La franca guerra que iniciaron las Fuerzas Armadas en Sinaloa para dar con los responsables de la masacre de militares del 30 de septiembre es una engañifa más del Estado mexicano, que dice combatir a los malos de siempre, pero que usa sus inagotables recursos para aceitar su economía, para echar a andar la maquinaria y sus engranes, nada despreciable en un país donde la corrupción parece tener denominación de origen.
Por ejemplo: la casi total eliminación de la célula de Los Ántrax realizada en un fiero combate de elementos del Ejército en la colonia Aurora, no elimina a la organización Zambada ni merma sus operaciones. Lo mismo pasa si la SEDENA y la PGR capturan a los responsables de la muerte de los 5 soldados.
Si el presidente Felipe Calderón trató de manera tímida, con la aprobación de la Ley Anti-lavado, combatir los más profundos cimientos del crimen organizado, el gobierno de Enrique Peña Nieto ni por enterado se dio del asunto; lo suyo fue callar mediáticamente, agotar el tema de manera institucional y pasar a sus grandes reformas de Estado que lo único que han acarreado son más problemas en el país.
Hay que decirlo, el Ejército y la Marina pueden ser necesarios ante una policía local avasallada y cooptada, pero la milicia suele cometer excesos con altos costos a los civiles, en sí solo ambas instituciones castrenses combaten a los grupos armados que se disputan las calles y los territorios; no combate el dinero ni la influencia política que como poder fáctico mantiene el narcotráfico.
Es posible cambiar y contrarrestar la violencia, y no se trata siempre de medir quién tiene más poderío bélico. Con o sin guerra, el negocio continuará siempre, como muchos especialistas en temas de seguridad argumentan.
No hay que irnos con falsos optimismos. Como dice el escritor estadounidense Don Winslow, autor de las novelas El Poder del Perro y El Cártel: la guerra contra las drogas es una que ya lleva más de 45 años, y los gobiernos, siempre simuladores y cómplices, de este y otro lado de la frontera, no han avanzado ni un ápice en la batalla.
Citamos:
“No estamos perdiendo la guerra contra las drogas, la hemos perdido y nunca deberíamos haberla iniciado. Es sólo un gigantesco negocio, una industria en la que los narcos y quienes luchan contra ellos mantienen una relación simbiótica”.
Por ello, asegura Winslow, la única forma es legalizar las drogas…
Capos pueden ir y venir, hay sobrada experiencia en ello, lo saben los políticos, lo proclaman los líderes de organizaciones criminales. Nada hay más rentable que el negocio de las drogas, sostienen gentes como el italiano Roberto Saviano, perseguido por la mafia calabresa de la ‘Ndrangheta, aunque el costo social de la violencia sacude todo.
La violencia desdibuja el entramado de una sociedad y vuelve la vida irrespirable, intolerable, la convierte en un desierto, la cosifica. De ahí que la legalización es el punto nodal de la discusión y uno de los temas a debatir en el futuro próximo, buscando motivaciones en el origen.
Al menos se sabe que uno de esos orígenes es cuando el presidente gringo Richard Nixon decretó su hipócrita guerra contra las drogas para combatir a los grupos sociales adversos a su administración y a las políticas estadounidenses imperialistas. Los dividendos que dejó su invención fueron grandes para la clase política, escasos para los ciudadanos, que todavía a estas alturas se pueden preguntar: ¿qué hay de malo fumarse un porro, por qué debo ir a la cárcel?