Desde hace casi dos años un sujeto introvertido, disciplinado, metódico y de pocas palabras, decidió que Hollywood lo inmortalizara con una película. Autoridades federales mexicanas tienen evidencias que la intención de Joaquín El Chapo Guzmán por llevar su vida a la pantalla –con una narrativa controlada por él–, no era una idea original suya, sino del Cártel del Pacífico, que aprovechando la fama que la revista estadounidense Forbes le dio internacionalmente como miembro del selecto grupo de multimillonarios en el mundo, querían fortalecer su imagen como marca. Desde 2009 su familia ha querido registrar la marca “El Chapo” en Estados Unidos y México, en lo que sugiere un largo camino, nada improvisado, por convertirlo en la figura que representa los intereses de un amplio sector de los mexicanos.
Parece un contrasentido: ¿por qué un criminal sería el arcángel de los millones que se sienten agraviados por el gobierno?
Ya fuera mediante un diagnóstico y análisis de posibilidades o no, lo que El Chapo y todo el entramado detrás de este objetivo logró, fue aprovechar la fractura en la sociedad mexicana y el enojo creciente contra sus gobernantes.
El Cártel del Pacífico encontró –una vez más, intuitiva o racionalmente-, un terreno fértil para ello. En abril de 2010 tuvieron su primera acción pública de propaganda. Ismael El Mayo Zambada, jefe del Cártel del Pacífico, utilizó al venerado periodista Julio Scherer para que en formato de conversación acrítica, transmitiera un mensaje al entonces presidente Felipe Calderón: en nuestra guerra, las familias son intocables; no te metas con la mía, no me meto con la tuya.
Para entonces, el narcotráfico ya le había tomado la medida a los medios mexicanos que publicaban sin filtros sus decapitados –propaganda de terror refinada por Estados Unidos en las guerras en América Central–, y le abrían los micrófonos a los criminales que quisieran dialogar a través de sus micrófonos, con las autoridades.
En la mayoría de las instancias, la propaganda tuvo éxito. Los decapitados minaron la capacidad de las autoridades y las desacreditaron, generando con el terror un consenso en contra de las políticas de seguridad. Fue tan poderosa la generación de una opinión negativa durante el gobierno de Calderón, que el equipo entrante a la administración del presidente Enrique Peña Nieto creyó más a la prensa que a los informes gubernamentales y durante ocho meses, bajo la creencia que la violencia se originaba en la confrontación con las organizaciones delincuenciales, abandonó el combate a los cárteles y las pandillas, y cerró las puertas a las agencias de inteligencia y policiales de Estados Unidos en una forma tan extrema como fue la apertura que les dio Calderón.
El gobierno de Peña Nieto tenía la convicción de que el problema de inseguridad era de opinión pública, y que esta se resolvía presionando y censurando a los medios.
El presidente vació su discurso de lenguaje criminal –un gran acierto–, pero su gabinete de cocina en Los Pinos decretó que con silenciar a los medios se modificarían las percepciones. La resaca fue peor: la realidad rebasó a la propaganda. En el gobierno piensan que la prensa es la principal responsable de la mala imagen del presidente, lo que les impide ver el fenómeno con asertividad, y aceptar que la sociedad está indignada con el gobierno.
A las encuestas de aprobación presidencial que están en la parte baja de los 20s por ciento y el humor social que es proporcionalmente invertido a su apoyo nacional, se les suma la creciente irritación de los electores contra los tres grandes partidos: PRI, PAN y PRD. Esto no es marginal. En cada elección crece el número de mexicanos que votan contra ellos tres, que son el tronco del régimen: 19% en 2009, 20% en 2012, y 39% en 2015, de acuerdo con los datos del Instituto Nacional Electoral del total de votación válida.
El quiebre político refleja el quiebre de la sociedad, donde los medios son una parte importante como vehículo de sus frustraciones y angustias. La pérdida de consenso nacional es cristalina, reflejada cotidianamente cuando los actores anti sistémicos o críticos del gobierno actúan. En este caso es El Chapo Guzmán y su entorno, así como –se podría suponer- una mente entrenada, que han venido trabajando en el esquema de propaganda del criminal y el Cártel del Pacífico, aprovechando la debilidad del gobierno de Peña Nieto. En el balance de las dos primeras semanas de esta estrategia, el saldo para Guzmán es altamente positivo.
Los mensajes que ha transmitido su familia y abogado han entrado en los medios mexicanos e internacionales como una verdad absoluta, tímidamente cuestionada en el menor número de ellos, y ampliamente asumida como una verdad. ¿Cuál?: El gobierno de Peña Nieto pactó con el narcotráfico y lo traicionó; el gobierno de Peña Nieto lo tortura en la cárcel. Es tan crítica su situación en un penal de máxima seguridad –de donde se fugó-, que su vida está en riesgo. No importa si se trata de un acto criminal contra 43 normalistas de Ayotzinapa o la acción contra un criminal que ha contribuido con el baño de sangre nacional: la culpa es del Estado, cuyo mensaje subliminal tiene el nombre de Enrique Peña Nieto.