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Confesiones de un niño halcón

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A sus ocho años probó la mariguana y se enganchó. Se hizo vendedor, luego halcón, luego secuestrador... Aquí la historia de cómo cambió el balón de futbol por el radio mantra  en Saltillo, Coahuila. Me pregunto: ¿qué sería de este muchacho si a los ocho años de edad no hubiera llegado a vivir con su familia en aquel barrio de casas de lámina y calles polvosas, donde dominaban - dominan - las pandillas y las drogas?

Tal vez, quien puede saberlo, no estaría platicando conmigo en el área de visita de esta cárcel para adolescentes, de la cual me está vedado, esa fue la condición para dejarme pasar, revelar su ubicación y otros datos que pudieran identificarla.

Sólo diré que el área de visitas de este tutelar para menores, la única zona a la que se me ha permitido acceder, es como una especie de jardín abierto, con algunos árboles de copas espesas, mesabancas, una cancha de baloncesto y una capilla en la que un sacerdote con acento y aspecto gringo, viene a decir misa y consejos, cada ocho días, a uno que otro de los internos que se acercan con él para pedirle orientación.

La mamá de el también le daba consejos, pero a uno, como chavo, todo se le hace un polvo y se va uno a lo fácil, rompe a decir el, así nomás.

El morro es retraído, introvertido, reservado, nada lenguaraz.

A cada una de mis preguntas responde siempre con monosílabos: sí, no, a veces.


La psicóloga de este centro de internamiento me ha dicho que batalla para sacarle las palabras. Es un chico con el que hay que picar piedra para hacer que se exprese.

En este jardín, el de este tutelar, se esconde tantas y tantas historias como la de el, que si las paredes que amurallan la correccional hablaran que no dirían.

El tiene 17 años, es delgado ni alto ni chaparro, moreno, carirredondo, lampiño, tiene orejas puntiagudas, ojos pequeños, pero escrutadores, lleva la cabeza rapada, como un cantante de rap, y parece como si siempre estuviera sonriendo. Los dientes blancos y parejitos.

El no tiene tatuajes, a diferencia del 95 por ciento de sus compañeros, recluidos en esta prisión, que en algún momento de su infancia se hicieron rayar en la piel al San Judas Tadeo, a la Santa Muerte, unas calaveras, unas lágrimas, alacranes, alas de ángeles, ellos dicen que son ángeles caídos, dice la psicóloga, y cadenas que simbolizan el lazo que los une, que los unió, con la pandilla de su barrio.

De el tampoco puedo dar su nombre, la gente del tutelar tiene miedo de que alguien afuera pueda reconocerlo y venga a buscarle. No quieren ni pensar la que se armaría. 

El es de un rostro tan infantil, tan aniñado, que no me cuesta trabajo imaginármelo corriendo tras un balón de fútbol, jugando la posición de delantero, metiendo goles en una cancha de colegio o en las canchas de la colonia Maravillas, Fundadores, Zaragoza, con sus amigos del barrio.

A los siete años el chavalo metió su primero gol. Su madre, que era la que siempre lo acompañaba a los partidos, se paró, empezó a aplaudir. Se emocionó su mamá.

A el no le gustaba jugar carritos ni soldaditos, como hacía al resto de los morros de su edad.

De regalo en Navidad o en sus cumpleaños el pedía siempre que le dieran un balón de fútbol y la playera de su jugador favorito: Ronaldinho, delantero.

En la primaria todo fue bien. A el le gustaba el español y las ciencias naturales.

La maestra de quinto grado, una chida profesora como de 50 años, se había muerto de un paro cardiaco.

Los chicos se quedaron esperándola una mañana en que había prometido llevarlos al museo. La maestra no alcanzó a llegar.

Cuando corrió la noticia por patios y salones de la escuela, los chavales de quinto, de ver que uno empezó a llorar se soltaron llorando todos. El lloró también.

El no era pendenciero ni decía palabrotas, le gustaba respetar a sus mayores y sacaba ochos en la escuela.

Miraba a mis primos que le contestaban a mi familia y se agarraba mi familia diciendo ya no traigas a éste, porque es muy contestón. Y ahí fui viendo ¡ája!, si sigo por ahí, no me van a querer. Era el consentido de la familia, dice el.

Por eso es que a mí me cuesta tanto trabajo creer que esta mañana soleada de Octubre, estemos el y yo, frente a frente, charlando en una mesa – banca de esta correccional aislada del resto de la ciudad por esas bardas altas y rematadas con malla ciclónica.


Y no le creo al chavo cuando me confiesa que cayó aquí a los 15 años, sentenciado a otros 15, por los delitos de secuestro y facilitación delictiva, lo que en el diccionario del bajo mundo se conoce como halconeo.

El era un halcón y un secuestrador.

La música que llega desde afuera, la residencia juvenil está en las entrañas de un barrio popular de la urbe, sirve de fondo a nuestra conversación. 

No son las cumbias colombianas de Andrés Landeros, de Policarpo Calle o del Grupo Amaya, que a el le gustaba escuchar cuando salía a tirar barrio con la pandilla.

Tenía entonces ocho años, ¡ocho años!, cuando los de la banda le dieron a probar por primera vez la mariguana.

El sentía que andaba volando, otro rollo, que andaba en las nubes, bien loco,  No sabe, no sabe cómo decirlo.

Interrumpo, le digo que pare, que no vaya tan rápido, que quiero rascar más sobre su niñez, sobre su primera infancia.

Suelta que nació a los siete meses, que sus tíos le cambiaban el pañal y eso es todo lo que su madre le platica. El casi nunca habla de eso con ella.

Seguimos el hilo de la charla. A unos 10 metros de nosotros hay un hombre vestido de custodio, camisa caqui y pantalón verde militar, que nos vigila. Camina de aquí para allá, se detiene un rato y luego sigue caminado.

De vez en vez, se oye por encime del ruido de la música el silbido de la bestia. Ese gusano metálico que pasa de vez en vez muy cerca de la correccional cargado de migrantes.

Un día el llegó con sus padres, su hermana menor y su hermano pequeño, a vivir en aquel barrio formado por hileras de casas hechas con castillos de madera, paredes de cartón y techos de lámina. Las calles sin asfaltar.

Era, es, un barrio prendido, donde abundaban, abundan, dice el que por regla, no sé por qué lo dirá, las pandillas y las drogas.

Su casa no era como las demás.  Tenía dos cuartos, baño, sala y comedor. Todo en un solo nivel, construido de piedra y cemento.

Pero había algo que no acababa de encajar en la infancia aparentemente feliz, y eran las peleas constantes de su padre con su mamá, a cualquier hora del día y casi por cualquier motivo.

La psicóloga describe a la familia de este chico como un grupo en el que los límites de conducta están muy difusos y los roles nada establecidos.

Buscando lo que no se le había perdido el descubrió, en el ropero y la cama del cuarto de sus padres, la adicción de su progenitor por la mariguana, la piedra, la soda.

Después el propio seguía entrando en aquel cuarto, sin que nadie lo viera, para hurtar la droga de su padre. Cuando se acuerda de esto a el le da risa.

Desde crío había sabido lo que era sentir coraje hacia el viejo, y cada vez que lo miraba riñendo con su mamá decía para sus adentros: deja que esté grande pa que veas y ahora sí.

Por lo general el la llevaba bien con su papá, nomás no le gustaba que llegara loco a la casa y empezaba a hacer sus panchos

Deja que esté grande pa que veas y ahora sí, pensaba.

El no necesitó crecer antes de que su padre se separara de su mamá y se fuera de la casa, empacando en las maletas también sus problemas con la drogas.


El se hizo grande a los ocho años, desde que empezó a juntarse en la esquina con los morros de la pandilla de aquel barrio de casas precarias y calles de tierra.

El habla bajito, tiene una voz suavecita, como de niño. Todavía no le cambia la voz al chavalo.  

El  a menudo se queda quieto, silencio, con la vista medio baja y a mí me está costando sudor sacarle, casi a jalones, más retazos de su historia.

Ahora sí le pido que me cuente de cuando la banda le a probar la mariguana por primera vez:

Veía que los camaradas se drogaban y pos ¡sobres! yo también, a ver qué se siente, a ver a qué sabe Me sentí bien acá, que andaba volando, que andaba en otro rollo, como caminando así, en las nubes, bien loco.

Fue cuando agarró la maña esa de meterse al cuarto de sus padres para robarle a su papá unos dedos de mariguana, la mariguana que éste escondía en el ropero o en la cama, cuando todavía vivía con ellos en casa, cuando todavía no se separaba de su mamá.

¿Qué le daba la pandilla que lo atraía como un imán a su esquina todas la tardes?, el dice que droga, mujeres, alcohol.

Y yo agregaría que adrenalina, cuando se trataba de corretear, a pedradones y botellazos, a los intrusos que se atrevían a cruzar la línea divisoria del barrio.

A los 13 años el ya había pasado por seis pandillas, las más prendidas de su colonia (Gatos, Guerrilleros, Colombianos, que él se acuerda), y conocido los efectos de las drogas que más se mueven en las calles, (mariguana, resistol, thinner, píldoras, spuk).

El acabó por gancharse de la mariguana, dice que porque lo relajaba. 

Era la época de la secundaria, y a el le gustaba correrse las clases con sus amiguitas del salón, para irse de cotorreo a la Alameda o el Parque Hundido.

¿Qué hacían allí?

Nos dábamos un toque

¿De qué?

De mariguana.

Otros días se iba de fiestas con sus compañeros de grupo.

Había música, drogas, alcohol.

El se sentía en su ambiente.

Hasta que un día, no le dejaron entrar más a la secundaria y ya en ninguna otra lo quisieron admitir, dijeron los directores, por sus antecedentes:

El era faltista y tenía broncas con los prefectos porque no le gustaba ponerse el uniforme.

Se quedó en segundo año. 

Entonces se dio a la vagancia.

Cierto día que el chavalo estaba en la esquina loqueando con la pandilla, se le acercó un camarada del barrio. Quería, dijo, que le tirara un paro, véndeme esto, soltó y le entregó una bolsa.

Era droga.

A el le empezó a gustar eso. Veía que camaradas hacían una feria con la droga y pos le gustó eso del dinero fácil.

Yo los veía y ¡ája!, pensaba no pos está en corto y pos dinero fácil y todavía loquera gratis No pos.

Aquel camarada que le había pasado la bolsa con droga para que la vendiera, se salió de trabajar y entonces el se quedó en su lugar.

Tenía 14 años y ya se entendía con el encargado de llegar al barrio y repartir la droga para vender: aquí está tanto de esto, tanto de esto y tanto de esto. Cuando se te acabe me dices, vengo y te traigo más.

El seguía en el barrio, con la pandilla, cotorreando, como si nada.

La droga se vendía sola.


La gente ya lo conocía y nomás llegaba ¿qué onda?, que si tenía mariguana, piedra, soda

De repente la madre lo miraba llegar con dinero a casa y ¡ája!, ¿pos de dónde sacas tú ese dinero?, y el chavalo que tú acá, no hagas preguntas jefa y cómprese algo pa comer; o cómprese el mandado, ¿qué les hace falta?.

La señora lo aconsejaba: que se saliera de ahí, que no era bueno ahí donde andaba, que un día lo iban a agarrar, pero el chavalo no hacía caso.

A el le gustaba el dinero fácil y la ropa de marca. Los tenis, las camisas y las gorras de marca.

De vuelta al área de visitas del tutelar para adolescentes, que es un jardín con árboles, mesabancas, una cancha de básquetbol y una capilla, el ha vuelto a quedarse callado.

Le pregunto que si cree en Dios.

El mete la mano debajo de su playera y saca un colguije de la Santa Muerte.

Lo tiene desde que llegó aquí, me platica, se lo regaló su mamá.

Sí creo en Dios, pero en quien creo más es en la Santísima Muerte.

El asegura que es muy milagrosa y que varias veces lo salvó de que lo agarraran.

Cualquier cosa que le pidas te la cumple, sentencia.

Yo me quedo con las ganas de preguntarle: ¿y está vez qué falló?

Dice la psicóloga que el es un chico con un coeficiente intelectual promedio, bueno, una conducta cautelosa y reservada, pero a la vez observadora.

El es un individuo funcional, que acata normas, presta atención y es participativo y dice la psicóloga que estas caracteríssiticas fueron las que, precisamente, lo hicieron atractivo para el crimen organizado.

Un día el estaba parado en una esquina, a tres cuadras de un punto de venta de droga, reportando con un radio, pegado a la boca, el paso de las volantas militares y de la policía; diciendo: ahí avanzan las 350 de 48.

¿Y eso qué quiere decir?, le pregunto.

Que ahí va una rápida de soldados, responde.

El era un halcón.

Los especialistas en aves dicen de los halcones que tienen alas largas y puntiagudas, picos fuertes y ganchudos, garras muy curvas y afiladas, así como un vuelo poderoso y rápido.

La mayoría de los halcones son territoriales, por lo que defienden sitios de alimentación y hábitat no perturbado.

El dice simplemente que él cuidaba a los altos mandos, a los que estaban más arriba que él avisándoles cuando venían cerca los soldados o los policías, para que se movieran rápido y no los agarraran.

A los 15 años el era un secuestrador profesional.

Había aprendido de armas, de tácticas, de casas de seguridad, de cobrar rescates.

¿Cómo era eso de los secuestros?

Era de rifártela machín. Está gacho eso de andar secuestrando. Es mucho el riesgo que corres.

(En el libro de registro del Servicio Médico Forense de Saltillo, se lee que entre 2010 y 2012, considerada esta la época más violenta de la guerra contra el narcotráfico en región, ingresaron a la morgue un promedio de 15 cadáveres por mes, todos ellos de jóvenes de entre 14 y los 25 años, muertos por balas de grueso calibre y con huellas de tortura).

Para eso la organización tenía a un mirón a sueldo que se dedicaba exclusivamente a espiar a las víctimas.

El mirón se encargaba de seguirlas y por varios días y luego señalaba la hora y el lugar exactos a donde los secuestradores debían ir por ellas.

En su mayoría los secuestrados eran señores con dinero, empresas, coches.

Los secuestradores, entre ellos el, llegaban al lugar indicado, el rostro cubierto, amagaban con un arma a la presa y la subían a un vehículo.

Si la víctima se resistía la golpeaban.

Después la trasladaban a una casa de seguridad, desde donde negociaban con los familiares su liberación.

Pagado el rescate entregaban a la víctima. 


Los secuestrados, que por descuido de los delincuentes, llegaban a mirarle la cara a alguno de sus captores, eran inmediatamente liquidados.

A el se la vieron varios.

La psicóloga dice que este tipo de chicos, como el, presentan un trastorno que en psicología se conoce como indiferencia afectiva y que no es otra cosa que carecer de conciencia del daño que se puede hacer a los demás y así mismo.

Algunas noches el se despertaba sobresaltado por las imágenes de los muertos que había visto y que ahora se le metían en sus sueños.

Eran las caras de los muertos dando vueltas en los sueños de el, como si fuera una película de terror.

Un día el llegó a casa de su madre.

Ésta vio que ya no era el niño de antes, aquel al que le gustaban los balones de fútbol y las playeras de Ronaldinho.

El que la hacía pararse y aplaudir cuando metía un gol.

Esta vez, el, venía montado en una camioneta de lujo. La mamá lo regañó: que de dónde estaba sacando eso, que si andaba metido ahí era muy malo para él, que lo podían matar, que lo podían mandar a la cárcel.

Agarran a los mensos, reparaba el, a él no lo iban a agarrar.

Sacaba otra plática y le daba dinero a su mamá y a sus hermanos pa que se fueran al mercadito del barrio, a comprarse algo.

Después el se iba buscar a su novia. Una quinceañera a la que había conocido una tarde que paseaba por la calle de Victoria. 

Ya me la describe: es güera, de ojos color miel, no muy alta ni muy chaparra, de pelo liso y tiene bonito cuerpo.

A el ya no solamente le gustaba la ropa de marca, también los automóviles finos, las casas elegantes y las mujeres guapas.

Hasta que una mañana en que el iba con sus camaradas por más mercancía (droga), le salió al paso una patrulla de la policía estatal.

Los bajaron del carro, los pusieron con las manos en alto, los revisaron.

Cuando los oficiales se lo llevaban detenido rumbo a la comandancia, el se acordó de su familia y sintió tristeza.

Después de 31 días de arraigo, el fue trasladado a este tutelar para menores y sentenciado a 15 años de prisión, por los delitos de secuestro y halconeo.

Durante los 31 días de arraigo su novia iba a visitarlo.

Le dije que le echara ganas y que siguiera adelante con su vida, porque aquí encerrado no iba a ser lo mismo que estando allá afuera con ella.

Desde entonces no la ha vuelto a ver más.

Al tutear sólo pueden entrar los familiares directos de los internos. 

¿Qué les dirías a los chicos de afuera?

Que le echen ganas a su vida, que le hagan caso a sus padres, porque todo lo que les dicen es cierto, se los dicen por un bien. Que no se desvíen con las malas amistades, que le echen ganas al estudio...

Epílogo

Durante el año siete meses que el lleva recluido en este centro de internamiento, ha demostrado gran adaptación y cambios positivos en su conducta.

Participa en todos los talleres que imparte el tutelar, ha sido distinguido como el mejor deportista de la correccional, es el encargado de la empresa penitenciaria que maquila tapones auditivos, ha estado al frente de la cocina y recientemente se le ha delegado la responsabilidad de encargado del estanquillo de la residencia.

Le gusta jugar al futbol, toma clases de panadería, electricidad y mecánica.

Cada semana recibe la vista de su madre, que le lleva de comer una piza, una hambuerguesa.

Sin embargo las pruebas psicológicas que se le han practicado, revelan que el cursa con una tendencia de un 60 a un 70 por ciento de conducta antisocial.

Y hay que estar muy al pendientes de él, porque mientras no se cure la raíz (de su problema), la reincidencia puede ser muy alta, advierte la psicóloga.

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