos.
El resultado es obvio: el Índice Global de Paz 2016, indicador elaborado por el Instituto para la Economía y la Paz, ubica a México en el lugar 140 de una lista de 163 países analizados, lo que significa que se encuentra en un “bajo estado de paz”, muy cerca del grupo de naciones con “índices de paz muy bajos”, donde se hallan Siria, Afganistán e Irak, entre otros (Proceso 2075).
Datos publicados por el periódico Reforma indican que los homicidios dolosos cometidos entre enero y julio en cada uno de los últimos cinco años son: en 2012, 12 mil 883; en 2013, 10 mil 980; en 2014, 9 mil 317; en 2015, 9 mil 613, y en 2012, 12 mil 376.
La tendencia a la baja era clara y notoria hasta 2014, pero a finales de dicho año se produjo una inflexión y ahora va hacia arriba. Al analizar los primeros seis meses de este año se ve que en enero hubo mil 551 homicidios –inferior al promedio mensual de este sexenio, que es de mil 711–, pero en julio ya había aumentado a 2 mil 73, que se encuentra por arriba de los 2 mil 32 que se promediaron en la administración de Calderón.
Y, como siempre sucede, junto a los delitos de alto impacto también suben los llamados delitos comunes. El pasado miércoles 5 Reforma difundió que a partir de 2015 se desató “un alarmante incremento de robos” a los camiones de carga en las carreteras mexicanas. De acuerdo con cifras difundidas por la Cámara Nacional del Transporte de Carga (Canacar), el promedio semanal de robos en 2014 fue de 11.8; en 2015, de 20.5, y en lo que va de 2016, de 30. Además, denunció que 95% de los robos eran con violencia y que en 50% de los casos no recuperan ni el tractocamión ni el remolque.
Los expertos consideran que, según las tendencias, este gobierno puede llegar a rebasar la cantidad de homicidios dolosos del sexenio anterior, ya que en lo fundamental permanece invariable la estrategia de combate a la delincuencia organizada: mantener a las Fuerzas Armadas en las calles para enfrentar la violencia delictiva; reforzar la presencia de las agencias federales en los estados donde hay brotes de violencia (lo que volvió a ocurrir, por ejemplo, en la respuesta a la agresión en Sinaloa), y enfocarse en la aprehensión de capos. En este rubro el gobierno presume que ha abatido o encarcelado a 100 de los 122 jefes del narco detectados al inicio del sexenio, pero esto no ha disminuido la inseguridad.
Si los resultados de los primeros dos años de gobierno permitían al presidente y su gabinete de seguridad suponer que iban por el camino correcto, lo sucedido en los últimos dos años muestra que no es así.
Si los acontecimientos de Iguala, donde desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa, o los civiles ejecutados en Tlatlaya por los militares muestran los abusos del Estado mexicano y la facilidad con la que recurre a las ejecuciones extrajudiciales, los ataques a las Fuerzas Armadas –como la emboscada en Culiacán y el helicóptero militar derribado en Jalisco el 1 de mayo de 2015– evidencian su vulnerabilidad.
Sin embargo, hasta hoy la respuesta del gobierno mexicano no difiere de la que ha tenido en el pasado: en el caso de los abusos elige proteger a los efectivos hasta niveles de impunidad y aferrarse a “verdades históricas”, y en el de las agresiones, se ha conformado con prometer que va “con todo” contra “las bestias criminales” que perpetraron la emboscada.
Estas acciones se convierten en un círculo vicioso que detona precisamente la escalada de violencia e inseguridad que vive el país desde hace ya casi 10 años, producto del empecinamiento y la terquedad de los últimos dos presidentes mexicanos.
La espiral no parece tener fin y el actual gobierno (como durante seis años lo hizo el anterior) mantiene su política pese a los nefastos resultados, mientras la población mexicana padece las consecuencias de esta infructuosa guerra en la que todos perdemos.